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En México, como en muchos países (o en todo el mundo), el teatro dejó de ser el motor de reflexión crítica y generación de opinión pública desde la llegada del cinematógrafo, primero, y de la televisión, después. La capacidad de provocar en las esferas de poder preocupación y, en algunos casos, la urgencia de intervenir para llevar a la cárcel a los alborotadores hombres y mujeres de teatro quedó atrás a horas tempranas de la segunda mitad del siglo XX o poco antes (salvo en los países que padecieron o padecen dictaduras). En el convulso siglo XIX que comenzó con el conflicto que nos independizó de España para luego vivir mil y un guerras intestinas y dos intervenciones extranjeras: la norteamericana y la francesa; las historias de cómo una obra de teatro lograba «inflamar los pechos de los patriotas» para al final de la representación empujar a una turba directo al Palacio de Gobierno para increpar a los políticos en turno hoy son anécdotas folclóricas.

De hecho, si hace diez años me hubiesen preguntado por la importancia del teatro en la sociedad mexicana hubiese contestado sin chistar que no tiene ninguna. En una reciente encuesta sobre consumos culturales se reveló (¡oh, sorpresa!) que el 80% de mis compatriotas nunca han pisado un edificio teatral en sus vidas (somos más de cien millones). Sinceramente creo que el porcentaje se eleva por lo menos en un 15%. Parece aterrador, pero si queremos un «volver al teatro» de los públicos parecería inaplazable dar otra «vuelta» de tuerca y preguntarnos por la pertinencia del teatro. Suponiendo que mis cálculos sean correctos y el 95% de los mexicanos nunca hayan visto una obra de teatro…

«¿Es como el cine?» —me preguntaba una señora hace poco.

«Eso mismo, nada más que en vivo» —contesté.

¿Por qué entonces habríamos de hacerlo hoy necesario para la gente? Y además, en un país que está viviendo una guerra entre fuerzas armadas y crimen organizado que lleva ya cerca de 50.000 muertos en cinco años y medio, me parecería siniestro no repensar el papel de los creadores y artistas. La urgencia de considerar al teatro (y las artes, la lectura, el deporte, etc.) como un elemento valiosísimo para sanar a un país que se multiplica en huérfanos y viudas, en miedo e incertidumbre, no puede instalarse en el imaginario de nuestros políticos y la gente si los propios hacedores no logramos que entiendan sus beneficios. Muchas son las experiencias de países que durante conflictos armados o épocas de violencia extrema (y después de estas) emplearon expresiones artísticas (y al teatro como una de las principales) para ayudar a la reconstrucción de los dañados tejidos sociales, al cierre de dolorosas cicatrices. Testimonios de teatreros que vivieron desde la guerra de los Balcanes o las masacres en Ruanda hasta la guerra sucia en Colombia o la posdictadura en Argentina, hablan del inmenso valor de su quehacer en la sanación de un pueblo y las víctimas de la barbarie. ¿Cuántos muertos estamos esperando que haya en México antes de que termine el gobierno de Felipe Calderón en diciembre de 2012 para poner manos a la(s) obra(s)? ¿Setenta mil? ¿Ochenta mil? Es un número mayor al de la rebelión que en Libia derrocó a Moammar Gadaffi. Al final, en Libia, cayó un régimen antidemocrático. Aquí solo tenemos muertos y ningún cambio.

Los ojos incrédulos y hasta burlones de políticos, empresarios y otros ciudadanos de alcurnia revelan lo mafufa de la propuesta: combatir la violencia con educación y cultura (y teatro) en lugar de balas de rifles automáticos y granadas. Y sí, sus ojos se desorbitan y te ven como si te hubieses fumado un porro del tamaño de un bate de béisbol. ¿El teatro es capaz de ayudar a reconstruir el dañado tejido social? ¿Puede frenar la delincuencia? ¿Puede dar sentido a la vida de quienes ya no tienen ninguno? ¿Los olvidados y desechables de nuestra sociedad pueden tener otro futuro gracias al poder sanador del teatro (y/o las artes)? Por muy jalado de los pelos que sea para algunos (que no es raro dado el destierro de las ideas humanistas como moneda de uso), la respuesta es: sí. En México existen experiencias de teatro en cárceles, con chicos de la calle, sordos, ciegos, prostitutas, ancianos, niños con síndrome de down o en poblaciones que eran el peor metedero de heroína del país. Las personas que, desconociéndolo, bebieron el bálsamo del teatro, fueron tocados de una vez y para siempre.

«Pude presenciar la verdad que habla el teatro, ver a mis compañeros llorar, desprenderse del demonio que uno mismo va construyendo, y a la vez llorar de alegría por ese desprendimiento, entrar a la libertad que se siente en escena y fuera de escena. Lo experimentamos también en la gira que hicimos, donde presentamos la obra en reclusorios, incluidos los de mujeres. Yo pienso que el teatro te muestra su generosidad mostrándote la vida más de cerca, ya sea como actor o espectador, porque para mi percepción el que no pisa un teatro en su vida es como si no tuviera un espejo en la recámara de su casa», nos dice Israel Rodríguez Hernández en un hermoso testimonio de su hacer teatro en la Penitenciaría de Santa Martha Acatitla donde estuvo preso por diecisiete años y al que, cuando iba a estrenar Ricardo III de Shakespeare como actor, le llegó la notificación de que sería libre. Ello implicaba que no estaría en la obra pero él se negó y regresó como hombre libre para actuar con sus compañeros en la cárcel. Hoy día, Israel trabaja como un profesional del teatro en el Foro Shakespeare, un foro independiente de la ciudad de México.

La capacidad del teatro para ser muchas cosas y resultar de una enorme utilidad social es comprobable con ejemplos que conmueven como el que emprendiera el clown suizo Daniele Finzi (que vivió largas temporadas en México) con el espectáculo Ícaro, que comenzó siendo una obra para un solo espectador. Daniele iba a las habitaciones de enfermos terminales (sida, cáncer, etc.) en hospitales a darles un bálsamo de alegría que sí hacía la diferencia en el trato que las sociedades dan a sus desahuciados. Otras vivencias igual de conmovedoras y sacudidoras son las que han generado los empeños de teatristas con públicos y actores ciegos o públicos y actores sordos. Estas personas, con semejantes deficiencias, en nuestra sociedad raramente alcanzan un trato tal: de personas. Ellos, junto con locos, adultos mayores, enfermos de alzheimer o niños y jóvenes con parálisis cerebral y otros trastornos, son los «invisibles» de la sociedad mexicana. Las aportaciones que el teatro hace para mejorar su calidad de vida son asombrosas.

El testimonio de una mujer mayor que conoció el teatro de pronto, Evangelina Lomelí, nos dice: «A los sesenta años, tenemos la experiencia de la vida, nuestra memoria nos hace ser fuente de todo tipo de argumentos […]. El teatro me ha dado herramientas y técnicas para un buen vivir, el teatro no excluye a nadie, nos enseña una nueva alfabetización para nuestra vida. No hay mejor ejemplo que el teatro para explicar lo que es sexo mental en grupo, pues nos produce una felicidad orgiástica, es intercambio de genialidades para proponer soluciones a la vida».

No hay quien me convenza de la inutilidad del teatro, pero me parece que la gente que nos dedicamos a él llevamos mucho tiempo sin hacernos las preguntas correctas. En México se han recuperado sin duda públicos para los teatros de vocación artística. El circuito comercial —enfocado en el entretenimiento— ha tenido y tiene sus fieles seguidores por más crisis que anuncien los empresarios. Los teatros institucionales gozan hoy de cabal salud y podemos decir que la dramaturgia, la dirección de escena, los realizadores escénicos y actores han empujado una renovación estética constante desde una diversidad de posturas. Señalaría de manera particular un vigoroso teatro para niños que está a la altura del mejor del mundo en escrituras retadoras y puestas en escena de primera.

Y sin embargo, todo ello no alcanza para que le importemos al 95% de los mexicanos que, en realidad, no tienen acceso a la cultura en general aunque nuestra Constitución lo haya incorporado como uno de los derechos fundamentales en 2009. Todas las partes sanas del complejo cuerpo del teatro mexicano no alcanzan para hacernos necesarios al 95% de nuestros compatriotas. Simplemente no existimos en su horizonte de prioridades. Las razones son muchas pero siempre nos centramos (los teatreros) en echarle la culpa a la escasez de espacios teatrales y a la falta de políticas culturales y presupuestos suficientes. Y sí, pero no solamente. Cocinarnos en nuestro propio jugo es el deporte preferido del teatrero: nunca perder la zona de confort ni alejarse de los subsidios y de los circuitos «de prestigio», y, sin embargo, seguirse quejando eternamente; todo ello habla de un gremio al que le aterra explorar los mil y un ámbitos vírgenes (de las ciudades hasta los pueblitos más pobres del país) y cumplir una función social contundente que, paradójicamente, lo pondría en la lista de necesidades básicas de nuestros conciudadanos.

Dramaturgo y crítico teatral. Director de Paso de Gato.