Como he dicho alguna vez en el seno del Tribunal, me hubiera gustado que nuestras deliberaciones fueran públicas e incluso radiadas y televisadas no sólo para que el pueblo español contemplara el rigor con que se debaten los asuntos a nuestro cargo, sino también para evitar simplificaciones y, por tanto, tergiversaciones siempre arriesgadas a la hora de contar cuanto se habla entre nosotros. Ya que lo son a puerta cerrada o inadvertidamente entornada al menos, me complace esta oportunidad que la Ley me brinda de hacer pública mi opinión en este caso, para una mayor transparencia institucional y biográfica. No me agrada verme obligado a discrepar de colegas tan cualificados, ni menos aun tener que dirigir a esta opinión mayoritaria, convertida en Sentencia, reproches muy severos que a veces pueden parecer duros y otras serlo, sin hacerlos extensivos nunca, dicho sea de paso, a las personas. Aquí y ahora me moveré en el terreno de los conceptos y no de los hombres, aunque yo prefiera habitualmente la situación inversa. Por otra parte, escasa atención ha de merecer por su inocuidad el parecer aislado de uno de los doce magistrados. Lo que importa ahora para la vida es la Sentencia «que manda y hace Derecho» en palabras de Las Partidas. Esto que escribo no es sino un soliloquio testimonial.
Dicho lo cual, he de advertir que no quiero ser farragoso sino claro y por tanto breve. Esta mi opinión disidente no va dirigida (sólo) a los juristas o jurisperitos sino a la gente, lega en Derecho pero con buen sentido, el sano sentido común, que también hace muchas veces buen Derecho y por ello administraré con cicatería las citas jurisprudenciales para hacer asequibles las «ideas fuerza» a cualquier ciudadano que se tome el trabajo de leerme. Por otra parte, voy a desbrozar el camino de toda digresión extrajurídica, aunque en algún aspecto pueda formar parte de la «tercera premisa» a la que se refería Félix Frankfurter, un gran magistrado del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Ni entro ni salgo aquí y ahora en la oportunidad «política» o el oportunismo, la incidencia positiva, o no, en el acontecer de cada día, ni en eventuales crisis institucionales. Me importa en este momento, y mucho, como hombre que viste la toga de juez desde hace medio siglo y como magistrado hoy del Tribunal Constitucional que lo fue otrora del Supremo durante veinticinco años, ahondar hasta la enjundia jurídica en su dimensión más trascendente, la constitucional. Desde tal perspectiva me duele haber llegado a la convicción de que la Sentencia de la cual disiento es un claro error jurídico.
Antes de seguir no quiero ocultar que su solución última, sin compartirla, como refleja este voto particular discrepante que estoy escribiendo ahora, no me preocupa tanto como me preocuparan otras. En efecto, aquí, en el enjuiciamiento de la constitucionalidad del Código penal, el Tribunal Constitucional se mueve en su propio terreno sin invadir los ajenos ni usurpar atribuciones que la Constitución no le confía, como hubiera ocurrido en las hipótesis, baraj adas por la prensa y aireadas en la radio o la televisión, por ser motivos conocidos para fundar los recursos de amparo, que se hubiera enmendado la plana al Tribunal Supremo en sus funciones privativas de interpretar la ley o de valorar la prueba sin detectar —porque no la hay— sombra alguna de error patente, arbitrariedad o argumentación no razonable. Me complace que en nuestra Sentencia se reconozca paladinamente que la del Tribunal Supremo no se ha salido ni un ápice del ámbito donde constitucionalmente ha de ejercerse la potestad de juzgar, aplicando como no podía hacer otra cosa una ley, la pertinente al caso, el art. 174 bis b) del Código Penal que ahora sin embargo —según la mayoría de mis colegas— contradice la Constitución en uno de sus aspectos.
Pues bien, dos advertencias conviene poner en el umbral del razonamiento. Una, que el principio de proporcionalidad no figura por su nombre en la Constitución. Dos, que es ésta la primera vez que el Tribunal Constitucional declara la inconstitucionalidad de un precepto penal por considerar desproporcionada la sanción prevista, juicio de proporcionalidad que había siempre rehusado a pesar de habérselo propuesto muchas veces y algunas con una desmesura más ostensible, como luego se verá. La técnica, por otra parte, que utiliza la Sentencia no es convincente y carece de rigor como tal análisis jurisprudencial. Así, de unas cuantas Sentencias anteriores que se negaron a juzgar la desproporción de las penas, lo repito (no «precedentes» por tanto) se espigan los obiter dicta, las generalizaciones o reflexiones a mayor abundamiento, ocurrencias en la terminología orteguiana, que no se utilizaron como ratio decidendi, para construir con ellas una sedicente «doctrina» que sirva de respaldo a una decisión nueva de un caso nuevo, olvidando que en la disección de la jurisprudencia caso a caso hay que atender tan solo al supuesto de hecho y a la decisión judicial, cuya relación de causalidad es su fundamento y no otro. Veamos, pues, cuáles han sido las respuestas de este Tribunal Constitucional a lo largo de sus casi veinte años de existencia, todas ellas pronunciadas en otras tantas cuestiones de inconstitucionalidad, al hilo del caso concreto.
Una primera STC 53/1994 no reputó desmesurado que para tres vecinos de los partidos judiciales de Burgo de Osma y La Palma del Condado, se pidieran más de dos años por pescar cangrejos en tiempo de veda. Era, eso sí, la cuarta infracción que cometían de la Ley de Pesca Fluvial (20 de febrero de 1942, art. 60) donde se criminaliza tal reincidencia, imponiéndole la pena de presidio, luego prisión menor, o sea, entre 6 meses y un día y 6 años con la inhabilitación para obtener licencia de 1 a 5 años. Pero hay más. Otra, la STC 55/1996, dio por buena las penas de prisión menor en sus grados medio o máximo (desde 2 años, 4 meses y 1 día a 6 años) junto a la inhabilitación absoluta, previstas para castigar la negativa a cumplir la prestación social sustitutoria por un objetor de conciencia (L.0.8/1984, art. 2S). Una tercera, la STC 160/1997, no vio tampoco desmesura alguna en la pena de prisión entre seis meses y un año señalada para el hecho de negarse a realizar la prueba de impregnación alcohólica, por equivalencia de esta actitud con la desobediencia grave a la autoridad, con la circunstancia añadida de que el delito «principal», conducir en estado de intoxicación etílica, estaba sancionado con menos severidad (arts. 379, 380 y 556 C.P.; L.0.10/1995), Sentencia esta a la que dos de los magistrados formulamos voto particular por razones que no hacen al caso. En definitiva estos tres precedentes son negativos y coinciden en no entrar al capote, dejando al legislador una libertad de opción y un margen para actuar cuyo único límite sería la arbitrariedad. Se me dirá que siempre hay una primera vez y es fácil contestar que no parece esta la más indicada desde cualquiera de las perspectivas —exclusivamente constitucionales— del caso. La libertad que se le ha respetado al legislador para luchar contra esas modalidades de la delincuencia con menor peligro social y ninguno individual, se le niega aquí y ahora para afrontar dentro de la ley, y nunca fuera de ella, el fenó-meno del terrorismo. No deja de ser sorprendente por paradójico.
La ratio decidendi de estas tres negativas a utilizar el principio de proporcionalidad, no explícito en la Constitución, para enjuiciar el ejercicio de la potestad legislativa no se transcribe íntegramente en la Sentencia de la cual muestro mi discrepancia aquí, aun cuando se citen fragmentos y en cambio se apoye, como antes dije, con razonamientos en tiempos condicionales o subjuntivos, también troceados, para el hipotético casolímite de que en alguna ocasión pudiera hacerse otra cosa, en suma como válvula de seguridad para un «por si acaso». El párrafo en cuestión, que no tiene desperdicio, dice así:
Cualquier tacha de desproporción en esta sede y, en general, en un juicio de inconstitucionalidad «debe partir inexcusablemente del recuerdo de la potestad exclusiva del legislador para configurar los bienes penalmente protegidos, los comportamientos penalmente reprensibles, el tipo y la cuantía de las sanciones penales y la proporción entre las conductas que pretende evitar y las penas con las que intenta conseguirlo». En el ejercicio de dicha potestad «el legislador goza, dentro de los límites establecidos en la Constitución, de un amplio margen de libertad que deriva de su posición constitucional y, en última instancia, de su especí-fica legitimidad democrática […]. De ahí que, en concreto, la relación de proporción que deba guardar un comportamiento penalmente típico con la sanción que se le asigna será el fruto de un complejo juicio de oportunidad» que no supone una mera ejecución o aplicación de la Constitución, y para el que «ha de atender no sólo al fin esencial y directo de protección al que responde la norma, sino también a otros fines legítimos que puede perseguir con la pena y a las diversas formas en que la misma opera y que podrían catalogarse como sus funciones o fines inmediatos a las diversas formas en que la conminación abstracta de la pena y su aplicación influyen en el comportamiento de los destinatarios de la norma —intimidación, eliminación de la venganza privada, consolidación de las convicciones éticas generales, refuerzo del sentimiento de fidelidad al ordenamiento, resocialización, etc.— y que se clasifican doctrinalmente bajo las denominaciones de prevención general y de prevención especial. Estos efectos de la pena dependen a su vez de factores tales como la gravedad del comportamiento que se pretende disuadir, las posibilidades fácticas de su detección y sanción y las percepciones sociales relativas a la adecuación entre delito y pena».
No son palabras mías sino de la STC 161/1997, que hace suya otra anterior, la STC 55/1996, ambas invocadas en el texto de la actual, que en cambio recoge otras consideraciones marginales, aun cuando omita precisamente este párrafo decisivo. Bastaría con tan prudentes reflexiones para vaciar de fundamento el fallo del cual disiento. Lo que este Tribunal ha dicho, no lo que se le quiere hacer decir, es en síntesis que la política criminal corresponde al Gobierno, y a las Cortes Generales su formulación legislativa, sin que el Tribunal Constitucional tenga otra función que la suya propia, no legislar sino hacer valer la interdicción constitucional de la arbitrariedad en el ejercicio de cualquiera de los poderes públicos (art. 9 C.E.), si se produjera, que no es tal el caso. Nada tiene de extraño entonces que, con esos antecedentes jurisprudenciales, tres respuestas contestes del máximo intérprete de la Constitución, la Sala Segunda del Tribunal Supremo rehusara plantear cuestión de inconstitucionalidad sobre este delito, como le fue propuesto lúcidamente por uno de los Abogados defensores en el ejercicio de su noble función de patrocinio para hacer efectivo el derecho constitucional a la defensa.
Un análisis riguroso de la norma que contiene el art. 174 bis, del Código Penal vigente a la sazón (Texto Refundido de 1973) no ofrece la menor sombra de inconstitucionalidad ni en la descripción estereotipada del delito —tipo— ni en extensión de la pena, si se lee sin anteojeras o «quevedos». Allí se pone fuera de la Ley cualquier colaboración con actividades terroristas, cualquiera que sea su modalidad. No hay incertidumbre alguna en abstracto, aun cuando en el terreno de lo concreto puedan suscitarse las mismas dudas interpretativas —no más, no menos— que cuando se trata de subsumir conductas en cualquier otra figura delictiva. Por otra parte, en este tramo del razonamiento jurídico conviene andar de puntillas porque se corre el riesgo de, inadvertidamente, sentarse en el estrado judicial y sustituir al juez en su función de hallar el significado y acotar el alcance de las leyes en general y de las penales en este caso, tentación que a veces asoma en la Sentencia.
La pena, por otra parte, guarda una razonable proporción con el delito así configurado en abstracto. El Gobierno y las Cortes Generales de nuestro Estado de Derecho, no se han desmadrado. Si en algún caso concreto no resultara así, como ocurre con más frecuencia de lo que pueda creerse en cualquier otro ámbito del Código, éste provee la solución desde antiguo. El art. 2a del vigente a la sazón y el 4a, 3a del que hoy rige, dicen de consuno que «cuando de la rigurosa aplicación de las disposiciones de la Ley resultara penada una acción u omisión» con una pena que «fuere notablemente excesiva» a juicio del Tribunal, «acudirá al Gobierno exponiendo lo conveniente, sin perjuicio de ejecutar desde luego la Sentencia», facultad por cierto dejada al prudente arbitrio del juzgador. En una descomposición factorial, paralela de la que practica nuestra Sentencia, puede comprobarse la existencia de un equilibrio sensato de los elementos que integran el tipo y la sanción. Veámoslo rápida pero no apresuradamente ni menos superficialmente.
Los bienes jurídicos protegidos por el delito de colaboración con banda armada componen una constelación de derechos fundamentales de los individuos y de valores sociales de carácter primario que inciden sobre la propia existencia de cada ciudadano, uno a uno, y del propio Estado. La misma Constitución fue, en su día, «consciente de la existencia como problema actual del terrorismo y del peligro que el mismo implica para la vida y la integridad de las personas y para el propio orden democrático» como recuerdan las SSTC 199/1987 y 71/1994. Pero no sólo hay un riesgo latente. La realidad muestra que están en juego y son agredidos no sólo los derechos y valores ya mencionados sino también la libertad de muchas personas, a veces por periodos insólitos, el patrimonio de otras, la participación de todos en los asuntos públicos directamente o por medio de representantes libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal, la seguridad ciudadana, la paz social y el normal funcionamiento de las instituciones en un sistema democrático. No parece que tal enumeración pueda ser tachada de caprichosa. Ya es significativo por sí mismo que sea éste el único delito aludido por la Constitución con su nombre en dos ocasiones, una para quitarle la careta del delito político (art. 13.2 C.E.), siguiendo —a sabiendas o no— el pensamiento de Luis Jiménez de Asúa en cuya opinión, aquél, era la corrupción de éste y, por consecuencia, para legitimar la adopción de medidas tan excepcionales como la suspensión de garantías (art. 55.2 C.E.).
La conducta que la Sentencia del Tribunal Supremo consideró reprochable a la luz de esta norma penal, acogiéndose a su cláusula genérica y residual, era tan grave como las individualizadas inmediatamente antes de ella, o más. En definitiva, a través de un mensaje ominoso se provocaba el riesgo de falsear el proceso electoral, deformando la intención de voto bajo el signo del miedo, con la intimidación que lleva consigo la liturgia de los pasamontañas y de las pistolas. Ello apunta directamente y a bocajarro al corazón del sistema democrático, cuya esencia son las elecciones libres. «El voto es la expresión genuina e insustituible de la soberanía nacional» dijo ya ha tiempo el propio Tribunal Supremo (Sala Especial de Revisión en lo Contencioso-administrativo, STS de 20 de diciembre de 1990). No parece que la pena de prisión mayor (6 años y 1 día a 12 años) prevista en el Código para la cooperación con la violencia sea desorbitada y menos cuando tal pena tipo, como todas, puede ser modulada, para menos, a través de las circunstancias modificativas de la responsabilidad, atenuantes, con posibilidad de crear las necesarias a cada ocasión por analogía, habiéndose utilizado en el caso concreto, con toda prudencia y ecuanimidad, el grado mínimo.
La Sentencia, con base en una concepción errónea del pluralismo político, mal y unilateralmente entendido, parece primar el derecho de la asociación a participar en las elecciones, como fundamental que es, pero en cambio no pone en el otro platillo —descompensando la balanza— ese mismo derecho visto desde la perspectiva de los ciudadanos, el derecho a participar en ellas en un ambiente de libertad con «la tranquilidad de espíritu que nace de la opinión que tiene cada uno de su seguridad», soporte de aquélla, en definición insuperable de Montesquieu. En una necesaria ponderación de esas dos modalidades de la participación política que no se hace, los sufragios activo y pasivo, ha de vencerse en favor de los electores y no de los elegibles. Otra actitud, parafraseando a Alexander Hamilton, sería tanto como poner al pueblo español, soberano, por debajo de sus representantes.
Por otra parte, la Sentencia lanza un reproche al precepto penal que a mí me parece, si lo he comprendido bien, su mayor elogio. Habla del «efecto disuasorio» y del «potencial desalentador». Si así fuere, mejor que mejor. Si esta norma desanima a eventuales coautores, cómplices o encubridores de actividades terroristas, habrá conseguido su función de «prevención general» propia de toda pena. Si, en cambio, se pretende decir que disuade o desalienta de incurrir en estas aventuras a cualesquiera otros ciudadanos o partidos políticos, paladines y arquitectos del sistema democrá-tico, que jamás han predicado la violencia y siempre la han condenado, actuando constantemente con absoluta lealtad constitucional, lo rechazo.
Pero es que, en fin, ni siquiera desde la misma perspectiva que maneja la Sentencia se da en la pena prevista una distonía «patente, excesiva o irrazonable entre la sanción y la finalidad de la norma» como dice a mayor abundamiento y no como ratio las SSTC 55/1996 y 161/1997. A uno de los delitos más graves para la convivencia, donde hablar de colaboración de «alta» y «baja intensidad», en ese raro lenguaje electromagnético, es puro voluntarismo dialéctico (toda cooperación con banda armada es intrínsecamente grave) se le impone una pena severa pero matizable para conseguir no sólo el castigo de quien lo hace sino el desestimiento anticipado de quienes pensaran hacerlo. Esa interdependencia con tal objetivo constitucionalmente deseable se llama, precisamente, proporcionalidad.
En definitiva, por todas estas razones que expongo y las que expondrán mejor quienes discrepan como yo de la Sentencia, su parte dispositiva hubiera debido contener un sólo pronunciamiento, desestimatorio,sin más, del amparo.
Madrid, a veintiséis de julio de mil novecientos noventa y nueve