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Julio Martínez Mesanza aclara en una breve nota al final de su Gloria que escribió estos versos entre agosto de 2005 y marzo de 2016 y que los compuso en Madrid, Túnez y Tel Aviv. La racionalidad cartesiana («abstracta» y tal vez «imperdonable») hace que él mismo sitúe en el tiempo y en el espacio sus poemas; pero esas dos coordenadas no explican lo que el lector acaba de experimentar: que tiene en sus manos una joya que solo raramente encuentra quien busca en la poesía belleza, emoción y verdad.

Hablemos del tiempo. Estos treinta y seis poemas han necesitado once años de gestación, lo que pone de manifiesto una vez más que Martínez Mesanza es un escritor minucioso y sosegado. Hay que esperar para que las ideas y las imágenes se hermanen con los vocablos hasta lograr endecasílabos redondos que fluyen con ritmo y elegancia.

Es posible que algún poema haya brotado en un solo día; pero ha necesitado largos periodos de maceración, quizás de ensoñación, para que salga armado y victorioso de su cabeza, y necesitará después de un pausado trabajo de ajuste.

Sin duda, el poeta es su crítico más feroz, el más exigente de sus lectores, y por eso ha tardado tanto tiempo y ha dejado por el camino bellos cadáveres, algunos de los cuales pueden atisbarse en los blogs que ha mantenido durante esta década. Porque a las exigencias de fondo y forma se añaden las de la coherencia interna del conjunto. Al igual que en sus libros anteriores, un hilo de oro enlaza todos los poemas y justifica la presencia de cada uno de ellos en esas páginas.

Gloria es la crónica del alma. El alma, lo sabe el poeta ante una Madonna de Bellini, es inextinguible, aunque camine «en los ríos de niebla» o tenga que rezar ante «Nuestra Señora de los laberintos», por otro nombre «Nuestra Señora de los indecisos». Agitada por el viento que sopla incesantemente, el alma «devora dones», busca «ante las puertas cerradas», «en el desdén de quien amamos», en las equívocas estelas de las galeras, en «las zarzas del tiempo», «en el juego, la geometría y la guerra» que la gobiernan. El alma tantea entre las tinieblas, la apatía y «el infierno tibio» para aprender a cantar a la Creación, a los dones y la gracia que Dios derrama en el mundo.

Resuenan los carros de Kipur o la carga de los húsares (y ahí reconocemos al Martínez Mesanza fascinado por los símbolos de la estrategia militar y la belleza de los campos de batalla); pero Gloria es por encima de todo un libro intimista en que lo divino se vislumbra en el mar, en el cielo y en la pereza de las naranjas que reciben la lluvia que las limpia, porque la merecían «como merecen todos los que esperan».

El poeta contempla otra Virgen, la de Van Eyck, y percibe un «claro en el cielo incomprensible / que dice imagen, gloria y esperanza». Las mujeres, las mujeres de carne y hueso, se le deshacen al poeta, e invoca ansiosamente a la niña madre de Dios cuando admira la solidez heroica de Jan Sobieski o de Gino, que salva vidas en silencio metiendo salvoconductos en el tubo de su bicicleta, que el poeta compara de forma deslumbrante con los tubos de las mezuzás que custodian textos sagrados en las puertas de las casas judías.

¿Y el espacio? Las pistas geográficas son engañosas. Es cierto que Túnez es el azul intenso, las olas paralelas de Ghar el Mehl, el mar de mayo de La Marsa y la cordialidad de una conversación en Les Ombrelles; es cierto también que Israel le revela la otra faceta del Mediterráneo para que se encuentren su «alma fenicia» y su «alma cristiana»; pero no estamos ante la aventura de un explorador, ni siquiera ante el itinerario de un viajero. La peregrinación de Julio Martínez Mesanza es siempre interior porque, si bien «malvive en sitios diferentes», el suyo es un mundo estático: una cueva de ermitaño acolchada con las lecturas de la Patrística, de los grandes pensadores de la edad moderna o de los clásicos que nunca dejan de enriquecerle. Por eso lamenta que no sepa usar los nombres propios en sus poemas (por más que, cuando lo hace, pinte cuadros de intenso poder evocador); por eso siempre es fiel a sí mismo y a los asuntos que le in-quietan (que le mueven en su quietud). Por eso también su poesía es perfectamente coherente, y su estilo y su modo de hacer, personales e inconfundibles. Aunque Gloria avance por terrenos nuevos, reconocemos con agradecimiento al poeta que añadió versos a un primer libro, Europa, hasta que por razones más editoriales que personales se vio obligado a pasar a Las trincheras. Tanto es así que el primer verso de este poemario empieza con una «Y», recordándonos que los caminos nunca tienen un principio definido.

Lo que le interesa al poeta de los lugares donde ha vivido es el reflejo de la cultura, la evocación de figuras y hechos históricos o los restos, siempre huidizos, de la huella de lo divino. Afortunadamente su cabotaje le ha hecho rodear el Mediterráneo, ese «mar de Homero» donde confluyen sus lecturas, sus visiones y su concepto del hombre forjado en la Biblia, en Grecia y Roma, el hombre revestido de valores y profundamente moral.

Gloriaes otro puñado de diamantes que este poeta ermitaño nos ofrece después de su larguísimo retiro en las minas del Génesis; diamantes perfectamente pulidos, porque es el diamante la piedra de mayor dureza para penetrar en la verdad, la de los reflejos más puros, la más rica en facetas; aunque sea también la más frágil, como son frágiles todas las empresas humanas. Es bueno no olvidarlo, y saber que, aunque «vuelves siempre a lo mismo» y «te ocultas con tu culpa» «porque la vida siempre desconfía», puedes mirar la atalaya desde donde nos defiende la Niña de Nazareth y tener la certeza de «que la gloria existe».

Santiago Miralles

Diplomático y escritor. Director General de la Casa de América