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Según el sentir de Delacroix, la principal fuente de interés en la pintura procede del alma y se dirige al alma del espectador de una manera irresistible. De igual forma hace notar que «cuando he hecho un bello cuadro no he escrito un pensamiento». Delacroix cuestiona con estas sencillas palabras la necesidad del tema en la pintura. Según él, lo que genera emoción en un cuadro son sus valores plásticos, o sea la materia, el color, la luz, más que las escenas propiamente dichas. Estas palabras nos llevan al núcleo principal de sus pinturas, a los valores que estas propician. De ahí que sus temas suelan ser, en buena parte de los casos, arrebatadores, plenos de drama, movimiento y fuerte colorido. Si hay algo que se destaca de manera patente en sus cuadros son estas cualidades, y en la conjunción de todas ellas nos atrevemos a decir que Delacroix es único, extraordinario, aunque, ciertamente, se puedan echar en falta en su abundante producción aquellas obras de una perfección tal como las que solamente consiguen los mayores genios de la pintura. Tan solo en la que es posiblemente su obra maestra, La libertad guiando al pueblo, Delacroix se aproxima a este grado de excelsitud, por más que para Boudelaire sea el más sugestivo de los pintores.

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Autorretrato con chaleco verde (1837).

Ahora bien, como nos vienen a decir los organizadores de la presente exposición, una de sus finalidades es dar a conocer una imagen de Delacroix alejada de su asociación con las grandes composiciones de carácter histórico, como un innovador enfrentado a las estrictas convenciones del arte neoclásico. Tras la reciente reedición del Diario de Delacroix, la muestra propone una innovadora visión de la producción del artista, basada fundamentalmente en los últimos descubrimientos y publicaciones especializadas.

Se investiga la forma en que Delacroix planteó la cuestión y necesidad del tema, y se nos expone cómo conocía a fondo la tradición pictórica de los encargos oficiales y de los temas heroicos de la historia y de la religión. En este sentido, «Delacroix es búsqueda, se reinventa sin descanso. Su obra es un giro continuo para agotar cada tema y alcanzar la expresividad pura». Así se refiere al artista francés Sébastiene Allard, comisario de la exposición, y ello nos permite entender esos cuadros tan sumamente expresivos como Cabeza de mujer (estudio para La matanza de Quíos), de hacia 1824, en el que Delacroix consigue plasmar la expresión arrebatadora de la mujer, cuyos ojos parecen desprenderse de sus órbitas, tal es su patetismo.

Pero veamos algunos de los cuadros que nos han llamado más la atención de la muestra. Siguiendo, por así decir, los espacios o ámbitos de la exposición, en primer lugar se centra en lo que podemos llamar el modelo, el estudio del desnudo, si bien comienza con un exquisito dibujo que lleva por título Estudio de drapeado para la Virgen de las cosechas, de hacia 1820. Hay que detenerse y contemplar la sensibilidad y el trazo de la minuciosa vestidura, que deja entrever la hermosura del cuerpo humano que lo portará, y todo ello con una sensibilidad que no deja de asombrarnos. Entre los desnudos propiamente dichos, en los masculinos destaca el profundo conocimiento que Delacroix tiene del cuerpo humano, tanto es así que a veces no tiene reparo en exagerar un tanto la poderosa fuerza en la expresión de los modelos; y entre los femeninos se observa una bien manifiesta atracción por Rubens, al que un joven Delacroix pudo contemplar en el Louvre, y que se plasma en unos desnudos, en general, al más puro estilo de los del maestro flamenco.

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Combate de Giaur y Hassán (1826)

En cuanto a las ilustraciones de Fausto, una de sus más importantes obras como litógrafo, hay que tener en cuenta en primer lugar la poderosa fuente de inspiración que para Delacroix representó siempre la literatura. En el caso que nos concierne, hizo una lectura muy personal de la obra de Goethe, al centrarla casi por entero en la relación entre Fausto y Mefistófeles, su doble maléfico. Goethe, que vio las litografías, valoró muy positivamente su novedosa interpretación y dijo, con plausible modestia: «Debo confesar que en estas escenas, Delacroix ha superado mi propia visión».

Pero pasando a un género que nos parece de más enjundia, en el retrato de la década de 1820 Delacroix muestra una poderosa influencia de la pintura británica. En su espléndido Retrato de Louis-Auguste Schwiter, de 1826, manifiesta la influencia de Thomas Lawrence, a quien conoció en el viaje que emprendió a Londres en 1825. El distinguido porte del retratado refleja muy a las claras la poderosa fuente de inspiración inglesa. En cuanto a los excelentes fondos del paisaje, la fuente de inspiración no puede ser otra que la John Constable. Por cierto, que sobre la relación de Delacroix con la obra de este extraordinario pintor nos hemos de remontar a 1824, cuando el célebre The Hay Wain (El carro de heno, 1821) del pintor inglés obtuvo la medalla de oro en el Salón de París. Delacroix se quedó tan impresionado de su esplendor y contextura, que retocó su famosa Matanza de Quíos, dándole más transparencia mediante el barnizado y agregándole empaste para acentuar la luz, como ya tuve ocasión de mencionar en un breve trabajo sobre el famoso paisajista inglés.

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Esbozo de la muerte de Sardanápalo (1826-1827)

En cuanto a sus autorretratos, qué duda cabe de su valor, especialmente ese Autorretrato con chaleco verde (1837), en el que Delacroix se nos muestra de porte gallardo, y en el que parece dirigirse al espectador con mirada entre altiva y sincera, al tiempo que de energía contenida.

La imaginación de Delacroix parece necesitar incentivos. Así, anota en su Diario aquello de «lo que hace falta para encontrar un tema, sería abrir un libro capaz de inspirar y dejarse llevar por la disposición del momento». Esos incentivos le llegan, especialmente en la década de 1820, a través de la literatura. Pero no es suficiente con ilustrar una determinada narración. Delacroix llega a transcribir los sentimientos, las emociones que le ocasiona la lectura. En este sentido, Lord Byron se convertirá en su mentor, sugiriéndole temas exóticos, como esas dos espléndidas versiones, especialmente la primera, del Combate de Giaur y Hassán (1826), obra llena de dramatismo y color, y donde también se destacan los fondos del paisaje. Además de estos cuadros, por supuesto hay que destacar también el Esbozo de la muerte de Sardanápalo (1826-1827), otro de los platos fuertes de la muestra y obra de latente modernidad.

Otro ámbito muy importante de la exposición lo compone los recuerdos del viaje a Marruecos. En 1832 Delacroix participó en una misión diplomática francesa en el norte de África, viaje en el que realizó varias escalas en ciudades españolas como Sevilla, Cádiz y Algeciras. «Todo Goya palpitaba a mi alrededor», escribió a su amigo Pierret. No en vano, Delacroix fue uno de los primeros franceses en conocer los Caprichos de Goya. Y no en vano tampoco, años antes, en 1827, había pintado ese espléndido Esbozo para el asesinato del obispo de Lieja, de manifiesta inspiración goyesca, presente en la exposición. Pero, en fin, siguiendo con los frutos pictóricos de ese viaje, además de otras obras de indudable valor, como por ejemplo Ejercicios militares marroquíes (1832), está una de las joyas de la exposición, Mujeres de Argel en sus habitaciones (1834), excepcionalmente prestado para la muestra, y que tanta influencia tuvo sobre Picasso, quien le dedicó una serie de pinturas.

Más adelante, desde comienzos de la década de 1840, Delacroix acomete toda clase de temas, renovando continuamente sus fuentes de inspiración. Pero, además de otros ámbitos que harían inabarcable la narración, nos centraremos en la temática religiosa (una faceta que, por cierto, nos era menos conocida), teniendo en cuenta que la figura de Cristo, tratada con desigual aunque siempre airosa fortuna, ocupa un lugar muy destacado en su producción. Muy en especial la figura de Cristo en la cruz, como titula a uno de sus trabajos de 1846, buen ejemplo de una de sus mejores obras al respecto.

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Mujeres de Argel en sus habitaciones (1834)

Para terminar, hay que referirse breve pero necesariamente a las obras de cacerías, algunas apasionantes por el dramatismo, fuerza y movimiento de las escenas, y, por último, al ámbito paisajístico, que resumiremos en dos obras especialmente destacables. En la sala de cacerías, además del más que notable y, como decíamos, de gran fuerza expresiva, La caza del tigre (1854), se encuentra un gran estudio preliminar de La caza de los leones (1858), en el que Delacroix se interesa por el frescor y la fuerza del boceto previo al cuadro definitivo. En este boceto, como bien se ha dicho, «las líneas arremolinadas y el poderoso color transmiten la violencia del combate entre el hombre y la bestia». Y es que, como certeramente afirmara Edmund Burke en 1757, «en esbozos de proyectos a menudo he visto algo que me complacía mucho más que los mejores terminados», lo que se podría aplicar —décadas después— a las obras y bocetos de Turner y Constable, entre otros, al igual que a este boceto algo posterior en el tiempo de Delacroix.

A partir de 1850, los paisajes y los estudios atmosféricos pasan a ocupar un lugar importante en su obra. El contacto con el paisaje marítimo le permite experimentar nuevas sensaciones. En este sentido, hay que reseñar el espléndido El mar visto desde los altos de Dieppe, de hacia 1852, que se nos antoja adelantado a su época, sobre todo por el efecto de las olas del mar y por el fondo de nubes y claros. Otro cuadro muy valioso de tema paisajístico, y a la vez religioso, representa a Cristo dormido en la barca en pleno temporal en lago de Genezaseth, que data de 1854, y expresa muy bien el ambiente dramático de cielo y tierra, y la terrible pelea de los apóstoles por controlar el barco.

Se nos han quedado sin comentar otras obras muy remarcables de Delacroix, como son Hamlet y Horacio en el cementerio (1839), Grecia expirando sobre las ruinas de Missolonghi (1826), La confesión pública (1834), Caballos árabes peleándose en el establo (1860) y un largo etcétera que, como antes decíamos, haría inabarcable esta espléndida exposición de la Caixa sobre, muy posiblemente, uno de los más grandes pintores franceses.

Crítico de arte