Hoy, cuando el mundo en que vivimos se tambalea sacudido por cataclismos económicos, airados movimientos sociales, guerras irracionales y fraudulentas, el teatro emerge, una vez más, como alternativa de encuentro, intercambio y confrontación. Amenazado desde su génesis, minimizado en ocasiones, abaratado por mercaderes sin alma, augurada su desaparición por falsos e ineficaces profetas o asediado por el imparable auge de las nuevas tecnologías, este arte milenario recobra posiciones gracias al inveterado respeto a su naturaleza esencial que ha garantizado el contacto vivo y diáfano con su público.
Pertenezco al bando de los que creen que el caudal del teatro es inagotable. Estoy en él pues tengo fe en su demostrada capacidad de diálogo, en su eficiencia a la hora de convocarnos a reflexionar sobre los dilemas que nos acosan como individuos y como ciudadanos, y muy especialmente porque confío en su potencial para irradiarnos, transfiriéndonos la necesidad de abrazar el sendero de las transformaciones.
Soy parte de una generación de espectadores que comenzó a ocupar las plateas semivacías de los teatros habaneros en el ocaso de los años setenta del pasado siglo. En aquel entonces el público era intermitente y escaso, con independencia de la calidad de los espectáculos. Hoy, en Cuba, las cosas han tomado un rumbo diferente. En la última década, e incluso desde antes, los espectadores han demostrado una avidez que entusiasma e invita a la reflexión. En la isla, el teatro constituye un espacio público singular e inapreciable. Varias son las razones que apuntalan esta ganancia. Entre ellas está el hecho de que cuando muchas cosas se desmoronan (tanto en el orden físico como moral), desde la escena se verifica un intercambio incisivo y desprejuiciado, capaz de sacudir el bostezo social con el cual convivimos.
En nuestro pasado encontramos muchas de las claves del presente. La tradición teatral insular, que arrancó en el siglo XIX, apostó siempre por realizar un análisis crítico de sus circunstancias, para lo cual —debido a su condición colonial— tuvo que recurrir a ardides como la parábola o la suspicacia. De este modo, al tiempo que evadía la censura, inauguraba una relación intensa y cómplice con un público que disfrutaba al verse reflejado. Esta vocación de convertir a la escena en el ágora donde se debaten temas cruciales, dilemas urgentes, muchas veces escamoteados en otros ámbitos, junto a una envidiable propensión a subvertir —que no se ha limitado solo a los cánones estéticos sino que ha apuntado continuamente al entramado sociopolítico de la nación— ha devenido en una suerte de brújula capaz de mostrar el rumbo.
Para un país asediado y vulnerable como Cuba, las encrucijadas que plantea nuestra época resultan aún más intensas y ominosas. La crisis económica afecta y abruma con mayor insistencia que en otras latitudes. En medio de estas circunstancias los espacios recreativos escasean o resultan inaccesibles para muchos. Sin embargo, y aunque esto pueda parecer una paradoja, varias opciones culturales se erigen como alternativas para paliar tal carencia. Las ofertas teatrales se encuentran entre las preferidas por un público amplio y diverso que quiere entretenerse. El sentido de su búsqueda entraña un reto y obliga a tomar partido. La mayoría de los creadores, y especialmente los más capaces y de mejores resultados, han optado por desterrar la banalidad y no complacer servilmente a la demanda. Los ha guiado una premisa brechtiana que advierte que el teatro ha de ir delante de su público en lugar de correr tras él. Divertir y enseñar ha sido otra de sus directrices, también defendida y puesta en práctica por el prominente alemán. El saldo viene resultando positivo.
Para entrar en el terreno de los ejemplos quisiera detenerme en algunos montajes, fraguados durante este inicio de siglo, que han resultado capaces de atraer a amplios sectores de público. Entre ellos hay que mencionar a Cuatro menos (texto: Amado del Pino; puesta: Alejandro Palomino-Vital Teatro), Chamaco y Talco (Abel González Melo, Carlos Celdrán-Argos Teatro), Delirio habanero (Alberto Pedro, Raúl Martín-Teatro de la Luna), La Celestina (Fernando de Rojas, Carlos Díaz-Teatro El Público), Puerto de coral (Maykel Chávez, Ariel Bouza-Teatro Pálpito), Charenton (Peter Weis, Raquel Carrío, Flora Lauten-Teatro Buendía), La edad de la ciruela (Arístides Vargas, Julio César Ramírez-Teatro D Dos), y un largo etcétera que no incluyo en aras de no agobiar.
Soy consciente de que el lector que no ha podido apreciar estas puestas poco o nada le dicen estos nombre y títulos. Recurro al inventario, pues es este un resumido pero variopinto botón de muestra que ilustra como, aún siguiendo alineamientos estéticos contrastantes y hasta divergentes, recurriendo tanto a autores clásicos como contemporáneos, estos creadores han alcanzado resultados envidiables tanto desde la perspectiva de la calidad artística como de la recepción. Varias son las claves que han incidido en esto; por ejemplo, es común en su labor el interés por pulsar las cuerdas de la sensibilidad colectiva, por acercar y poner a dialogar a los personajes, temas y conflictos de la ficción con los protagonistas de la realidad que compartimos, el competente, e incluso en ocasiones brillante, trabajo de los actores, las soluciones imaginativas, la utilización de un ritmo, un matiz, un modo de proceder —teatralmente hablando— que termina por desembocar en la formulación de un lenguaje a tono con esa noción inatrapable y mutante que llamamos contemporaneidad, y en particular un incisivo y agudo sentido crítico.
Los dramaturgos han contribuido decisivamente a la obtención de estos resultados. Si a finales de los años noventa la presencia de los autores locales sobre los escenarios era escasa, y ante los reclamos de quienes abogaban por solventar esta carencia los directores aseguraban que no abundaban las obras que por su calidad y compromiso con la realidad los convidaran lo suficiente, ya no es así. Uno de los rasgos más acusados que distinguen a la dramaturgia cubana actual es el diálogo crítico con las circunstancias y la historia reciente de la isla. Temas como la emigración, la desintegración familiar, la irrupción de nuevas coordenadas que acarrean modelos de conducta contrastantes con respecto a las normas morales y éticas establecidas con anterioridad (desvelando así el retorno a comportamientos y prácticas que se suponían desterradas, pero que resultan aupadas ahora, bien por las carencias económicas, por la apertura del país al turismo o en general debido al contacto con una dinámica que por varias décadas le fue ajena); la desorientación de antiguos héroes, la doble moral, la metalización creciente, la mirada escrutadora y cívica que pone en evidencia actitudes censurables en la que incurren incluso paradigmas de otros tiempos, son abordados por nuestros autores con palpable insistencia. La diversidad temática, el acercamiento audaz a personajes, situaciones y conflictos de estos tiempos están garantizando el acompañamiento interesado de los espectadores.
A quienes todavía dudan de la longevidad y vigencia de un arte artesanal y antiguo como el teatro la propia vida les está dando una respuesta. Lo que está sucediendo en Cuba nos enseña que podemos, y debemos, volver la vista atrás sin temor a convertirnos en estatuas de sal. El hecho de ser un acto vivo e irrepetible le confieren al teatro un ancestral valor agregado que nunca ha acompañado a sus competidores. La relación activa y nutricia entre los creadores, el público y la crítica deviene en piedra de ángulo capaz de cimentar y asegurar su perdurabilidad y eficacia. Este vínculo plural avala su permanencia, configura, una y otra vez, su renovado rostro, garantizando su perenne conexión con cada lugar y época.
En el momento en el que redacto estas líneas, tanto en La Habana como en otras ciudades cubanas, el poder de convocatoria del teatro es envidiable. Las razones ya han sido apuntadas y no quisiera caer en la trampa de pretender proponer fórmulas, pero lo cierto es que existen constantes que han contribuido decisivamente a la obtención de estos resultados. La vocación escrutadora proclive a desembocar en intercambios audaces y desprejuiciados, el interés y el respeto por la sensibilidad y la inteligencia colectiva o el abordaje profundo y útil de temas y problemas de actualidad, son algunas de ellas. En este sentido es preciso mencionar la insistente búsqueda de un lenguaje auténtico, capaz de amalgamar las tradiciones vernáculas con los hallazgos y renovaciones contemporáneas, la habilidad para divertir sin que esto entrañe que se rindan las armas a los fútiles mecanismos de la banalidad, el juego valiente y cómplice entre el escenario y la platea, la diversidad de vertientes estéticas o la convivencia de autores, géneros, estilos diferentes y hasta divergentes que abren el espectro de propuestas e invitan a acercarse a diversos sectores de la población. Los espectadores que hoy dirigen sus pasos hacia las diferentes salas teatrales de la isla lo hacen con la certeza de que van a ser partícipes de un debate honesto y sin cortapisas. Esto los involucra, evita que se sientan traicionados, pero hay más: lo que encuentran en el teatro no se lo ofrecen sus inveterados competidores. Esta cualidad, indudablemente exclusiva, constituye una de las principales esencias de su perdurabilidad. ¿Quién es capaz de ponerlo en duda?