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Alfred Stieglitz

Alfred Stieglitz ha sido uno de los grandes maestros de !a fotografía; un verdadero artista americano, cuya obra, iniciada en 1884, cubre y refleja un periodo de más de medio siglo. De entre todos los grandes fotógrafos, Stieglitz es uno de los más prolíficos. Pero su energía y su enorme perspicacia le condujeron, además, a abordar algunos de los problemas esenciales que los artistas americanos se veían forzados a encarar en aquel tiempo. Las actividades culturales a las que Stieglitz se entregó con la apasionada intensidad que le caracterizaba, contribuyeron decisivamente a ía solución de esos problemas, sin que, no obstante, su propio arte dejase de crecer en alcance y de hacerse cada vez más hondo.

Podemos considerar la obra fotográfica de Stieglitz Comprendida aproximadamente en cuatro periodos. En el primero se incluyen las fotografías que hizo siendo estudiante en Alemania. El segundo abarca el trabajo realizado en Nueva York, ya de vuelta en Estados Unidos, en torno a 1890; más los negativos obtenidos en sus frecuentes nuevas visitas a Europa y los realizados en la galería del 291 y en Lake George, hasta 1917. Luego vinieron unos años de una actividad fotográfica muy concentrada que, empezando en 1918, se prolongó hasta el final de los años veinte. Finalmente, en el último periodo se agrupan los trabajos de los últimos años, hasta que la enfermedad le impidió a Stieglitz seguir haciendo fotografía.

BUSCAR Y ENCONTRAR

Al observar las primeras copias de Stieglitz, hay algo que inmediatamente llama nuestra atención: su gran cariño, su simpatía por el mundo que le rodea, y que halla una expresión adecuada en la plasticidad y resplandor de las copias que realiza.

La calle de Venecia con el ígneo blanco del toldo triangular, por ejemplo, es una composición entrañable que logra a la perfección dirigir el interés del espectador hacia esa mujer sentada bajo las densas sombras del toldo. Ya aquí, en esta copia, hallamos esa escala enormemente sutil de valores intermedios entre el blanco y el negro, que se obtienen cuando se llevan hasta el límite las posibilidades de tensión del medio fotográfico, y que todavía habían de fascinar a Stieglitz y desafiarle durante muchos años. En otras fotografías, como Landscape (November Days, c. 1884), la carretera con tres líneas, cerca de Munich, en un día de noviembre, es completamente satisfactoria, no obstante su austera simplicidad. Y el retrato del muchacho veneciano (Venetian Boy, 1887), cuya ropa andrajosa subraya agudamente la finura de su cabeza, lo mismo que sus ojos profundos, de niño herido, es también una fotografía inolvidable.

Estas y otras obras del mismo periodo sientan ya la forma y el contenido del futuro desarrollo del artista: su amor a la naturaleza, a la gente corriente y al mundo que edifican en torno a sí, y también su amor a la fotografía.

Como Brady y Atget, cuya obra no llegó a conocer sino muchos años después, la de Stieglitz no muestra el más mínimo intento, ni el deseo siquiera, de dirigir la cámara fotográfica hacia un medio artístico totalmente diferente como es el pictórico. Al contrario, desde que comienza a conocer cada aspecto del proceso fotográfico, Stieglitz siempre los emplea de una manera directa, consciente. Esa capacidad selectiva de su visión que, antes de liberar el obturador, era capaz de descubrir un tema básico y subordinar a él todo lo demás que caía en el encuadre, está aquí transmutada en una suerte de imagen que sólo la lente puede obtener. Estas fotografías no necesitan comentarios adicionales; están ya íntegras y completas en los límites del vidrio esmerilado, antes de iniciarse la exposición.

En las copias de estos primeros negativos, encontramos asimismo una luminosidad y una belleza que contrasta fuertemente con el desprecio por esas mismas cualidades en el trabajo de tantos otros fotógrafos, incluso en nuestros días, que confían en exceso en el impacto que produeirá el tema elegido y su modo de tratarlo. Para Stieglitz, la obtención de copias era una de las fases más críticas y emocionantes del proceso creativo, que requería una gran dosis de concentración y no poca sensibilidad artística. El entendía la cualidad de la copia como un elemento integrante del sentido total de la fotografía. Esta suerte de cualidad es común a todas las artes, nada tiene que ver con preciosismo de ningún tipo. El equivalente de la cualidad fotográfica, a la que aquí me refiero, puede hallarse en la cualidad pictórica de un Renoir o en la riqueza de un mármol tocado por Miguel Ángel.

Este empleo integral del proceso fotográfico, haciendo uso de todos los elementos expresivos contenidos potencialmente en el medio, es aún más notable por venir de un joven de veinte años que, a diferencia de nosotros, no podía contar con ninguna tradición sobre la que construir o en la que confiar. Enviado por su padre a Alemania para estudiar Ingeniería electrónica, Stieglitz descubrió, en la universidad Politécnica de Berlín, un laboratorio fotográfico, del que era director el profesor Vogel -el mismo que luego descubriría la emulsión ortocromática-. En aquel laboratorio, el joven estudiante encontró una actividad que le cautivó por completo, hasta el punto de hacerle olvidar sus estudios. Tuvo ocasión de hacer experimentos con la cámara, y de desarrollar un aprendizaje técnico sistemático con lentes, placas y papeles de impresión. Stieglitz se planteó problemas como el de fotografiar una pieza de terciopelo negro contra una estatua de yeso, tratando de registrar sus diferentes cualidades. Y realizó una exposición durante veinticuatro horas en el interior de una bodega, para descubrir que podía hacer fotografía siempre que hubiera algo de luz, por poca que fuera.

Él mismo contaba una anécdota significativa referida a aquellos años, en que iba descubriendo por su cuenta el nuevo medio. El fervor y la apasionada intensidad con que experimentaba utilizando aquel proceso aún por desarrollar, no tardaron en llamar la atención de sus compañeros. Los estudiantes empezaron a hacerle preguntas y más tarde lo hizo también su instructor. Después muchos pintores se interesaron por lo que hacía, algunos de ellos famosos, que le dijeron: «Por supuesto, esto no es arte, pero sí que nos gustaría pintar como tú fotografías». A lo cual Stieglitz replicó: «No sé nada de arte; pero, por lo que sea, nunca he pretendido fotografiar como ustedes pintan».

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En esto radica la clave, el leitmotiv esencial de la obra de Stieglitz. Ya desde el principio, él aceptó la máquina, en la que encontraba algo que casi formaba parte de sí mismo, y se enamoró de ella.

Su experimentación con los límites de la fotografía, y su apasionada investigación para llevarlos más lejos, dominar y controlar este medio, fueron característicos de Stieglitz a lo largo de su carrera. En aquellos primeros años, le prepararon para realizar, con la pesada cámara de placas que se echaba ai hombro, numerosos temas -interiores, retratos, paisaje o temas de género- en variadas condiciones de luz. Y en cada ocasión, lograba aportar no sólo las habilidades de un cumplido artesano sino también, ya por entonces, la visión original de un artista.

Los primeros retratos de personas sencillas que Stieglitz realizó en sus viajes por Alemania o por Italia; el comentario que plasmó en su famoso «Rumbo»; las fotografías que de allí a poco haría en Nueva York, al regresar a su país, reflejan las ideas de la democracia estadounidense de que estaba imbuido. La evolución del conjunto de su obra desde estos orígenes nos da la imagen de la dirección y la calidad de su vida, pues revela una manera desinhibida de enfocar las personas y las cosas, y se corresponde con un intenso deseo de afirmar la belleza de las mismas. A medida que estos dos impulsos primigenios fueron evolucionando, afrontaron los impactos de la realidad sin resentimientos ni amargura, sin decepción, penetrando cada vez más en la realidad.

UNA TRADICIÓN ORIGINAL

Pese a sus numerosas y variadas fases, la historia de la fotografía es casi en su totalidad un cúmulo de incorrecciones y malentendidos, de tentativas inconscientes y de luchas llevadas a cabo por hombres y mujeres, pintores o no, que se sintieron fascinados por un mecanismo y unos materiales y que inconscientemente intentaron convertir en pintura, en atajo hacia un medio que gozaba de aceptación. No eran conscientes de tener entre manos un instrumento nuevo y peculiar nacido de la ciencia, un instrumento tan sensible y difícil de dominar como cualquier material plástico, pero que precisaba de la plena percepción de su técnica inherente y peculiar enfoque, antes de que fuese posible cualquier registro profundo.

En este sentido, la obra de Stieglitz iba a seguir una tradición puramente fotográfica, iniciada por Hill en Europa y por Brady en América, la cual, no obstante, para cuando Stieglitz estaba de regreso en Nueva York, vivía en el limbo de los objetos olvidados. En los últimos trabajos de Brady encontramos ya una cristalización muy evolucionada del principio fotográfico, la subyugación incondicional de una máquina al objetivo único de la expresión. Así, cabe considerar a Stieglitz como el ápice de una tradición americana iniciada algunos años antes por este fotógrafo y que, no habiendo conocido la influencia de las escuelas dé arte de París ni la de su diluida descendencia en el Nuevo Mundo, resurgió entre 1895 y 1910 en América con nuevo entusiasmo y energía. El principio fotográfico, apenas desarrollado durante sesenta años por los mencionados fotógrafos, encontró en esos años sus mayores logros en Estados Unidos.

Fue aquí donde un reducido grupo de hombres y mujeres empezaron a trabajar, instintivamente algunos y conscientemente otros pocos, pero sin apoyarse en fórmulas gráficas ni fotográficas previas y sin ideas preconcebidas acerca lo que debe o no debe ser el arte; esa inocencia, junto con sus objetivos honestos y sinceros, se transformaron al fin en una gran fuerza: todo lo que pretendían lograr, habían de desarrollarlo a través de sus propios experimentos, hacerlo nacer de la vida real.

Fue así también como surgieron en América los creadores de los rascacielos, que afrontaban un trabajo para el que no había precedentes; de esa manera, gracias a la necesidad de hacer evolucionar la construcción urbana, vio la luz esta nueva expresión arquitectónica. Lo mismo ocurrió con la fotografía, y es notable observar cómo la tremenda energía y fuerza potencial de Nueva York quedaron perfectamente reflejadas en las primeras fotografías directas qiie Stieglitz hizo de esa ciudad.

REVELACIÓN DE NUEVA YORK

El camino que, desde 1890 y de regreso ya de Alemania, el joven Stieglitz iba a emprender, reveló enseguida sus enormes dificultades. Años más tarde, Stieglitz recordaría ese periodo de su vida como uno de los más solitarios en su biografía. Porque apenas existía por entonces en América interés por la fotografía, que no fuera el lucrativo de los estudios comerciales. En un sentido más amplio, además, la cultura americana había quedado sepultada bajo el asombroso desarrollo de la industria. Withman, Thoreau, Emerson y Melville se habían ido; pintores como Ryder y Eakins vivían en el anonimato. América comenzaba a ser un país sólo para hacer negocios, y Nueva York era su corazón.

Pero no obstante sentirse tan aislado, Stieglitz no rechazó el mundo unidimensional en el que le había tocado vivir, ni trató de huir de él, al contrario: tuvo el coraje de empezar a explorarlo, tratando de encontrar la humanidad que subyacía en él, y de descubrir los medios para que otras voces, distintas de las del mercado, llegaran a hacerse oír.

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Con objeto de tener mayor movilidad, Stieglitz adquirió una de las entonces novedosas cámaras róflex de mano de 4 por 5 pulgadas. Gracias a ella, se convirtió en uno de los primeros fotógrafos en utilizar creativamente las «instantáneas». Con ello introducía un nuevo elemento en su trabajo: la composición de un momento concreto y preciso, en que hombres y objetos están en movimiento. Esto fue ni más ni menos que eí comienzo de lo que luego ha sido llamado e! «movimiento documentalista», en el cual todo el proceso del acto de observación visual de los fotógrafos se condensa y acelera.

Las primeras fotografías de Nueva York, realizadas en aquella época, son notables por la unidad de sus elementos compositivos. La imagen de los sudorosos caballos de tiro del tranvía junto a las cornisas de las ventanas de la estación, cubiertas una tras otra de nieve, y algunas figuras humanas, aquí y allá (The Terminal, 1892); o la multitud en Five Points Square; o el tranvía de la Quinta Avenida, abriéndose camino a través de la tormenta de nieve (Winter, The Fifth Avenue, 1893): todas estas fotografías y algunas más de esa época son tan perfectas como pudieran serlo las de cualquier fotógrafo europeo.

También en ellas se refleja la misma cariñosa atención por las cosas humanas más simples: la ciudad bajo la lluvia, con nieve; la primavera; el día y la noche. Ahí está esa fotografía del barrendero, puesto con delicadeza en fuerte contraste con la colosal altura del Flatiron Building y junto a él, un frágil arbolito alzándose desde el reducido espacio que, en el cemento de la ciudad, le ha sido reservado (Spring Showers, Nueva York, 1902). Y las fotografías nocturnas, como la de ley Night (Nueva York, 1898), que fueron los primeros logros creativos de la historia de la fotografía nocturna, y de las que resultaron unas incursiones aún más ricas y líricas en la turbulenta vida de la ciudad.

LIDERÀZGO ARTÍSTICO

Junto al comienzo de su actividad artística, Stieglitz decidió abordar otros problemas de su época, referentes al trabajo de los artistas. El primero y fundamental de ellos era salvar la distancia que separaba a los artistas del público, hasta reunirlos. Stieglitz se propuso que no solamente su trabajo sino también el del resto de sus colegas llegara al gran público. A ello le movía no la vanidad, sino una honda comprensión de que ese alimento mental y espiritual que llamamos «arte», venía a satisfacer una importante necesidad social.

En la América de su tiempo, esto significaba luchar para que la fotografía encontrara su puesto como un nuevo medio de expresión, y para que los fotógrafos pudieran exhibir sus obras en los lugares reservados a las manifestaciones artísticas aceptadas y respetadas tradicionalmente por el público, como la pintura o la escultura. Todas las luchas de Stieglitz se atenían a estos tres principios, que para él fueron irrenunciables: que la sociedad tiene necesidad de artistas; que América necesitaba apoyar a sus propios artistas, para que éstos pudieran existir y evolucionar; y, finalmente, que todos los artistas tienen derecho a buscar en su trabajo contenidos y formas nuevas, y a ser escuchados.

Stieglitz dio su batalla por estos tres principios hasta el final de sus días, cuando tenía 82 años. La primera de sus iniciativas fue de 1900, y consistió en reunir en torno a sí a otros fotógrafos, primero en el Cantara Club y más tarde en la Photo-Secession Gallery. A este grupo se incorporaron Edward Steichen, Clarence White, Gertrude Kasebier, Frank Eugene y Alvin Langdon Coburn, entre otros; y fue el primero que, bajo la dirección de Stieglitz, abrió las puertas de los museos, tanto aquí como en Europa, a la fotografía americana.

Fueron también ellos quienes, en la pequeña galería de arte, que luego llegaría a ser conocida y famosa como «la 291», mostraron en América, por primera vez, la fotografía europea: las obras de los ingleses D. O. Hill, de Craig Annan, de Julia Margaret Cameron y de Frederick Evans; la de los franceses Puyo y Demachy; la de los pictorialistas alemanes Watzek, Hennebrug y los Hofmeisters, etc.

También hasta aquellas dos habitaciones pequeñas y sencillas en pleno centro de Nueva York -la referida galería del 291-, quiso Stieglitz que llegara por primera vez a América el arte de la vanguardia europea: Cézanne, Braque, Picasso, Brancusi, etc. Es interesante dejar constancia de esto, que la pintura impresionista llegó a América, a partir de 1910, a través de los fotógrafos (y en particular, por mediación de Steichen).

Stieglitz estaba muy contento de poder exhibir esa pintura en la galería que dirigía, porque, en su opinión, la vanguardia pictórica se encontraba tan pisoteada como la fotografía. Ésta era rechazada, ridiculizada y atacada por parte sobre todo de los pintores académicos, que veían en la cámara fotográfica una amenaza a su medio tradicional de vida. Y algo similar ocurría también con el cubismo y la abstracción europeas. Se trataba de una pintura y de una escultura que, en América, confundía a mucha gente; eran muchos quienes veían en ella un «insulto a la inteligencia». Entre el público que asistía a las exposiciones de «la 291», hubo quienes comentaron que pintores como ésos deberían estar encerrados en un manicomio o ser castigados, o que la realización de cosas del género de lo allí expuesto debería ser simplemente prohibida.

Tanto la fotografía como las manifestaciones artísticas de la vanguardia compartían, pues, el ser habitualmente despreciadas y rechazadas. «La 291» se convirtió en un laboratorio donde se examinaba y dilucidaba esta íntima relación, tratando de averiguar qué significaban la una para la otra. Los experimentos de los fotógrafos y de los pintores que allí se daban cita nacían del interés cognoscitivo, por así decir, del intento de descubrir el sentido que contenían las obras mismas. No había cuadros a la venta, ni propaganda sensacionalista, ni lista de clientes, ni campañas publicitarias. Quizá por primera vez en la historia del arte se hizo un esfuerzo consciente por calibrar los valores estéticos de manera impersonal, es decir, en función de las reacciones espontáneas, hostiles tanto como amistosas, que producía en gente de todo pelaje el material exhibido en aquel pequeño laboratorio.

Por lo que se refiere a la pintura, Stieglitz luchó hasta conseguir el reconocimiento de la abstracción, es decir, de lo que era en realidad la antifotografía. El empleo de pintura y lienzo, junto a un método abstracto de aplicar colores, formas y líneas, liberaba a ese arte de todo elemento literario y ajeno a su propia naturaleza expresiva, y se aproximaba al conocimiento de loque son las cualidades intrínsecas y los instrumentos expresivos peculiares de todo medio plástico. La pintura de vanguardia se proponía explorar los pensamientos, ideas y sentimientos operantes en el mundo contemporáneo. Aquellos cuadros, que entonces parecían no tener valor comercial y, por ende, nó encontraban eco en América -los estadounidenses no habían tenido otra ocasión de contemplar aquellas pinturas-, eran mostrados por Stieglitz con respeto, sensibilidad e inteligencia. La enseñanza era clara: lo mismo que Picasso y otros pintores luchaban por su derecho a investigar y experimentar con los fundamentos mismos de lo que era o dejaba de ser un cuadro, así el fotógrafo había de combatir también por su derecho a que su trabajo fuera considerado el de artista.

Su lucha por la fotografía era consecuente en este punto con su apoyo a jóvenes pintores americanos como John Marin, Marsden Hertley, Georgia O’Keeffe, Max Weber, Abraham Walkowitz, Gaston Lachaise y Arthur Dove, entre otros; así como su impulso a mi trabajo fotográfico, y ál de Ansel Adams y al de Elliot Porter, en años posteriores.

Stieglitz atendía personalmente a los numerosos visitantes que acudían a la galería, y en sus conversaciones con ellos, trataba de despertar la conciencia de su responsabilidad para apoyar los trabajos de los jóvenes artistas americanos, que debían ser considerados saludables, valiosos para la propia sociedad.

CAMERA WORK

Fue también en esa época, desde 1903, ,cuando Stieglitz comenzó a publicar la revista Camera Work. Se trata del más completo y hermoso registro del desarrollo de la fotografía hasta 1917, sin parangón en la historia del arte. Stieglitz consagró años de cariño, entusiasmo y arduo trabajo para editar esa revista, cuyos números se pudrían en sus manos y suponían para él una carga constante, tanto física como económica. Es un milagro que no acabase destruyendo todos los ejemplares. Pero no lo hizo, sino que siguió atesorándolos y gracias a su esfuerzo, la evolución de la fotografía ha quedado documentada de la manera más hermosa y completa.

Lo mismo puede decirse de la colección de instantáneas, casi todas ellas compradas por Stieglitz, única en su genero y que comprende de manera casi completa la historia de la fotografía. Sin esos arduos logros de Stieglitz sería más que dudoso que el Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York, lo mismo que luego otros museos americanos, hubiesen empezado pocos años después, incluso en la modesta escala en que lo hicieron inicialmente, las colecciones de fotografías por adquisición y, en gran medida, mediante la exhibición de las obra de artistas vivos, de manera completa y adecuada.

A pesar de verse forzado a consagrar gran parte de su tiempo a la atención de todas estas cargas que asumía voluntariamente, y gracias a las cuales la obra de los artistas más jóvenes empezaba a llegar al público, Stieglitz no quiso abandonar su propia obra creativa.

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En uno de sus viajes de vuelta a Europa, por ejemplo, en 1907, obtuvo la famosa fotografía del Steerage, en la que la blanca y refulgente pasarela de embarque divide por medio la imagen -un hecho a la vez que símbolo de la separación de aquellos que podían viajar a América en la limpia atmósfera de la cubierta superior, y los que tenían que viajar en la oscuridad de la bodega-. Otras fotografías de esa época, como la del trasatlántico Mauritania (1910) pasando por delante de los pilares blancos del embarcadero; o los rascacielos neoyorquinos asomando sombríamente por detrás de la luminosa corriente del río (City of Ambition, 1910); o la del ferry cargado de gente a punto de desembarcar (The Ferry Boat, 1910), merecerían un comentario más por su drama que por su lirismo.

El final de esa etapa coincide con la entrada de América en la guerra europea de 1917. La conflagración mundial fue una gran fuerza centrípeta que diseminó a la gente en múltiples direcciones, como hojas arrastradas por el viento. Stieglitz, que entonces tenía 53 años, descargado de los trabajos en «la 291» que él mismo se había impuesto, inició un periodo de intensa experimentación fotográfica.

GRANDES RETRATOS INDIVIDUALES

Desde la época de «la 291» hasta su muerte, ocurrida en julio de 1946, Stieglitz tuvo siempre abiertas a todo el mundo las puertas de su casa, lo mismo en Nueva York como, durante el verano, en su residencia de campo en las colinas del lago George. Y de esa manera llegaron también los temas a su cámara.

Volviendo a un formato mayor, de 8 por 10 pulgadas, Stieglitz comenzó el que llegaría a ser el grupo de retratos psicológicos más maravilloso de la fotografía moderna. La fotografía de su madre (Ma., 1914); de su hija Catherine (Katherine Stieglitz, 1915); la de los jóvenes artistas Marin, Hartley (Mardsen Hartley, 1915) o Walkowitz (Abraham Walkowitz, Lake George, c. 1915); o la del dibujante De Zayas, la de Hodge y la del joven de color encargado del montacargas de la galería (Hodge Krinon, 1917): estas fotografías y algunas otras reflejan una sorprendente capacidad de observar el interior de los caracteres -una capacidad que, con el tiempo, se haría aún más penetrante en él-. El empleo del fondo como un elemento formal, relacionado con la interpretación de la persona retratada, empezó también a aparecer entonces en sus obras. Muchos de esos retratos están imbuidos de una suerte de novel expectativa ante la vida, pero en el caso de algunos de ellos, se trataba solamente de un momento de calma antes de la tormenta.

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En esa época, el papel de platino que Stieglitz había empleado durante muchísimos años empezó a no prodúcirse, y tuvo que recurrir al papel de paladio sepia, para sustituirlo. Se trataba de un material notoriamente inferior, excesivamente cálido para los colores y, lo peor de todo, de fácil solarización en las sombras. El empleo de hielo en el líquido de revelar le ayudó a resolver el problema del color. Y luego, en la impresión de determinados negativos, pero sin permitirse hacer de ello un truco o un recurso manierista, Stieglitz empleó deliberadamente esa solarización para subrayar los elementos lineales de la composición, como en la hermosa Hands with Thimble. Se trata de un magnífico ejemplo del uso creativo que Stieglitz hacía de los materiales y de la importancia que le atribuía en la obtención de las copias.

RETRATO-REPORTAJE

También desde finales de los años diez y durante la década de los veinte, Stieglitz realizó los cien o ciento y pico retratos de su mujer, la pintora Georgia O’Keefe. Esta serie extraordinaria condujo a la fotografía a la nueva idea de que el retrato de una persona puede realizarse por medio de muchas fotografías que, sumadas, expresan la síntesis de una personalidad, tal y como ésta se revela en un número variadísimo de instantes.

Siguiendo con la misma cámara de gran formato, y usando sólo luz solar y prolongadas exposiciones, esta serie correlativa de copias representa una culminación de la ciencia y la experiencia de Stieglitz. A las posibilidades de expresión plástica meditante la máquina fotográfica, Stieglitz añadía ahora la posibilidad de expresar tiempos diferenciados. Había hecho manifiesta la capacidad que la cámara tiene de conservar de manera extraordinaria y única cada instante. Supongamos que un momento particular adquiere vida para el fotógrafo porque guarda una cierta relación significativa con otros momentos de su experiencia: si él sabe dar forma a esa relatividad, podrá conseguir con una máquina aquello que el cerebro y la mano no pueden lograr a través de la memoria.

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Desde este punto de vista, el concepto del retrato total adquirió un nuevo sentido, el de dejar constancia de los innumerables estados anímicos, elusivos y continuamente cambiantes que se manifiestan físicamente en el retratado. Esto es aplicable a cualquier objeto, también al ser humano. Con la mirada de la máquina, Stieglitz demostró justamente eso, que el retrato de un individuo constituye la suma de un centenar de fotografías o más. Había mirado con tres ojos y había logrado conservar -con medios puramente fotográficos: llenando el espacio y utilizando la tonalidad y la tactilidad, la línea y la forma- ese instante en que las fuerzas que se manifiestan en una persona resultan más intensas, tanto física como objetivamente. Al revelar así el espíritu del individuo, documentaba su mundo tal y como existe; y en este sentido, la pintura retratística, entonces ya de hecho casi un cadáver, se revelaba como algo absurdo.

También en esos años llegaron esos desnudos en los que, al menos para mí, el tema era llevado por primera vez en la historia de la fotografía más allá de la belleza literal, hasta alcanzar otra de carácter impersonal, abstracta. De nuevo uno piensa en Renoir, no porque las fotografías de Stieglitz tengan ningún parecido con los lienzos del pintor, sino porque también el fotógrafo ha expresado con justeza el maravilloso encanto de la carne y la nobleza contenida en las formas del cuerpo humano.

Al mismo tiempo que este admirable logro, Stieglitz quiso continuar la serie de los retratos en las fotografías de los artistas e intelectuales que se acercaban a él durante el periodo de entreguerras. Pero llegados a este punto de su biografía, tengo la impresión de que algo de aquella inequívoca afirmación de los comienzos se iba a esfumar. De modo distinto a como ocurre en los retratos de Hill y en los de Brady, en los cuales las personas son observadas en los momentos de su mayor fuerza y dignidad, los nuevos retratos de Stieglitz analizaban la complejidad de los caracteres; se detenían, por así decir, en los conflictos interiores de las diferentes personalidades, en sus debilidades lo mismo que en sus fortalezas. Todo lo realizaba Stieglitz con consumada maestría, desde luego. Compasión y comprensión sólo raramente se hallaban por completo ausentes en sus retratos. Todos contienen en sí los elementos de la verdad y, sin embargo, muchos de ellos provocan tal inquietud que a uno le gustaría abandonar su presencia para encontrarse de nuevo, como en el caso de las cabezas de John Marin, con esos aspectos positivos de la energía y de la totalidad humanas, que nunca en ninguna época han desaparecido de la sociedad.

La dirección de su vida seguía siendo inequívocamente la misma, pero la afirmación se ahondaba, fortaleciéndose con una inteligencia crítica y, más concretamente, autocrítica, que no reconocía ya ni bellezas ni fealdades, porque había comprendido las fuerzas cruciales que generan tales conceptos. Stieglitz apartó así la «mirada mecánica» de la cámara del ámbito de los objetos que.la gente hace o construye, para orientarla directamente a lo que la gente es. A través de la composición fotográfica de líneas, forma y valores tonales, Stieglitz buscaba trascender la mera creación de imágenes, yendo más allá de cualquier gesto vacuo de su propia personalidad, que pudiera realizarse a expensas del objeto o la persona que tenía delante. Examinó nuestro mundo de impulsos e inhibiciones, de aperturas o repliegues, dejándose llevar por un espíritu de búsqueda desinteresada. Las fotografías de objetos y personas, de formas de sol y nubes, pasaron a ser equivalentes de una pesquisaprofundamente crítica pero positiva acerca de la vida contemporánea. Son el objetivo, no las bellas conclusiones de esa pesquisa que emprendió, movido por un amor anhelante. En cualquier caso, le dio a la retratística una nueva significación, la de ser un intento deliberado de reseñar las fuerzas que conforman una persona y cuya suma documenta, por tanto, el mundo.de esa persona. Los asombrosos retratos de Stieglitz, tanto si objetivan fuerzas o manos, un torno de mujer o el torso de un árbol, sugieren el comienzo de una penetración del espíritu científico en las artes plásticas.

LA ÚLTIMA ETAPA

Como he mencionado antes, todo el mundo podía acercarse a dondequiera que estuviera Stieglitz, pero pienso que, en estos últimos años, él era algo más reservado en algunos aspectos. Llegaron hasta donde él estaba determinados tipos de gente, con frecuencia prsonajes muy notables, que representaban diversas tendencias de la cultura americana. Sin duda, un hombre capaz de encontrar y explorar la vida en su propio jardín, como lo hacía Stieglitz, llega a calar mucho más hondo que quien viaja constantemente de un lugar a otro. No obstante, siempre hay un límite en aquello que un área relativamente pequeña del mundo puede contener. Conmociones tan violentas como la Gran Depresión y todas sus consecuencias para la sociedad, que produjo en fotografía el movimiento documentalista; o la crisis del surgimiento en el mundo delfascismo, estos y otros sucesos en América no hicieron grandes destrozos en la filosofía o en el modo de vida de Stieglitz.

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Creo que la última etapa en su trabajo refleja estas virtudes y limitaciones. Aquí nos encontramos con la gran serie de fotografías del! cielo, que él llamaba «Equivalencias», y que había empezado ya en los años veinte; más los paisajes alrededor del lago George -los árboles, la casa y el granero que le habían acompañado en lo alto de la colina durante tantos años-, y por último, el grupo de las fotografías de Nueva York, tal y comoél la veía cambiar durante el día y por la noche, desde la galería acristalada del American Place. Una cámara Gráflex de 4 por 5 pulgadas y la panorámica Eastmann de 8 x 10, fueron hasta el final las dos únicas máquinas que empleó.

Con la gradual desaparición en el mercado tanto del papel de platino como el de paladio, Stieglitz tuvo que conformarse con lo que quedaba, que era el papel comercial de cloruro de plata. También aquí el maestro artesano supo superar los límites ordinarios del material, extrayendo de papeles como el Azo o el Velox una escala de valores y una riqueza dimensional que raramente se encuentra en los fotógrafos contemporáneos. Y una vez más, la permanente necesidad de contar con impresiones dé calidad, que se había hecho presente a lo largo de su carrera, halló una triunfal satisfacción.

¿A qué se refería Stiegliz cuando llamaba «Equivalencias» a sus numerosas fotografías de cielo, formas de nubes y sol, en vez de llamarlas simplemente «imágenes de nubes»? Se refería a que, con esas relaciones abstractas entre formas, tonos y líneas, cogidas en un momento particular y retenidas, expresaba él determinadas equivalencias con relaciones y sentimientos humanos. Sin duda, esas copias abarcaban una amplia escala de experiencias emocionales. Contenían sentimientos de magnanimidad, de conflicto, de lucha o de alivio, de éxtasis o de desesperación, de vida o de oscurecimiento de la vida. No cabe duda tampoco acerca del valor extraordinario que él mismo atribuyó a esta parte de su trabajo. Hablando en cierta ocasión de ella, dijo que como le habían acusado de haber aceptado temas bastante insólitos frente a la cámara, o incluso de haber sometido a hipnosis a los individuos a los que se disponía a retratar, se había vuelto hacia un elemento no manipulable y tan libre para todo el mundo, como lo es el cielo, con objeto de mostrar que el tema, tratándose de la fotografía, no era lo importante.

Es cierto que no es sólo el tema elegido lo que importa en fotografía, sino el significado que él artista ve en él, y que sabe exaltar. Esta es la quintaesencia de la obra de arte. Sin embargo, tengo la impresión de que, en la larga tradición de las artes, el tema ha jugado un papel fundamental. Y, en esencia, podemos considerar que ese tema ha sido la materialidad del mundo, la realidad más próxima a los corazones y a la mente de los seres humanos: la gente y su relación con el mundo en el que vive; sus esfuerzos por descubrirlo, comprenderlo y transformarlo, han sido siempre el tema fundamental del arte.

Son muy hermosas, sin duda, esas fotografías del cielo realizadas por Stieglitz. Sin embargo, como todo arte abstracto, su intensidad es perceptible en un nivel muy personal; su significado nunca es del todo específico. Y la misma lejanía del cielo real parece haber sido transportada al interior de esa serie fotográfica. Al contemplarla, uno comienza a desear algo más íntimo y tangible, como los objetos simples y humildes de nuestra tierra -un guijarro, una hoja de hierba, una casa-.

Esto es lo que sí encontramos en los últimos paisajes realizados en el lago George: junto a la puerta de la cocina, en series tan sombrías pero de belleza tan auténtica como la de los álamos moribundos; o en las magníficas copias de árboles y hierba cubiertos por gotas de lluvia, que asemejan lágrimas. Hay como una sombra de muerte que vela esas fotografías, un sentimiento de memorial que las impregna. No, estoy seguro, uno referido a la muerte del artista, sino más bien a un abrumador sentido de un mundo que parece triste e inhumano, ligado a la destrucción de tantas cosas que habían preocupado a Stieglitz, en las que había confiado y por las que había luchado desde su juventud.

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Así, en el último grupo de brillantes imágenes de Nueva York, la ciudad no revela ya el cariño con el que una vez el fotógrafo se acercó a ella. Desde luego, los fabulosos rascacielos son más hermosos y más misteriosos que nunca, cuando uno observa los recovecos que hay debajo de ellos o los deja atrás para observar el río y las colinas de Jersey, al fondo. Pero también hay algo quebradizo en los blancos lustrosos, algo siniestro en las profundas sombras y en las luminosas manchas de las ventanas iluminadas, en la noche. La ciudad es impersonal y eclipsante, y ha hurtado a nuestra visión todo rastro de seres humanos.

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El conjunto de la obra de Alfred Stieglitz, que abarca un periodo de casi cincuenta años de experimentos creativos, proyecta un análisis completo y una síntesis de esa máquina que es la cámara. Utilizando los métodos y materiales que pertenecen exclusivamente a la fotografía, Stieglitz demostró sin lugar a dudas que, cuando esa máquina -la cámara- es guiada por un artista de gran sensibilidad y honda percepción, es capaz de producir y plasmar el perfecto equivalente de un pensamiento y un sentido unitarios. Esa unidad podría calificarse de visión de la vida, de las fuerzas que cobran forma en la vida. El conjunto de su trabajo constituye, por tanto, una obra monumental.

Sin embargo, él no calificaba de «arte» su obra; antes bien, sostenía que se trataba simplemente de fotografía. Dilucidar si la fotografía es o no arte, parece una cuestión académica, que cabe dejarse al arbitrio de aquellos a quienes preocupa especialmente el que algo sea arte o no. En todo caso, no hay más que acudir al museo de Boston o al Metropolitan para, contemplando los escasos pero estupendos ejemplos de la obra de Stieglitz que allí se guardan, sentirnos agradecidos de que la vida haya sido enriquecida con una nueva belleza, gracias a un legado que debe ser conservado para las generaciones venideras.

Ha sido la visión de este artista, de este intuitivo buscador de conocimiento, la que, en este mundo moderno, se ha adueñado del mecanismo y los materiales de una máquina y ha señalado el camino a seguir. Stieglitz es quien vuelve a insistir, a través de la ciencia de la óptica y de la química de la luz, los metales y el papel, en el valor eterno del concepto de artesanía, por ser el único camino que lograba satisfacerle y porque sabía que esa calidad de la obra es condición previa para la calidad de la vida. Mediante un control creativo consciente de esta fase concreta de la máquina, Stieglitz elaboró un nuevo método para percibir la vida de la objetividad y dejar constancia de ella.

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El fotógrafo se ha unido así a las filas de cuantos buscan verdaderamente el conocimiento, ya sea éste intuitivo y estético, o conceptual y científico. Es más, al establecer su propio control espiritual sobre la cámara, Stieglitz puso de manifiesto que la muralla de antagonismo, que estos dos grupos han interpuesto entre sí, es destructiva y totalmente ficticia. En este sentido, se puede decir que Stieglitz ha ido mucho más lejos que D. O. Hill. Su obra tiene un alcance mucho más amplio, más consciente, resultado de muchos más años de experimentación intensiva.

Y aparte de lo que sus fotografías ofrecen por sí solas, es posible también entenderlas como símbolos de la máquina utilizada no para explotar y degradar a los seres humanos, sino como un instrumento para devolverle a la vida algo que hace madurar la mente y refresca el espíritu. Profetizan, quizá, y hacen concebir esperanzas sobre un nuevo mundo, humanamente hablando, que no sea un paraíso idílico y absurdo, como pretendían los pictorialistas, sino un lugar en el que la gente haya aprendido a utilizar las máquinas con una actitud distinta hacia ellas y hacia sí misma. En ese mundo, la máquina ocupará un lugar no sólo como valiosísima herramienta de liberación económica sino también como nuevo medio para conseguir un enriquecimiento intelectual y espiritual.

Estas notas han sido elaboradas a partir de diversas observaciones de Paul Strand sobre Alfred Stieglitz, aparecidas en The British Journal of Photography 05.10.1923, pp. 614-615; Minicam Photography n.° 8 (V/1945), pp. 42-47; New Masses n. 60 (06.08.1945), pp. 6-7; Popular Photography n.° 21 (VII/1947), pp. 62, 88, 90, 92, 94, 96, 98. Se han incluido también algunas observaciones ya publicadas en el ensayo de Paul Strand, «Historia del arte fotográfico», publicado en Nueva Revista en los números 66 y 67 (diciembre 1999; enero-febrero, 2000).
Edición y traducción al castellano: © 2004, Rafael Llano.
De todas las fotografías insertas en este ensayo, por mediación de la Fundación Pedro Barrié de la Maza: © George Eastman House Museum (New York).

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