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«La singularidad es subversiva», decía Edmond Jabès. Recuerdo esas palabras cada vez que pienso en Teresa de Jesús. Nos han acostumbrado a verla como centinela de un cierto orden, pero basta abrir sus escritos y recordar el modo en que levantó sus fundaciones para reconocer en ella a una insurrecta.

Teresa, un cuerpo frágil y una voluntad férrea, es un personaje tan fascinante y complejo como el mundo en que vivió. La España del XVI fue rica en hombres y mujeres capaces de empresas que hoy nos producen vértigo. Mas en esa misma España se llamaba perro al converso, como lo era el abuelo de Teresa, y resultaba sospechosa una mujer que escribía —y más si escribía con la imaginación y la inteligencia de Teresa—.

Mujer contemplativa y mujer de acción, no hay en Teresa brecha entre la visionaria y la fundadora de monasterios. En Teresa la oración es acción, y cada acto es un modo de orar. Ambos están atravesados por el amor. Y ese amor hace de Teresa una subversiva que desestabiliza espíritus, pone en crisis instituciones y divide sociedades.

Teresa se nos aparece como personaje a contracorriente, intempestivo en su propio tiempo y en el nuestro. Por eso mismo es Teresa necesaria. Su interés —¿hace falta decirlo?— no depende de la creencia. Como Francisco Brines sobre Juan de la Cruz, pienso sobre Teresa que un ateo, aunque no crea en su mística, puede sentirse fascinado por el ser humano que se apoya en ella. Y puede y debe sentirse interpelado por ese ser humano —al fin siempre será menos importante lo que nosotros podamos decir sobre Teresa que lo que Teresa puede decir sobre nosotros—.

En todo caso, para dejarse arrastrar hacia Teresa es suficiente leerla y advertir lo mucho que le debe nuestra lengua y, por tanto, lo mucho que le adeuda nuestra experiencia del mundo. Solo nuestros mayores poetas han sometido a tan extrema tensión la lengua castellana, solo ellos han abierto para nosotros territorios como los que conquistó aquella mujer dueña de una palabra igual de poderosa cuando pinta las criaturas celestiales que cuando habla de las gentes.

Ganar para el teatro esa palabra y el personaje que la acuñó fue mi primer objetivo en La lengua en pedazos. Me propuse arraigar palabra y personaje en una situación ficticia pero verosímil en cuyo centro estuviese el grave gesto de la todavía monja de la Encarnación de abrir, con gran riesgo para sí y para las que la seguían, el monasterio de San José: la primera de sus fundaciones.

Entonces apareció, en mi fantasía, el Inquisidor. Que fue creciendo hasta convertirse en el otro de Teresa, su doble: aquel con quien ella estaba a destinada a encontrarse y a medirse. El Inquisidor acorrala a la monja con incómodas preguntas, la enfrenta a momentos de su vida que acaso ella querría olvidar y prende en su corazón la duda, que, como todo en Teresa, es un incendio. Y poco a poco en el diálogo entre ambos personajes va apareciendo un tercero: la lengua misma, que transforma vidas y hace y deshace mundos.

La pelea tiene lugar en la cocina del convento. Allí, entre pucheros, anda Dios.

Cocina del monasterio de San José, al atardecer. Teresa corta cebolla. Hasta que, al darse cuenta de que alguien ha entrado, se levanta en actitud de respeto. El recién llegado observa a Teresa y luego avanza estudiando el lugar. Mira los alimentos, entre los que encuentra libros. Toma uno, lo acaricia sin llegar a abrirlo, lo deja donde lo encontró.

Inquisidor.—«Entre pucheros anda Dios». Se os atribuye tan curiosa sentencia: «Entre pucheros anda Dios». Es justo que nos encontremos aquí, entre pucheros. Porque de él se trata. ¿Sabéis quién soy?
Teresa.—Sé quién sois.
Inquisidor.—Entonces también sabéis por qué estoy aquí.

Silencio.

Veintisiete años hace que tomasteis hábito. Durante lo más de ese tiempo, tuvisteis el amor de vuestras hermanas de la Encarnación. Nadie temía que vinieseis a ser causa de controversia. Mas de un tiempo acá, desafiando a vuestra madre priora, a vuestro confesor y al Provincial de vuestra orden, con otras que habéis arrastrado a vuestra parte, hacéis trato de fundar esta casa que llamáis monasterio de San José. Ya no os parece bastante buena la casa de la Encarnación, ya no os sirve para servir a Dios. Lo que habéis hecho divide a vuestras hermanas y causa escándalo a la ciudad.

Nunca, Teresa, nos habíamos encontrado. Pero si vos sabéis quién soy, tampoco vos sois para mí desconocida. He caminado vuestro camino. He entrado en la casa en que nacisteis, he hallado a quienes os vieron crecer, he escuchado a vuestros amigos y a vuestros enemigos. He oído relatos de portentos que, según se dice, os acompañan en la oración. He discutido con vuestros médicos. He indagado cómo se ha hecho esta casa.

Con lo que tengo sabido, me sobran razones para deshacerla. No es eso, sin embargo, lo que quiero. Quiero que vos misma cerréis la casa.

(…)

Teresa.—Cada noche le digo: «¿Cómo dejaste que se ensuciase tanto esta posada donde habías de morar? De cuántas cárceles me has sacado. ¿Antes me cansaré yo de ofenderte que tú de perdonarme? En tu paciencia conozco tu amor».
Inquisidor.—¿Con tan atrevidas palabras, así le habláis?
Teresa.—No sé otro modo de hablarle. Ni creo que él mire las palabras, sino la voluntad con que se dicen.
Inquisidor.—Solo un dios pequeño atendería a palabras tan pequeñas.

(…)

Inquisidor.—No hay mal mayor que mal de religiosos. ¿Cómo asombrarse de la derrota del mundo cuando quienes habrían de ser los mejores, para que todos los imiten, tienen borrado el espíritu? Limpiar el mundo empieza por limpiar la Iglesia.

(…)

Teresa.—Mi enfermedad fue tal que el cuerpo teme que el alma haga memoria. Cuantos sanadores hace mi padre que me vean, todos me desahucian. El mal de corazón se hace más recio. Dientes agudos me lo muerden, tanto que temo sea rabia. Como la garganta no traga, que aun agua no puede pasar, me hallo sin fuerza, y gastada porque me dan purga cada día, y con tristeza muy honda. Encogidos los nervios en dolores que ni dormida me dan sosiego, me encojo yo en ovillo sin poderme más mover que si estuviera muerta.

La lengua hecha pedazos.

La lengua en pedazos de mordida.

(…)

Inquisidor.—Veis a Cristo ante vos. ¿En qué forma?

Teresa duda.

Teresa.—No veo en qué forma. Pero que está a mi derecha, lo siento muy claro, y que es testigo de lo que hago.

Inquisidor.—No entiendo que podáis verlo a vuestro lado si no veis la forma en que está.

Teresa duda.

Teresa.—Con ojos del alma lo veo.
Inquisidor.—Ojos otros que los del cuerpo, yo no los conozco.
Teresa.—Yo a él lo veo con los ojos del alma más claramente que lo pudiera ver con los del cuerpo.
Inquisidor. —Así como en los sueños.
Teresa. —No es cosa de sueño.
Inquisidor. —¿Cómo sabéis que es Cristo?

(…)

Inquisidor.—«La imaginación es la loca de la casa». Otra curiosa sentencia vuestra. «La imaginación es la loca de la casa». De niña frecuentabais libros de caballería. Gustáis, desde niña, de fantasías. También lo son esas visiones del Señor. Como tantos charlatanes que en estos tiempos abundan, las inventáis para asentar sobre ellas vuestras acciones. Como tantos impostores que antes que a vos desenmascaré, pensáis que nadie discutirá lo que hacéis cuando lo que hacéis parezca dictado de Dios.

(…)

Teresa. —Una noche, estando en oración, me hallé sin saber cómo metida en el infierno. La entrada es una calle angosta de lodo sucio y pestilencial olor y con muchas sabandijas, que también las hay en la pared, la cual te aprieta y desmenuza como boca de bestia. No entiendo cómo, con no haber luz, se ve allí tanto y da tanta pena lo que se ve. Los daños del cuerpo, con haber pasado, según médicos, los mayores que se pueden pasar, no son nada frente a los que allí vi y sentí y acrecidos porque allí son sin esperar consuelo, como sin consuelo te miran las otras almas. Decir que es un arrancarse el alma es poco, porque el alma misma se despedaza. No hay dolor como el agonizar el alma.

Silencio.

Inquisidor.—Muy franca habéis sido dándome a oír ese grave relato. Corresponderé revelándoos algo que a nadie antes me atreví a contar.
Desde hace siete años, cada noche después de la oración, oigo que me llaman voces pronunciadas en lenguas que no entiendo. Pese a no comprenderlas, yo las obedezco. Me mandan que las siga por el bosque hasta un claro en que se alza una ermita. Mas cuando entro en esa ermita, no hallo el Sacramento, sino una biblioteca de muchos libros. Al tocarlos descubro que no están ordenados según el alfabeto, sino del Bien al Mal. El primero es la Biblia, el último uno de páginas negras que arde sin consumirse. A él me empujan las voces que me han guiado hasta allí, que ahora dicen como una sola: «Lee y obedece». «¡Lee y obedece!». «¡¡Lee y obedece!!».

Silencio.

Palabras. Cuanto acabáis de escuchar no es sino palabras. He sumado tres sueños y un par de fantasías como se juntan cebollas, lentejas y dos puntas de tocino. Lo haré mejor la vez próxima, preparando más mi cuento. Me ayudaré de libros donde se pintan las penas infernales. También vos conocéis esos libros.

Teresa. —Cuanto he leído no es nada con lo que viví, como de dibujo a verdad.
Inquisidor. —De lo que no se puede hablar, más vale callar. Las palabras ni siquiera son sombra de aquellas cosas. Si la lengua dijera verdad sobre el cielo o el infierno, se rompería en pedazos.
No podemos hablar de lo único que importa. No en esta lengua.
Querríamos llegar al borde de esta lengua y saltar y hablar desde el otro lado. Pero al otro lado, para nosotros solo hay silencio.

(…)

Teresa.—La regla primitiva decía: «Ninguno de los hermanos tenga cosa propia, sino que todo sea común y las cosas que el Señor os diere se repartan conforme a la necesidad de cada uno».
Inquisidor.—¿Quién os enseñó, mujer, tanto sobre reglas?
Teresa. —Otra mujer. Otra de nuestra orden que tuvo noticia de mí y rodeó leguas por hablarme. Ella me enseñó que el Carmelo, antes que se relajase, mandaba no se tuviese bienes propios.
Inquisidor.—Nada os impide vivir en la Encarnación tan pobre como queráis. ¿Por qué hacer que otras padezcan lo que vos?
Teresa. —Las que me acompañan tampoco pueden poner a paciencia ser ricas. Aquí todas sabemos los cuidados que trae tener propio y la riqueza que está en la pobreza. En esta casa ha de haber la pobreza de la cruz. Viviremos de limosna.Inquisidor.—Una guerra entre descalzos y calzados, ¿eso queréis abrir en el Carmelo? ¿Una guerra en la Iglesia entre calzados y descalzos? ¿Una guerra en el mundo entre descalzos y calzados?
Teresa. —Convento, Iglesia, mundo han de ser casa de iguales, como iguales nos hace a todos el bautismo.

En la Encarnación hay monjas que pagan celda grande y criadas y hasta esclavas. Esas señoras me enseñaron lo poco en que se ha de tener el señorío. Miente el mundo llamando señor al que es esclavo de mil cosas. No habrá señoras en San José. «Entre pucheros anda Dios» también significa que todas trabajaremos en lo que podamos.

(…)

Inquisidor.—¿No os enseñaron a medir las palabras antes de llevarlas a la boca? Las vuestras suenan a utopía, a república de mujeres, a disparate. Advertid que no es solo esta casa lo que condenáis. Se trata de vuestra vida. Y de las vidas de quienes os siguen.
Teresa.—Nuestras vidas solo deseamos que el Señor nos ofrezca en qué perderlas. Todo se gana en perderlo todo por él.
Inquisidor.—«Todo se gana en perderlo todo por él». Sois amiga de paradojas, como suelen serlo los de hablar torcido. Vuestros escritos están llenos de ellas, y de imágenes cifradas. «La loca de la casa». «Castillo interior». Soy buen cazador, me educaron para distinguir el amigo del enemigo detrás de las palabras. Las vuestras, que esconden más que dicen, a mí no conseguirán confundirme. Sin duda son dictadas por demonio, tanto exceden medida de mujer.
Teresa.—A poco que hagamos las mujeres, se juzga exceso lo que hagamos. No hay acierto de mujer que no se ponga bajo sospecha. «Disparate de mujeres», dicen enseguida. Nos tiene el mundo acorraladas, mariposas cargadas de cadenas. Pero el Señor hace a una niña sin letras más sabia que al obispo más letrado. Aunque no nos den libertad para dar voces, no dejaremos de decir nuestras verdades aunque sea en voz baja.
Inquisidor.—¿Tanto habéis leído y no leísteis que Pablo mandó que las mujeres no enseñaran?
Teresa.—Jesús no nos aborreció cuando andaba por el mundo. Antes nos favoreció.
Inquisidor.—En encerramiento no ha de ser difícil a una fuerte gobernar a doce débiles que no puedan escuchar otras lenguas.

Encerramiento significa que nadie desde fuera mire y nadie desde fuera oiga.

¿Qué palabras se dicen entre estos muros? ¿Qué palabras se leen? No dejaré que esta pequeña casa se haga pilar de un gran cisma.

He aprendido que la mística es disfraz que suele tomar la subversión. A menudo se llama espíritu a lo que es desorden.
Teresa.—A veces se llama desorden a lo que es espíritu.

(…)

Inquisidor.—Tengo memoria, Teresa. Memoria de todos los encausados, de cada uno de ellos. También de un Juan Sánchez reo de herejía y apostasía. Condenado a llevar siete viernes el sambenito, aún lo recuerdan por las calles de Toledo con el capuz amarillo. Desde Toledo vino a Ávila, donde compró certificado de hidalguía y cambió apellidos. Se desprendió del Sánchez, se escondió bajo el segundo, Cepeda, y añadió al camuflaje el Ahumada de su madre, nacida, ella sí, de cristianos viejos.
Teresa.—No conocí a ese abuelo mío. Se lo llevó la peste del año siete. Dicen que murió cristianamente, como vivió.
Inquisidor.—Aquel hermano tan lector, entre lo que os dio a leer, ¿estaba la «Guía de Pecadores» de fray Luis de Granada?
Teresa.—No lo creo.
Inquisidor.—Es muy leído de falsos conversos.

(…)

El Inquisidor mira las palmas de sus propias manos. Cubre con ellas sus ojos para recogerse en oración. Silencio. Sale de la oración.

Inquisidor.—¿Nunca dudáis, Teresa? Yo sé que dudáis. Cada instante dudáis. Y en tanto extremo la duda os aprieta, que os pone en la mayor aflicción. Cuánta tristeza bajo esa sonrisa. Cuánto miedo a vivir bajo ese ansiar la muerte.

Cuánto miedo a ese cuerpo que queréis encerrar y amortajar. Cuánto miedo al mundo y a vos misma bajo esa ansia de Dios, bajo ese ansiar un Dios que os hable a cada instante.

Dios es conmigo lejano y silencioso, pero jurad que no os envidio. Preguntadme quién soy y sabré decirlo.

Vos no sabéis quien sois, Teresa. Ni precisáis castigo, pues jamás salisteis del infierno.

Yo haré que no haya otra pena para vos. En cuanto a esta casa, yo haré que no se cierre. Sé que, una a una, las que hoy os acompañan pronto se apartarán. Os dejarán sola con vuestro pequeño Dios. Moriréis sola.

Va a salir. La voz de Teresa lo detiene.

Teresa.—Que dudo, decís. Que dudo cada instante. Si miro esta casa, me da contento haberlo contentado. No por lo que yo haya hecho, pues solo en su poder se puede, sino porque me es regalo que me haya tomado por instrumento.

Mas al poco viene el demonio a revolverme. Dice, riendo, que todo ha sido astucia suya para robarme el alma. La oración de años la quita mi enemigo con un soplo. La fe queda suspendida y yo sin fuerza para defenderme de sus golpes, y en el alma la oscuridad más honda.

Así es esta vida de miserable. No hay contento sin mudanza. Tan pronto no me cambiara por ninguno como no sé qué hacer de mí. Y el único que podría socorrerme, ahora se me oculta.

Dios se esconde del alma y hace al alma no saber de sí.

¿Dónde estás? ¿Por qué me dejas sola?

¿O es que estuve sola siempre? ¿Quién soy, si siempre estuve sola?

Dudo, y con tanta pena que pienso si él quiere que sepa qué es disgusto de vivir para, si alguno veo caído en ese abismo, le sepa acompañar.

Dudo, sí, dudo cada instante. Pero siempre podrá el ángel bueno más que el malo. Siempre acaba venciendo el ángel del Señor. Lo veo a mi izquierda, pequeño, el rostro encendido que parece abrasarse. Tiene en las manos un dardo de fuego que hunde en mi corazón. Es tan grande el dolor que me hace dar quejidos. Dolor del espíritu que corta el cuerpo.

Y la lengua, en pedazos, se niega a dar palabras.

Solo da gemidos, porque más no puede.

Es gran pena, pero tan dulce que no hay deleite que más contento dé. Dios aprieta al alma con abrazo que nunca querría ella salir de él. Cautiva de quien ama, consiente el alma que se la encarcele. Y no anhela sino la muerte, que solo en ella podría gozar su bien.

Ni puede la palabra recoger tanto amor, pues, como fuego que arde demasiado, no cabe a la palabra contener la llama. Se levanta en el alma un vuelo porque, loca, no ve diferencia a Dios y habla desatinos. La lengua está en pedazos y es solo el amor el que habla.

Pero nadie puede hablar de ello. Es mejor no decir más.

Silencio. Teresa corta cebolla. El Inquisidor sale.

Dramaturgo. Premio Nacional de Literatura Dramática 2013