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Sin duda alguna, Sadam Husein habrá sido el último dirigente del siglo XX en intentar unificar por la fuerza una parte del mundo árabe. Su estruendoso fracaso acaba con el panarabismo, al menos en su variante más agresiva y militante: el baasismo. Esta ideología fue el motor original de la actuación política del amo de Bagdad. Todos sus actos criminales —ya se trate del linchamiento colectivo de judíos en 1969, de la masacre de los kurdos, de la guerra contra Irán o de la invasión de Kuwait— derivan, en último término, de esta su concepción nacional-socialista del mundo. En sus grandes líneas eran previsibles, incluso fueron predichas por el mismo Sadam Husein; no han sorprendido a los que analizaban de cerca sus dichos y sus gestos, como los lectores atentos de Mein Kampf no se extrañaron de ver cómo Hitler aplicaba, hasta el final, sus ideas. Pero, en uno como en otro caso, no se ha querido creerles ni tomar al pie de la letra sus declaraciones.

El anuncio a los kurdos

Un día los historiadores podrán contar con precisión la génesis del pensamiento de Sadam Husein; hacer un inventario de los métodos que utilizó para hacerse con el poder e instaurar su dictadura; describir sus métodos de gobierno y explicar el porqué y el cómo de sus alianzas secretas o públicas, con frecuencia cambiantes, dentro y fuera del país. A la espera se puede ya trazar el Itinerario de este dictador para comprender mejor su conducta reciente, la naturaleza de su régimen y la situación actual de Irak.

Para empezar, he aquí un testimonio que pudimos recoger de fuentes de primera mano.

Tres días después del golpe de estado baasista del 17 de julio de 1968, el hombre fuerte del nuevo régimen, Sadam Husein, recibiendo a una delegación de la resistencia kurda, declaró de entrada: «Sabed que esta vez estaremos en el poder por mucho tiempo, al menos hasta fin del siglo. Contamos con los medios humanos y materiales de nuestra política panárabe. La sangre puede manar a raudales, arrastrar como un torrente cientos de millares de cuerpos; nada, ninguna fuerza interior, ninguna potencia extranjera, nos hará desviarnos de nuestro camino. ¡Meteos bien esto en la cabeza y actuad en consecuencia! Será mejor para todos».

Erróneamente, los dirigentes kurdos debieron creer que estas palabras brutales del joven vicepresidente iraqui eran una fanfarronada más, en una región acostumbrada a las declaraciones demagógicas y a la verborrea belicosa. Resumían empero las líneas maestras del gran designio del que, al cabo de los años, se iba a convertir en el amo de Irak y aspirante a líder de todo el mundo árabe.

Hombre poco instruido, de convicciones rotundas pero hábil táctico, más astuto que inteligente, determinado, sin escrúpulos ni piedad, la versión árabe de Hitler o de Stalin, Husein se creía sin duda investido de esta misión histórica: realizar por la fuerza la unidad del mundo árabe, del Golfo Pérsico al Atlántico. Hombre realista, se dedicó desde el principio a forjar el núcleo de su poder sobre la base de las solidaridades familiares y de los clanes, más que sobre la fidelidad siempre fluctuante y conflictiva, luego incierta, de sus compañeros de partido. Este núcleo debía aglutinar a su alrededor una nomenclatura reclutada sobre todo entre la minoria sunnfta árabe (15% de la población), primero en la villa natal de Tikrit. Irak podía ofrecerle los medios para conseguir sus ambiciones. Este país es, en efecto, el único del mundo árabe que dispone de tas dos bazas indispensables para llevar a cabo una política de poder: el dinero y la demografía. Por otro lado, el recuerdo siempre vivo en la memoria colectiva árabe de los esplendores del imperio abásita y de su capital, Bagdad, podía dar una cierta consistencia histórica al mesianismo panárabe.

Ceguera voluntaria de Occidente

La historia reciente está ahí para dar prueba de tas ruinas y de las desgracias que han traído a ¡a humanidad las empresas pan-nacionalistas de este siglo. La aventura pangermanista ha costado a Europa más de 60 millones de muertos. Su equivalente turco, el panturquismo, condujo durante la I Guerra Mundial al hundimiento del imperio otomano, al genocidio de) pueblo amerio, a la masacre de más de 700.000 kurdos y a la expulsión hacia Grecia de más de un millón de griegos de Anatolia.

A pesar de estos precedentes siniestros, ninguna gran potencia se ha preocupado del carácter peligroso de la ideología nacional-socialista profesada abiertamente todo el santo día y durante años en los medios de comunicación por el régimen de Sadam Husein. Todo el mundo parecía considerar que se trataba de una retórica para ser usada internamente, sin consecuencias notables en la estabilidad regional. Y después, en la época de la guerra fría, la esperanza de corromper a un rico aliado de la URSS justificaba a los ojos de algunos países occidentales, como Francia, todo tipo de apaños con el régimen de Bagdad; durante mucho tiempo, estos países se contentaron con cambiar armas por petróleo, sin tan siquiera preguntarse por la situación interna de Irak y el calvario de su población, al tiempo que no paraban de protestar con clamor y con razón por el arresto de sindicalistas en Polonia o por el rechazo a conceder visados de salida a disidentes soviéticos.

Sadam Husein había llegado ya a la conclusión de que podía comprar todo con dinero. Llegó a pensar, como Lenin, que los occidentales estaban dispuestos a vender, si era preciso a crédito, la soga para ahorcarlos, y que sus discursos altisonantes no tenían mayor alcance práctico que las proclamas «intemacionalistas» de los países del Este.

A menos que se considerase al dictador de Irak como un loco versátil e imprevisible, que cambiaba de política según el capricho de su humor —o, como ha hecho Jean-Pierre Chevénemení, cortar en tiras arbitrarias su política, «muy dinámica y positiva» en una época y nefasta recientemente—, hay que tener en cuenta siempre su proyecto panárabe, hito conductor de todos los pasos de Sadam Husein, y no olvidar nunca su profundo desprecio por un Occidente mercantil e hipócrita.

Todo sueño, para convertirse en realidad, necesita de un mínimo de condiciones objetivas y de una fuerte dosis de voluntarismo. B régimen baasista iraquí, al que no le falta ardor combativo, se ha dedicado con todas sus fuerzas a reunir, una a una, estas condiciones, poniendo en su provecho una coyuntura internacional marcada por el conflicto Este-Oeste, las rivalidades comerciales desenfrenadas de los occidentales y el alza considerable del precio del petróleo.

La primera de estas condiciones era estabilizar el régimen, haciendo del partido Baas un instrumento monolítico consagrado todo él a Sadam Husein. Éste, en la sombra de su primo y presidente de nombre, Ahmed Hassan al-Bakr, llevó a cabo guerras sangrientas, eliminó físicamente a todos los que por su saber, su inteligencia, prestigio o pasado militante, podían hacerle sombra, y compró, mediante prebendas generosas, el silencio de los demás, relegados al papel de meros valedores. En una primera oleada de ejecuciones, durante el verano de 1969, murieron intelectuales prestigiosos, así como los principales responsables del aparato policial y militar del Baas, Una vez que el partido fue controlado por el círculo familiar y el clan de Sadam, el régimen comenzó a reorganizar la policía política y el ejército, con la ayuda de expertos de la Stasi de Alemania Oriental y de consejeros militares soviéticos.

La liquidación de los partidos de oposición en Irak, un país creado por los británicos en 1920 por la anexión de dos provincias árabes de mayoría chífta —Bagdad y Bas ora— y la provincia kurda de Mossoul, rica en petróleo y cereales, había conservado de la época del mandato inglés una vida pública rica y diversificada, así como costumbres políticas que, sin ser auténticamente democráticas, eran relativamente tolerantes comparadas a tas de otros países árabes. Un dirigente comunista iraquí, poco sospechoso de simpatías monárquicas, nos hacía ver recientemente que «durante los 37 años de la monarquía iraquí (1921- 1958} sólo se había ahorcado a 7 opositores» y que «a pesar de las restricciones a la libertad de expresión, existía entonces un cierto Estado de Derecho: uno podía esperar ser juzgado conforme a la ley, recibir en prisión periódicos y libros y salir después de haber purgado su pena. Hoy en día, no solo no puede esperar salir vivo de las prisiones y de las salas de tortura, sino que ni siquiera se puede saber si nuestros hijos, nietos o parientes lejanos van a ser detenidos y ejecutados por nuestras actividades».

Los partidos creados en la época de la monarquía tenían todavía cierta influencia en la población en el momento del golpe militar del partido 8aas, muy minoritario en el país. Las dos fuerzas principales eran el Partido Democrático del Kurdistán de Musraja Raszani, que llevaba la lucha armada desde septiembre de 1961 para conseguir la autonomía de las regiones kurdas, y el Partido Comunista Iraquí, dirigido por otro kurdo, Aziz Mohamed, que era todavía la primera formación política del país y el partido comunista más poderoso del Cercano Oriente. Un ala disidente y prochina de este partido hacía la guerrilla en los terrenos pantanosos. Otras agrupaciones —nacionalistas, nasserianos, liberales o conservadores— actuaban sobre todo en los centros urbanos. El método usado por el régimen baasista para meter en cintura a la oposición es muy instructivo. En un primer momento, los grupos y partidos desprovistos de aparato militar fueron desmantelados y reducidos al silencio por una serie de ejecuciones y por las acciones terroristas de la policía política. La guerrilla maoísta fue sometida por las armas; muchos de sus dirigentes sometidos a tortura aceptaron renegar de sus convicciones y unirse al régimen. Incluso su jefe, Azir al Haj, fue nombrado representante de Irak en la UNESCO para asegurar mejor la propaganda del régimen en los circuitos intelectuales de la izquierda francesa, tarea que realizó con un cierto éxito.

Quedaban dos bastiones de resistencia: el Partido Comunista Iraqui (PC/) y el movimiento autonomista kurdo. La táctica usada fue diferente. El Baas, durante su breve paso por el poder (de febrero a noviembre de 1963) había acordado un alto el fuego con la resistencia kurda para concentrar sus fuerzas y poder liquidar físicamente a más de 10.000 cuadros y militantes comunistas; esta vez buscó atraerse las bendiciones del PCI para combatir mejor a los iraquíes kurdos. Para conseguirlo, fomentó las relaciones económicas y políticas con Moscú y propuso la participación simbólica de los comunistas en el Gobierno y en el Frente Nacional Patriótico, considerado como el órgano que agrupaba a las «fuerzas nacionales y progresistas del país». El PCI, que a raíz de la persecución de 1963, se había refugiado en el Kurdistán para asegurar su supervivencia, se distanció progresivamente de la resistencia kurda y fue neutralizado provisionalmente por el poder. Al mismo tiempo, el régimen baasista hizo que la policía eliminase a gran parte de los cuadros intermedios del PCI, sembrando así la confusión entre sus fieles y desacreditando a su dirección.

El martirio kurdo

El «tratamiento» de la oposición kurda fue en primer lugar militar. De julio de 1968 a marzo de 1970, Bagdad usó sus fuerzas armadas, Incluida la aviación, para aplastar a los 170.000 guerrilleros del general Barzani. Pero sin éxito. Estos últimos controlaban la mayor parte de su territorio y tenían en jaque a las divisiones iraquíes. Conseguir una victoria militar se reveló imposible, debido sobre todo a la debilidad del ejército iraquí, que en esa época contaba apenas con 100.000 soldados poco motivados. Para ganar tiempo, Bagdad tuvo que recurrir a la astucia; Sadam Husein fue personalmente a ver a Barzani y le dijo: «Hasta ahora, bajo la influencia de elementos retrógrados y nacionalistas de nuestro pueblo, hemos cometido graves errores en su contra. Perdónenos. Considéreme como uno de sus hijos. He aquí una hoja de papel: escribid en ella todas vuestras peticiones: las acepto tal cual. Vamos a firmar la paz en interés de nuestros dos pueblos».

Así, el 11 de marzo de 1970 se firmó un acuerdo de paz que reconocía el derecho de los kurdos a disfrutar de una amplia autonomía regional. Incluso se introdujo en la Constitución el principio según el cual Irak estaba formado por dos naciones, árabe y kurda, unidas libremente y disfrutando ambas de igualdad de derechos. El Gobierno central se modificó para incluir cinco ministros kurdos. El kurdo se convirtió en la segunda lengua oficial de! país. Faltaba por definir el equilibrio territorial de la autonomía, en particular la suerte de las provincias kurdas de Kirkout y Khaniqui, donde estaban situados la mayoría de los yacimientos petrolíferos de Irak. Se previo un retraso de cuatro años para la puesta en marcha de instituciones autónomas y la organización de un censo para conocer exactamente la composición étnica de las zonas en las que Bagdad discutía el carácter kurdo.

El régimen iraquí aprovechó esta tregua para reforzar considerablemente su ejército, aislar el movimiento kurdo en el ámbito internacional, intentar debilitarlo mediante una serie de atentados y asesinatos y proceder a la arabización forzosa de las provincias kurdas ricas en petróleo. En abril de 1972, Irak firmó con la URSS un tratado de amistad y cooperación que le permitió aprovisionarse de grandes cantidades de armas soviéticas. Moscú, que tras la represión anticomunista de 1963 y el refugio ofrecido por el general Barzani a los comunistas iraquíes perseguidos había acordado un apoyo discreto al movimiento kurdo, cambió de alianza. Los kurdos de Irak, sintiéndose aislados y cercados, buscaron el apoyo de Irán y, por mediación de éste último, el de Washington.

En marzo de 1976, Bagdad, habiendo multiplicado por cuatro el efectivo de las tropas y sintiéndose en una posición de fuerza, lanzó contra la resistencia kurda una «guerra total» extremadamente mortífera que duró un año, sin que ello significara, sin embargo, tomar la delantera. A pesar de tener un armamento sofisticado, el ejército iraquí, que contaba con cerca de 400.000 soldados pero que no disponía todavía de armas químicas y bacteriológicas, fue incapaz de vencer a los 40.000 partisanos kurdos. Si en esa época las democracias occidentales hubieran respondido a la petición de ayuda de Mustafá Barzani, si le hubieran concedido aunque soto fuera una décima parte de la ayuda que darían más tarde a la resistencia afgana o si a) menos se hubieran abstenido de vender armas y helicópteros a Bagdad, la guerrilla kurda habría podido provocar la caída de la dictadura de Sadam Husein y contribuir a la instauración de un régimen pluralista en este país. Se hubiera evitado entonces el conflicto irano-iraquí y el millón de muerto que conllevó, la invasión de Kuwait, la guerra del Golfo y sus consecuencias. La Francia de Valéry Giscard d’Estaing fue el primer país europeo que se comprometió en una política sin escrúpulos de venta de armas. Otras le pisaron los talones.

En marzo de 1975, tras un año de intensos combates, dándose cuenta de la imposibilidad de conseguir una victoria militar sobre los kurdos, Sadam Husein decidió cercar a éstos últimos aliándose con el Sha de Irán y otorgándole importantes concesiones políticas y territoriales. Se firmó entonces el acuerdo de Argel, de 5 de marzo de 1975, por el cual Irak aceptaba la soberanía de Teherán sobre la mitad de las aguas de Chatt el Arab. Aislado, abandonado y traicionado tanto por Irán como por el Gobierno norteamericano de Nixon, el general Barzani se sumió en el pesimismo y ordenó el fin de la resistencia armada. Este viejo luchador, nacido en una prisión otomana, que en los años 30 había luchado contra las tropas británicas encargadas de la defensa de Irak, que en 1946 se convirtió en ¡efe de los ejércitos de la efímera República Kurda de Mahabad, en el Kurd¡stán iraqui, y que había pasado trece años exiliado en el Asia central soviética, tuvo que refugiarse en Estados Unidos, donde murió cuatro años más tarde de un cáncer.

El fin provisional de la resistencia armada kurda no llevó en absoluto al régimen iraquí a poner en marcha una política de reconciliación nacional. Muy al contrario, obnubilado por su voluntad de transformar Irak en una tierra exclusivamente árabe, desembarazado de las demás minorías, Sadam Husein aceleró la arabización forzosa de las provincias kurdas. En las ciudades petrolíferas como Kirkuk y Khangin se prohibió comprar y vender tierras y casas y vender sus tierras a otros kurdos, mientras que los árabes que deseaban instalarse allí recibían fuertes primas de los poderes públicos. Se instaló un «cordón sanitario» de 20 kilómetros a lo largo de las fronteras con Irán y con Turquía; las ciudades situadas en esta zona de seguridad se evacuaron y se arrasaron desde 1976. Se arrestó a millares de patriotas kurdos, a los que se ejecutó como medida ejemplar, siguiendo la buena tradición terrorista de esta república del terror. Se deportó a más de 150.000 civiles kurdos a los desiertos del sur de Irak.

Como reacción a esta represión masiva, la guerrilla reanudó sus actividades en el Kurdistán iraquí. Pudo retrasar la ejecución del plan de evacuación y destrucción de los campamentos kurdos, pero no pudo impedirlo. En abril de 1979, acompañado por un equipo de la televisión francesa, pude entrar de forma clandestina en este «cordón sanitario», cerca de la ciudad de Qala Dizeh. La vista de aquellas ciudades dinamitadas, con sus escuelas, mezquitas e iglesias reducidas a ruinas, sus fuentes de agua contaminadas, la vegetación destruida, era un motivo suficiente para indignar incluso a periodistas que habían conocido Vietnam y tantos otros teatros de guerra y devastación. Aquellos valles, antaño risueños y prósperos, que viajeros franceses y británicos como Hamilton y Thomas Bois habían descrito como un país de jauja, parecían paisajes lunares. Las imágenes que filmamos fueron transmitidas por televisión y en la prensa. La emoción que suscitó en la opinión pública no fue seguida por ninguna toma de postura de los gobiernos, sin duda muy absorbidos por la búsqueda frenética de contratos jugosos con el amo de Bagdad.

La máquina Infernal

En septiembre de 1980. tras más de un año de preparativos, Sadam Husein se embarcó en su aventura militar contra irán. Objetivo anunciado: provocar la caída del régimen jomeinista o, en su defecto, obtener la revisión de los acuerdos de Argel, para reafirmar la soberanía de Irak sobre la totalidad de Chatt el Arab. En una palabra, Bagdad quería anular las concesiones que había tenido que hacer al Sha como intercambio por su cooperación en la represión de la resistencia kurda. Un problema que al principio no era sino «interno y local» se encontraba así en el origen del conflicto más largo y más mortífero del Cercano Oriente desde la I Guerra Mundial. En julio de 1988, Irak salía exangüe de esta dolorosa prueba, sin haber conseguido ningún éxito militar o político tangible. Víctima de graves problemas económicos y sociales, el país iba a lanzarse a la conquista de Kuwait, primera etapa det grandioso proyecto de Sadam Husein: la unidad árabe.

La guerra contra Irán permitió al régimen iraquí lograr algunas ventajas estratégicas: el debilitamiento militar de Irán durante una decena de años, meter en cintura a la resistencia turca gracias a la utilización masiva de gases químicos y a la destrucción casi total de sus pueblos y, sobre todo, gracias a las transferencias de tecnología que habían tenido lugar durante los años de guerra, la construcción de una máquina de guerra formidable que hizo del ejército iraquí et más poderoso del mundo árabe y del Cercano Oriente.

Hasta aquí, y a pesar de algunos errores, Sadam Husein había jugado bastante bien sus cartas. Al igual que Hitler, consiguió éxitos importantes desde las primeras etapas de su empresa. Siguiendo el ejemplo del Führer, tuvo propagandistas afanosos por todo el mundo, incluyendo, claro está, Francia. Unos, pagados como Dios manda, otros invitados a viajar a gastos pagados al país de las «mil y una noches». En todos los países árabes, los estudiantes y los intelectuales que aceptaban colaborar con el régimen iraquí recibieron becas y subdisíos generosos; otro tanto ocurrió con numerosos periódicos y revistas árabes publicados en Europa o en el Cercano Oriente. Al ser la pasión ciega, estos defensores se hacían lenguas de las virtudes «republicanas, laicas y modernas» de un régimen que sin embargo había destruido el Kurdístán iraquí —un país dos veces mayor que Suiza—, masacrado más de 200.000 de sus habitantes, 25.000 de los cuales lo fueron con armas químicas, internado en campos a cerca de dos millones de campesinos kurdos y obligado a medio millón a exiliarse en Irán y en Turquía.

Reforzado por este apoyo y dándose cuenta de que la comunidad internacional se había contentado con hacer algunas protestas verbales a raíz del gaseamIento de los kurdos, Sadam Husein pensó, a principios de agosto de 1990, que podría anexionar Kuwait sin grandes problemas. Gracias a los recursos considerables de este emirato, habría conseguido reforzar su arsenal militar y su máquina de guerra antes de lanzarse dos o tres años más tarde a la conquista de toda la Península Arábiga, realizando así buena parte de su designio panárabe. Es claro que un dictador que dispusiera de la mitad de las reservas mundiales —dotado, a la larga, de armas nucleares— habría podido sin grandes dificultades convertirse en el soberano del mundo árabe. Según ciertos tránsfugas del régimen, el plan de Sadam Husein sería apoderarse primero de los Emiratos del Golfo y de la costa oriental y petrolífera de Arabia, dejando al rey Hussein de Jordania, convertido ya en su vasallo, lasoberanía del Hedjaz y los Santos Lugares; Jordania estaba destinada a ser un Estado palestino que incluyera a Cisjordania, lo que habría permitido a Sadam Husein situarse frente a los occidentales y particularmente frente a los norteamericanos como un hombre de Estado responsable, preocupado por los intereses legítimos de todos y por la estabilidad regional.

En plena guerra fría, durante el conflicto iranoiraqui, la invasión del pequeño emirato kuwaltí por Irak quizá habría sido tolerada por las grandes potencias. Pero el fin de la confrontación Este-Oeste y el comienzo de una cooperación entre Estados Unidos y la URSS no dejaron ninguna oportunidad, ningún margen de maniobra al dictador de Bagdad, al que todo se le había perdonado hasta ese momento. Por no haber percibido a tiempo este cambio radical en la situación política internacional, el hombre que soñaba con convertirse en el unificador de los árabes e interlocutor privilegiado de los norteamericanos ha mordido el polvo de Kuwait, arrastrando en su aventura insensata la ruina de su ejército y de su país, el naufragio del baasismo y el panarabismo.

La derrota de las tropas de Bagdad provocó en todo Irak vastos levantamientos populares, que expresaban, por encima de la diversidad étnica, religiosa y política de sus protagonistas, el rechazo de la dictadura y una aspiración general por la democracia.

Desde el sur del país, esta comente de opinión llegó rápidamente al Kurdistán, donde, sin embargo, durante la guerra los kurdos habían demostrado una gran prudencia. Para evitar la acusación de colusión con los enemigos de Irak, los movimientos guerrilleros kurdos habían congelado sus operaciones militares desde agosto de 1990, Sin embargo, bajo el doble efecto de los primeros éxitos de los insurgentes en el Sur, los llamamientos a la revuelta contra Sadam Husein lanzados a partir del 15 de febrero por el presidente Bush, la población kurda decidió creer que había llegado la hora de su liberación. El 7 de marzo los habitantes de la pequeña ciudad de Ranya, que el régimen había prometido destruir, se levantaron y se apoderaron, casi sin derramamiento de sangre, de los puestos y cuarteles militares. Su rápida victoria tardó poco en prender en las demás ciudades del Kurdistán. Gracias a la adhesión de las milicias kurdas puestas en pie por el Gobierno a raíz de la guerra Irán-Irak, y gracias también a la valiosa ayuda de miles de desertores del ejército, las fuerzas kurdas han podido en pocos dias controlar el iwiiiintn rtol territorio del Kurdistán. De modo general, el ejército iraqui, muy desmoralizado, no ha luchado con garra contra los kurdos; por lo que se refiere a las unidades especiales y a otras milicias del Partido Baas, ni siquiera tenían talla para hacer frente a los combatientes kurdos.

Pero a partir del 27 de marzo Bagdad, tras haber aplastado la insurrección del Sur, lanzó su gran ofensiva contra el Kurdistán. Se utilizaron muchos helicópteros militares y bombarderos Sukhof en los combates contra las ciudades kurdas, desprovistas de cualquier sistema de defensa antiaérea, y esto ocurrió a pesar de que tras el alto el fuego del 27 de febrero el comandante americano había declarado en numerosas ocasiones que prohibirla su utilización. De hecho, en un viaje político tan espectacular como cínico, Washington había señalado el 22 de marzo que esta prohibición no estaba en realidad prevista en el acuerdo de alto el fuego provisional y que no se oponía a la utilización por Irak de helicópteros en la guerra civil. La población kurda, ametrallada día y noche por los helicópteros, sometida a un bombardeo intensivo de la artillería de largo alcance, decidió abandonar las ciudades para evitar su destrucción total e impedir una hecatombe. Pero, a diferencia de las retiradas tácticas de! pasado, esta vez ya no había refugio posible en el Kurdistán iraquí, puesto que todos los pueblos habían sido arrasados por Bagdad. Asimismo, cientos de miles de civiles, probablemente dos millones de civiles kurdos, se lanzaron a las carreteras y senderos que conducían a las fronteras turcas e iraníes.

Así, la coalición internacional se encontró de súbito enfrentada a la tragedia de todo un pueblo, víctima, como el de Kuwait, de la dictadura de Sadam Husein. Éste, cualquiera que sea su destino futuro, tiene asegurado desde ahora el paso a la historia como el dirigente político que desde las invasiones mongolas del siglo XIII, habrá traído más desgracias, guerras, destrucciones y dramas a su país y a su pueblo —a pesar de haber contado con recursos humanos y materiales excepcionales para conseguir su felicidad y prosperidad. El futuro del «nuevo orden internacional basado en el derecho y la justicia», evocado tan a menudo durante los últimos meses, dependerá —no lo dudemos— de la forma en que la comunidad internacional sepa tratar la tragedia kurda.