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Cuentan de un productor de televisión de San Diego (California) que después de recobrarse del primer amago de infarto le dijo a su secretaria (que le sostenía en sus brazos): «Acabo de ver pasar, justo ahora, toda mi vida delante de mi». «¿Como en una película?», le dijo la secretaria. «No, querida, como en una serie, con cada una de mis tres ex mujeres intentando librarse del protagonista al final de la primera, la segunda y la tercera temporada».


No sabemos qué misteriosa conexión hay entre la aparición o el resurgimiento de una forma estética o creativa particular en una época o cultura y la forma en que se interpreta la vida humana en esa misma época o cultura. Sabemos que el éxito del teatro en los siglos XVI y XVII y del retrato en los siglos XVII y XVIII tienen que ver con la forma en que se entendía la vida humana, como un drama en un caso, y como el producto de la subjetividad individual en otro. En el siglo XX se puede intuir que el cine ha tenido una extensión y un desarrollo creciente con la conciencia de la propia narratividad de la vida humana y como algo que le pasa a un yo profundo, con personalidad, que es el protagonista de la misma. Pero el fenómeno creativo que ha ganado en extensión y éxito en los últimos cincuenta años es realmente la televisión. Y, desde luego, no sabemos a qué tipo de imagen de la vida humana puede asociarse. De lo que sí nos da una pista el productor de televisión de la anécdota es de que es una imagen de algo bastante complejo, quizá una imagen de la vida humana como algo que tiene episodios pilotos, distintas temporadas, reposiciones y personajes que aparecen y desaparecen, y una voz en off intermitente que da continuidad a toda la emisión, algo tan complejo como la forma creativa en que se ha convertido la televisión.


La televisión es una forma creativa que, al contrario que el teatro, la pintura o el cine, ningún suplemento cultural de ningún periódico nacional de este país incluye entre sus secciones, la sección de televisión está en otro lado. Todos incluyen lo que en el siglo XIX se conoce bajo la etiqueta de Arte y Cultura, etiqueta que resume o recoge las prácticas de creatividad y aprendizaje (música, literatura o pintura) que entonces pasan a ser conjuntamente un ámbito separado de actividad humana y a la larga algo especial.


La televisión empezó siendo un dispositivo de ocio (realmente nunca ha sido un mero medio de comunicación). Sin embargo, podría ser que la televisión como fenómeno se parezca cada vez más a una de esas prácticas mencionadas y mucho más distinguidas. El aspecto de la televisión que quizás se podría parecer más y de modo más generalizado a esas prácticas es el consumo de la televisión, lo que llamamos «ver la tele», la actividad de llegar a casa y ponernos a ver la televisión y el contexto que rodea a esta actividad. Ver la televisión puede describirse como una práctica de creatividad y aprendizaje familiar o doméstica, una práctica familiar compleja como «preparar una cena para unos amigos» o «ir al parque temático».


Quizás sea incluso más compleja que otras prácticas, porque lo que ahora puede permitir separar la actividad de «ver la tele» como una práctica humana rica con un sentido específico son los grandes cambios que se han realizado poco a poco, quizás tan sólo en los últimos años, en la propia industria, en el modo en que se hace. Y estos cambios han hecho de la televisión un fenómeno complejo, más difícil de llevar a cabo para la industria, pero mucho más rico para los consumidores.


vltcph_img1.jpgLas nuevas formas de programación tienen cada vez más como referencia principal la planificación con sentido de grandes periodos de tiempo (que se corresponden con hábitos de consumo de grupos concretos) que la sola rejük diaria, rellenada en vertical y de modo aislado conforme a un horario común a toda la audiencia (la dispersión de formas de vida y de hábitos de ocio y trabajo harán al Prime Time menos Prime). A su vez esto está sostenido por las nuevas formas de promoción interna o de continuidad, que van más allá del mero avance de la programación y se acercan más a la creación de estéticas peculiares, ambientación insólita de los bloques de programación, formas gráficas divertidas, y a la disolución entre las fronteras de publicidad y autopromoción (Cuatro, por ejemplo ha llevado al ámbito de la televisión en abierto todo estos procedimientos de una manera sistemática).


Tan complejos se están haciendo estos dos ámbitos -contenidos de programación y la promoción interna de los mismos en el propio canal de televisión- que han llegado a imbricarse e integrarse perfectamente. Telecinco, por ejemplo, es paradigmático en esto, hasta el punto de que exagerando podría hablarse de toda la emisión como un solo programa con pequeños huecos para la publicidad o contenidos más aislados como películas y series.


A su vez la televisión ha empezado a establecer comunicación con sus consumidores más allá del propio canal dada la fuerte competencia en los sectores de televisión en abierto y de pago. Ya son estratégicas para todas las televisiones sin excepción las formas de promoción externa (publicidad) o canales de comunicación como la tecnología móvil o Internet -viendo sobre todo la necesidad de establecer vínculos más cercanos promoviendo la interactividad e incrementando la lealtad de los consumidores-. Esta actividad se cruza además con los contenidos y con las formas de promoción del propio programa: ¿Qué programa no cuenta ya con su sección de lectura de correos electrónicos y de SMS impresos en pantalla? ¿Qué reality show no tiene su sección en la web?


Todo esto ha hecho de la televisión algo más que meros contenidos para consumir de modo evasivo, pasiva e indiscriminadamente. Y ha hecho que sea un fenómeno mucho más complejo, que «ver la televisión» sea una actividad más complicada, pero con más posibilidades a la vez.


Es casi un lugar común filosófico al hablar de actividad humana diferenciada y con sentido específico, manejar el concepto de práctica. Lo lanzó a principios de los ochenta Alasdair McIntyre, en Tras la virtud (1981), basándose en gran parte en Aristóteles. Muchos de los ejemplos que pone son precisamente esas prácticas de creatividad y aprendizaje que normalmente son las que se incluyen en los suplementos culturales: las artes y todo eso.


Alasdair McIntyre define práctica como una actividad cooperativa, con dimensión social, con un sentido específico que tiene sus reglas, lenguaje y modelos propios. Una actividad que conlleva un aprendizaje o la adquisición continua de una pericia y un acercamiento progresivo a modelos de excelencia que son los que se siguen para aprenderla. Esta idea de práctica incluye grandes conjuntos de actividad humana como «agricultura» o «las artes» y actividades humanas específicas como el «ajedrez» o el «fútbol» (ejemplos de McIntyre).


Lo que distingue a una práctica como tal es, además, que posee bienes internos, o sea con ella se persigue un fin, un bien, que sólo se puede obtener participando en esta práctica y que además -en un segundo sentido de bien interno o inherente- sólo puede reconocerse e identificarse cuando se toma parte en ella. Prácticas como la interpretación de un instrumento musical o la afición al buen vino dan una idea inmediata del tipo de bienes específicos e internos a las propias prácticas. En estos ejemplos bienes puramente externos (colaterales se podría decir) serían el entretenimiento o un buen estado de ánimo, mientras que el logro de una interpretación correcta o imaginativa y el disfrute de docenas de sabores inéditos pueden ser una descripción (aunque pobre) de los bienes internos a ellas.


vltcph_img2.jpgHay otros dos aspectos que resultan esenciales en la definición de McIntyre de práctica. Por una parte, toda práctica tiene modelos de excelencia, de buena y mala práctica y, por otra, exige obediencia a reglas. Adquirir pericia en una práctica requiere seguir tanto un conjunto mínimo de reglas, como seguir e imitar modelos de excelencia en la misma. Esto puede verse muy bien en las prácticas artísticas o en juegos complejos como el ajedrez.


Los bienes internos son el resultado de competir en excelencia (ser mejor jugador, mejor pintor o la modista más exigente). Pero además «es típico de ellos que su logro es un bien para toda la comunidad que participa en la práctica» (McIntyre). El logro de los peritos en una práctica ensancha las posibilidades de los demás practicantes, piénsese en el invento de una nueva estrategia en un deporte, una nueva técnica pictórica o el hallazgo de un nuevo estilo musical.


Ver la televisión, la actividad doméstica, diaria, de «estar viendo la tele» o «seguir una serie en la tele» puede asociarse a este tipo específico de prácticas humanas. Es una actividad que comúnmente desarrollamos de forma cooperativa: pactamos los programas que vemos con los que compartimos la televisión, comentamos las peripecias de nuestros personajes favoritos en casa o en el trabajo, participamos en un concurso convocado en televisión del que nos han informado en el colegio durante el recreo, en Internet o una revista, y ajustamos algunos horarios de la semana para no perdernos el comienzo de la segunda temporada de una serie, una entrevista largo tiempo esperada o el final de nuestro reality show favorito.


Cuando participamos de una tarde de espías en un canal especializado en acción, cuando castigamos a la mala de la serie enviando mensajes SMS en una votación sobre los personajes de nuestro drama de sobremesa y cuando procuramos no perdernos una entrevista a la actriz que representa a la buena («¿cómo me sorprenderá para no aparecer en plató como lo hace en la serie?, ¿será igual de patosa hablando?, ¿llevará él las mismas camisas cuidadosamente desarrugadas que lleva en el hospital de la serie?») estamos participando de una experiencia específica que va más allá del bien externo de ocupar nuestro tiempo de ocio.


Sabemos que todo eso está ahí porque hemos aprendido a dominar con maestría e interpretar la cantidad de mensajes complejos que nos envían los canales de televisión a través de una continuidad (una ambientación del canal) cada vez más creativa, porque nos hemos dejado cautivar por la cuidada estética que cada canal emplea para defender todos sus contenidos y porque no renunciamos a participar en un evento del cual mañana podremos cotillear a gusto en clase, en el ascensor mientras llega al piso de nuestro despacho o sentados en la caja mientras abren las puertas del supermercado. La gratificación compartida que obtenemos de disfrutar en casa al ver el final del show donde por fin desaparece ese participante especialmente antipático, o al ver cómo mis amigas coinciden en que no fue la del pelo rubio sino la otra, la china, la que traicionó al abogado guapísimo al final del episodio es algo específico de «ver la televisión» y desde luego no es reductible a otro tipo de experiencia compartida. Y la habilidad -también compartida- con la que sabemos manejar y controlar estas experiencias, con la que la audiencia entiende todas las propuestas de cada canal, se hace más y más grande a medida que la compartimos (¿pero no te diste cuenta de que este episodio lo han vuelto a poner porque al presidente de la serie le pasa lo mismo que al nuestro?; si saltas de canal cuando termine el telediario vuelves a coger los deportes aquí en este otro canal y además el telecupón; ¿es que no has visto el último anuncio de BMW?).


Pero además una práctica humana lo es cuando tiene modelos de excelencia que definen en parte a esa práctica, que son la meta o el logro para la cual uno la pone en marcha o intenta participar en ella. La gente, la audiencia que consigue hacer una experiencia rica y emocionante de la televisión que ve, establece estos modelos. En otras prácticas humanas —las que pone como ejemplo Alasdair McIntyre, como un deporte o el ajedrez— estos modelos de excelencia son reconocidos públicamente y se pueden poner como ejemplo. Quizás en «ver la tele» un fenómeno más reciente, más doméstico, sea difícil encontrar uno (después de todo no hay sección de televisión en los suplementos culturales) pero sí que todos sabemos recurrir a alguien que nos puede poner al día de cuál es la último programa realmente divertido, dónde seguir con más precisión la temporada de fútbol o de explicarnos un anuncio que realmente no entendimos a pesar de haberlo visto dos veces. Y desde luego siempre está la posibilidad de acudir a un foro en Internet.


Quizás se pueda entender mejor así el fenómeno de la televisión -ver la televisión es una práctica humana compleja-, e incluso una práctica familiar compleja- que hablando sobre ella como un mero dispositivo de ocio domestico. Ni está en competencia con otros dispositivos de ocio ni cumple una función vicaria, a falta de o sustituyendo otros medios mucho más adecuados. Se puede entender mejor como algo que tiene cierta afinidad con los tipos de pericia creativa, de habilidad estética, con las que asociamos las artes, o actividades (más distinguidas) como saber de cine o escuchar ópera.


Ahora bien, la televisión es una práctica humana que se puede desarrollar mejor en un sentido mucho más profundo. Hay otro nivel en el que se puede buscar la excelencia de las experiencias ricas que tenemos cuando vemos la televisión. Roger Scruton (The Aesthetic Understanding. Essays in the Philosophy of Art and Culture, 1983; An Intelligent Persons Guide to Modern Culture, 1998), siguiendo a S.T. Coleridge, distingue entre fantasía e imaginación, no tanto como capacidades distintas, del modo en que lo entendían los románticos sino más bien como usos distintos de nuestra capacidad de imaginar. Un contenido o una práctica estética es enriquecedora cuando nos lleva a poner en movimiento la imaginación y no la fantasía. La fantasía nos lleva a consumir contenidos para producir sustitutos de la realidad (la pornografía y determinadas formas de cómic o nuevas formas dramáticas, como los pases de modelos, por ejemplo, son una buena muestra de lo que demanda la fantasía). La imaginación, en cambio, nos ayuda a ajustar la realidad e interpretarla produciendo modelos o maquetas de la misma. Una buena novela, disfrutar de las impresionantes fotografías del National Geographic o de las historias inverosímiles que contamos en una noche de acampada son formas que fomentan y ponen a prueba la imaginación. No sustituimos la realidad, miramos posibilidades para la misma y ensayamos situaciones futuras -precisamente Alasdair McIntyre ha señalado recientemente en Dependent Rational Animals (1999) la importancia de esto para la educación, para el aprendizaje no ya de los bienes específicos de una práctica humana sino, más allá, de los bienes mayores que ordenan el conjunto de todas nuestras prácticas-.


Esto significa que el intento de aprovechar al máximo las posibilidades que nos ofrece la televisión, de llevar a cabo con excelencia la práctica de «ver la tele», implica una selección continua de aquello que seguimos y vemos en la televisión. No todo lo que podemos ver lo podemos disfrutar. No todo lo podemos llevar al mismo tipo de logro que es la experiencia rica y compartida de «ver la tele»: bien porque no se puede compartir (y hay contenidos en la televisión cuyo contenido es muy excluyente), bien porque son tan irrelevantes que quedan muy lejos de lo que realmente hacemos o bien porque no producen ninguna destreza sino al contrario invitan al entretenimiento mudo y estúpido. Precisamente es este tipo de entretenimiento el que no es televisivo, el que se consume fantaseando, sustituyendo las reglas que comúnmente rigen la realidad y que se pueden encontrar en otros soportes diferentes a la televisión, aunque no tan a mano. En cambio, podemos seleccionar en televisión con la pericia suficiente contenidos que nos gustan porque podemos ensayar, interpretar, jugar con ellos y aumentar el placer o la gratificación de verlos cuando los compartimos, poniendo a prueba la imaginación (y todas las formas estéticas que produce como el humor, la intriga, lo interesante) y de ver posibilidades para la realidad, y para nuestras vidas, o sea para el resto de prácticas humanas que la componen.


«Ver la tele» se insertaría dentro del conjunto amplio de prácticas humanas y lo que vemos y la manera en que lo vemos también se supedita a los bienes y logros de otras prácticas mucho más relevantes y a los bienes y logros mayores que jerarquizan el conjunto de todas nuestras prácticas cotidianas y el propio lugar que ocupa «ver la tele» en este conjunto. Pero resulta que este conjunto se ve enriquecido cuando hay este tipo de actividades imaginativas y cooperativas, prácticas de creatividad y aprendizaje nuevas y muy generalizadas, tanto que empezamos a entender nuestras vidas como llenas de episodios, segundas y terceras temporadas como la del productor de San Diego, programas especiales e incluso, fíjense, avances insólitos de programación: no se pierdan el próximo artículo de esta revista.

Profesor de Filosofía