Tiempo de lectura: 8 min.

En 1925, un hombre asiste en un apartamento de Moscú a la lectura pública de cierta novela. Después, redacta un informe para la policía política. Allí escribe: «Se podrían aportar un sinfín de ejemplos de que Bulgákov odia y desprecia a las claras el orden soviético, negando todos sus logros. Además, la obra está plagada de pornografía, envuelta en un aparente tono científico. De modo que la obra será del agrado de los lectores malintencionados, de las señoritas frivolas y hará las delicias de los viejos degenerados»1 El informante prevé que la obra no pasará el filtro de la censura. Sin embargo, en la medida en que ha sido escuchada por un grupo con mayoría de escritores, «su función primera ya se ha cumplido», puesto que «la obra ya ha infectado las mentes de esos escritores y afilará sus plumas».

El autor de aquellos informes era alguien con acceso a los círculos artísticos, uno de esos lacayos intelectuales tan necesarios a las tiranías. Durante algún tiempo, ese hombre fue la sombra de Bulgákov. Sus informes vienen a ser el negativo exacto de la obra de Bulgákov, su complementario.

La novela a la que se referían los informes es Corazón de perro, de cuya trama también daba cuenta el confidente: un científico trasplanta a un perro las glándulas sexuales y el cerebro de un hombre muerto, intentando «humanizar» al animal; sin embargo, el perro humanizado se vuelve más y más insolente, exige un espacio propio en la vivienda del científico y muestra una mentalidad comunista; por último, el científico pone punto final al experimento convirtiendo su engendro en el chucho corriente que antes fue.

CREADOR DE SÁTIRAS

Si hemos de caracterizarlo con una sola palabra, diremos que Bulgákov es un satírico. Un creador de sátiras. Según el diccionario de la Academia, el objeto de la sátira es «censurar acremente o poner en ridículo a personas o cosas». Los satíricos más capaces consiguen descubrir el lado ridículo de cada persona y de cada cosa. Bulgákov supo encontrárselo al régimen que resultó de la Revolución de Octubre. Ello no significa que fuese un contrarrevolucionario. En su obra no defiende una alternativa a aquel régimen. No es propio del satírico ofrecer alternativas a aquello que satiriza.

Meditando sobre Karl Kraus, Walter Benjamín observó que el satírico sólo conoce un gesto: el destructivo. Leemos su retrato de Kraus y podemos pensar que Benjamín está hablándonos de Bulgákov 2. Y es que Kraus viene a ser a la Viena burguesa lo que Bulgákov a la Moscú comunista. Ninguno de los dos puede ser confundido con esos literatos que buscan la risa a través del menosprecio. Bajo la acritud de Bulgákov, como bajo la de Kraus, hay aquello que Benjamín llama «odio moral». Odio contra la hipocresía, contra el disimulo, contra la impostura. Odio contra el enmascaramiento, contra la desfiguración.

Odio, sobre todo, contra el lenguaje inauténtico, contra la frase hecha, contra la escritura convertida en magia negra. Contra el tráfico de palabras como «humanidad», «libertad», «educación» o «socialismo» cuando encubren el sacrificio de la razón o de la vida. Contra la palabrería optimista bajo la que se camufla el empobrecimiento material y moral de muchos hombres. Como Kraus, Bulgákov podría haber dicho que el progreso fabrica monederos de piel humana.

Tienen el gesto del flagelador o del antropófago, pero los mejores satíricos son como niños que señalan con el dedo lo inautêntico. Sucede que, allí donde domina la impostura, el niño es visto como un monstruo. En este sentido dice Benjamin de Kraus que no tiene «nada en común con los hombres, ni quiere tenerlo». Por decirlo con otra fórmula benjaminiana, el satírico es «el enemigo de los hombres». Vive enemistado con todos, sin que ningún partido quiera contarlo entre los suyos. Al contrario, cada partido lo considera adscrito al bando enemigo. Pero el satírico ni se adhiere a un partido ni lo funda. Ni puede tener partidarios ni los quiere.

El satírico está solo. Pero no está lejos, sino enfrente. La mesa en que escribe es como la de un juez ante la que todos hubiesen de pasar. Por eso dice Benjamin que Kraus vive a las puertas del juicio final. También Bulgákov tiene algo de juez universal. Por ejemplo, el dramatis personae de su pieza teatral La Isla Púrpura es, sin excepción, una lista de impostores. Pero si todos los personajes de La Isla Púrpura son inautênticos es porque la impostura es la sangre de la sociedad en la viven.

Aquello contra lo que el satírico dirige su odio moral, aquello que desnuda como inauténtico, es su propia sociedad. De ahí que pueda parecer un escritor de coyuntura, confinado al localismo y al instante. Pero ese reproche no vale para los mejores satíricos. Pues el asunto central de las sátiras mayores no es el nuevo vicio, sino el vicio de siempre, reapareciendo en sociedades que imaginan ser nuevas.

Bulgákov negó que en Octubre hubiese nacido un hombre nuevo. Contradecir ese lugar común no sólo le convirtió en un aguafiestas. Le convirtió en un traidor. Escribía como si la Revolución no hubiese cambiado a la gente. No es que sus personajes fuesen peores que los tipos ridiculizados desde Aristófanes, pero tampoco eran mejores. Eran tan ridículos como aquellos que en el Antiguo Régimen desenmascaraba Molière. La idea de que la Revolución era capaz de hazañas tecnológicas, pero no de avance alguno en el orden moral, puede leerse entre líneas en Corazón de perro: el cruce del perro con el hombre produce una criatura peor que el uno y que el otro.

LA FORMA DEL TOTALITARISMO: LA CENSURA

Textos como La Isla Púrpura o Corazón de perro, en lugar de alimentar el optimismo, extendían la desconfianza. En una sociedad uniformada por una promesa de renovación total, podían ser vistos como artefactos desmoralizadores y disolventes. Textos así hacían necesario un censor.

La figura del censor es antagónica de la del satírico. Si el satírico es el enemigo de la sociedad, el censor es su mejor amigo. Si el satírico disgrega, el censor trabaja por la unidad. El censor es el cirujano tanto como el satírico produce tumores. Su lápiz rojo es un bisturí quirúrgico.

En 1930, Bulgákov escribió al Gobierno de la Unión Soviética: «La lucha contra la censura, cualquiera que sea, y cualquiera que sea el poder que la detente, representa mi deber de escritor»3. Esa lucha está en el centro de La Isla Púrpura, magistral ejemplo de «teatro dentro del teatro». Buscando permiso para estrenar cierta pieza, una compañía hace un pase privado ante el censor. La pieza es de un mal imitador de Julio Verne que incluso adopta por seudónimo el nombre del novelista francés. Trata de cómo los aborígenes de una isla consiguen, primero, derrocar a los árabes que los sojuzgan, y luego expulsar a los ingleses colonialistas llegados en un barco. Acabada la representación, el censor pronuncia las palabras fatales: «Se prohibe». Nadie entiende por qué. ¿Qué puede tener ese hombre contra el desaforado pastiche? El censor grita: «¡La obra es reaccionaria!». El director está anodadado: «¿Una obra reaccionaria? ¿En mi teatro?». El censor le aclara que el problema está en el final de la pieza. Después de todo, los marineros del barco inglés son proletarios. No es aceptable que los aborígenes obtengan la liberación mientras los marineros continúan en la esclavitud. «¿Y la revolución internacional? ¿Y la solidaridad?», pregunta. La compañía no necesita más para improvisar un nuevo cierre con revolución internacional incluida: los marineros se rebelan contra los capitalistas dueños del barco y dirigen éste de vuelta hacia la Isla Púrpura, donde son recibidos por los aborígenes al grito de «¡Que vivan los marineros revolucionarios!». Entonces, el censor autoriza el estreno de la obra.

Conviene subrayar que, en La Isla Púrpura, el censor no es el más ridículo de los personajes. Más ridículos que él son todos esos artistas que se arrastran con tal de agradarle. El director de la compañía incluso reniega de Mijail Bulgákov: «El otro día vino a verme un autor de comedias. .. ¡ Imagínese, me ofreció Los días de los Turbín! ¿Qué le parece? Y cuando hojeé esa cosa, mi corazón se aceleró… de indignación». En lugar de Los días de los Turbín, el director elige el pastiche titulado La Isla Púrpura. Pero, como se ha visto, ni siquiera éste es inocente a ojos del censor.

A la vista de los efectos de la censura sobre su pieza, Julio Verne, ficticio autor de La Isla Púrpura, sufre un colapso nervioso. En cambio, Mijail Bulgákov, al ver prohibida La Isla Púrpura, Los días de días Turbín y el resto de sus obras, interpeló al Gran Censor. Escribió a Stalin pidiéndole libertad para publicar y representar sus textos o, de lo contrario, que se le expulsase de la Unión Soviética. Su doble castigo fue no obtener ni lo uno ni lo otro. Su delito, haber escrito sátiras. Ello significa que, como el propio Bulgákov explica a Stalin en otra de sus cartas, había penetrado en zonas prohibidas.

Esas zonas a las que se refería no están en los márgenes, sino en el centro de la sociedad. El satírico no entra en lugares distintos que los que frecuenta el hombre común. Pero sí lo hace con otra mirada. El satírico no se abandona al optimismo perezoso. A Bulgákov la prensa oficial le acusaba de rebuscar en la basura y, en el fondo, él debería haber estado de acuerdo con esa caracterización. La misión del satírico es la basura. Destaparla y mostrarla en toda su fealdad.

Semejante misión resultaba muy ingrata en la sociedad estalinista, que quería imaginarse a sí misma como una laboriosa familia conquistando un horizonte soleado. En una sociedad así, ejercer la disidencia suponía la colisión no sólo con el líder, sino con todos los cohesionados bajo su paternal sonrisa. Una sociedad así sólo ofrece exclusión al disidente. Bábel, Mandelstham, Pilniak, Platónov… Todos ellos fueron señalados como traidores a su pueblo. Esa condena moral resultó para algunos menos soportable que el castigo físico; los llevó al exilio interior, a la autocensura, a la autodestrucción.

Mijail Bulgákov no fue ni puesto ante un pelotón de fusilamiento ni enviado a un campo de concentración ni encarcelado. Fue víctima de otra clase de violencia: la censura cortó el camino entre su obra y su sociedad. A diferencia de los actores de La Isla Púrpura, Bulgákov no pactó con el censor. Siguió escribiendo, pero sin saber si sus textos estaban condenados de antemano. En esas condiciones, fue capaz de una de las mayores novelas del siglo, El maestro y Margarita. Murió sin saber si llegaría a ser publicada.

La recepción de las obras de Bulgákov quedó interrumpida durante décadas. Esa interrupción dice más sobre el régimen que las prohibió que toda la Enciclopedia Soviética. Expresa el fracaso cultural de la Revolución. ¿Qué clase de sociedad se estaba construyendo, si no era capaz de nutrirse de la inteligencia de hombres como Bulgákov? Una sociedad que hizo de la censura, y no de la crítica, su forma.

La censura no es una consecuencia del totalitarismo, sino su forma. Antes que por el intelectual, la censura debería ser combatida por el ciudadano. Este es el más interesado en que a la inteligencia crítica no se responda con censura sino, a su vez, con crítica. Porque la autonomía del ciudadano depende de la autonomía de una cultura crítica.

El satírico es el héroe de la cultura crítica. Tiene suerte la sociedad que encuentra el suyo. Poniendo al desnudo lo inauténtico, el satírico resquebraja la máscara mítica de la sociedad. Bajo esa máscara está la vida, compleja, contradictoria, vergonzosa a veces. Bajo esa máscara está la verdad.

La sátira es difícil hoy, cuando se educa en la aceptación del estado de las cosas como si fuese una segunda naturaleza. Y es que, ante la naturaleza, no cabe la crítica. Cuando la naturaleza domina sobre la historia, lo que se ridiculiza es la disidencia. Pero no debería olvidarse que una sociedad sin disidentes, una sociedad satisfecha, incuba la barbarie. Probablemente, una sociedad sin satírico es ya, sin saberlo, una sociedad de censura, y se prepara a ser una sociedad bárbara. La sátira es difícil hoy, pero también hoy se necesitan satíricos.

El satírico afirma la vida contra la naturaleza. No educa para el pesimismo, sino contra el optimismo paralizante. Lo hace hablando a contrapelo, fracturando el monólogo narcisista o desenmascarando al apologista disfrazado de disidente. Lo hace, sobre todo, poniendo al desnudo lo inauténtico allí donde debería residir lo más auténtico: en la cultura. Por eso Bulgákov dedica tanto esfuerzo a examinar la profesión teatral moscovita o Kraus a identificar falsos escritores en cada rincón de Viena. Ambos saben que la lucha contra la barbarie empieza por el gesto crítico hacia la cultura y hacia los que la producen. Ambos trabajan contra el sacrificio del hombre al mito, sea éste la sociedad sin clases o el mercado libre. Ambos parecen monstruos, pero trabajan para la felicidad.

Canetti llamó a Kraus «escuela de resistencia»4 También Bulgákov abrió escuela de resistentes. El satírico está solo, pero en su soledad hay enseñanza para todos.

NOTAS

1 En el «Prólogo» de Vitali Shentalinski a Mijail Bulgákov, Corazón de perro. La Isla Púrpura, tr. de Ricardo San Vicente y Selma Ancira, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona, 1999, pp. 11-32.
2 Me refiero al ensayo Karl Kraus: Walter Benjamín, Gesammelte Schriften, 7 vols., ed. y notas de R. Ttedemann y H. Schweppenhauser, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1991, pp. 334-367.
3 Mijail Bulgákov y Evgueni Zamiatín, Cartas a Stalin, tr. de Víctor Gallego, Mondadori, Madrid, 1991, p.31.
4 Elias Canetti, La conciencia de las palabras, tr. de Juan José del Solar, Fondo de Cultura Económica, México, 1981, pp. 56-70.

Dramaturgo. Premio Nacional de Literatura Dramática 2013