Letras y Poder en Roma es un libro en el que Antonio Fontán recoge 23 artículos publicados a lo largo de cincuenta años (entre 1950 y 2000) sobre un conjunto de materias sorprendentemente diversas, si bien todas ellas responden a alguno de los dos miembros del título, cuando no a los dos a la vez. No es, pues, un libro de ensayo escrito, digamos, de un tirón y con un plan prefijado y seguido con rigurosa precisión. Es una colección, repito, de artículos, seleccionados de entre toda la extensa producción del autor por referirse a la Antigüedad romana, entendida en sentido amplio. Quedan aparte, quizás para otro volumen, los dedicados al Humanismo renacentista, que, junto al muy conocido titulado Humanismo romano y que publicó hace ya un cuarto de siglo la editorial Planeta (¡parece mentira que en algún momento de su vida la editorial Planeta publicara este tipo de cosas!), darían una imagen muy sólida del pensamiento filológico e histórico de Antonio Fontán.
Pero el lector que no haya frecuentado sus estudios, quedará sorprendido desde muy pronto por la coherencia con que se presentan los diversos capítulos, hasta el punto de que da la impresión de que obedecen, a pesar de las distancias cronológicas y quizás intelectuales, a un plan tan meditado como el que podría haber conducido a la redacción de un ensayo. Creo que la razón fundamental de esa coherencia se debe al hecho de que cada artículo, cada pieza del mosaico, responde a una pregunta bien precisa (¡qué necesario es saber qué pregunta se ha formulado un investigador antes de escribir un trabajo!; ¡qué sin alma resultan los escritos que no parecen responder a ninguna pregunta!). Y esas preguntas, invariablemente, conciernen a cuestiones esenciales de nuestras disciplinas y a temas de interés general, o por decirlo de otro modo, del máximo interés. Ordenadas las respuestas con un mínimo de habilidad — como es el caso—el resultado es excelente y la lectura, de una amenidad incuestionable. Ahí están las respuestas que Antonio Fontán se da y nos da a preguntas tales como ¿por qué hay que leer a los clásicos? ¿quiénes son los clásicos? ¿cómo es y qué caracteriza a la cultura romana?, e cosí via…
Cincuenta años de constante actividad intelectual con los clásicos como permanente telón de fondo, como inseparables libros de cabecera. Imagino que desde esa privilegiada atalaya — la de sus años y la de su vida—, al volver momentáneamente la vista atrás, Antonio Fontán contempla un paisaje de horizontes ilimitados pero también, y a pesar de tantos vaivenes y zarandeos, de una serenidad gozosa. ¡De cuántas cosas se puede escribir en cincuenta años! ¡Cuánto saber acumulado pacientemente! ¡Qué maravilla haber aprendido tanto y poderlo contar! Mas no quisiera creer —por más que la situación lo permita— que este libro responda al sencillo deseo de ir poniendo en orden la casa.
Lo leo, lo leemos, como tantas veces ocurre con ese misterio que son los libros, desde un pasado palpitante y vivísimo, como una ventana hermosa abierta al futuro y sabemos que esa vida que corre a raudales en las páginas de nuestros clásicos, en las páginas de este libro, no es una vida —pase lo que pase y se diga lo que se diga— llamada a desaparecer, reservada a unos pocos (¿los elfos de nuestra civilización?). No nos merecemos ni me resigno a imaginar una cultura para los días que han de venir, ni para las generaciones que han de recibir nuestro legado, en la que no estén presentes de manera muy principal esos autores y esos temas sobre los que se habla en este libro, porque aquí se demuestra que cualquier lector medianamente culto no ha de encontrar en estas páginas reliquias ni vestigios de un pasado remoto, antiguallas sin interés (muebles y trastos viejos, si se me permite), sino espléndidos referentes que llenan de hondura intelectual las preguntas —siempre las mismas preguntas— que nos seguimos haciendo y sobre las que hemos de edificar nuestro futuro, (antigüedades, por seguir con la imagen, que continúan en nuestros hogares prestándoles no ya su utilidad sino también la impagable belleza que confiere el paso de los años a lo que es verdaderamente bueno).
Antonio Fontán ha articulado su nuevo libro en torno a cinco líneas de fuerza: La palabra de los clásicos, Política e Historia, Los hispanos, oradores y poetas, Imperio y cristiandad. Entre el primer capítulo titulado programática muy oportunamente— «Los clásicos latinos, libros para leer» y el último, cuyo título no menos apotegmatico dice «La segunda latinización de Europa» (luego vino aún una tercera en los siglos del Renacimiento, para, por fin, dar paso a la por ahora definitiva «Cuarta latinización» o «La latinización —por vías indirectas— de casi todo el orbe»), se engarza un espléndido rosario de temas que oscilan desde la más estricta filología y desde la microscopía del hecho literario («Análisis estructural de la poesía: un comentario a Horacio, C . III») a los planteamientos de altos vuelos y panorámicas generosas como los capítulos titulados «La historia como saber político» o «Dos mil años de era cristiana», aparte de los ya citados.
Mas aquí vuelven a aparecer, por debajo de esas grandes líneas de fuerza, algunos de los tópicos esenciales del pensamiento filológico de Fontán: Tito Livio, Séneca, Constantino, Historiografía, Retórica y Oratoria, Poética, El poder y su ejercicio… varios de esos tópicos ya estaban presentes en el mencionado Humanismo romano. Ahora, como si se tratara de aprehender el objeto mediante su encapsulamiento a través de sucesivas aproximaciones de círculos concéntricos, vuelve el autor su atención al Tito Livio de arquetípicas historias de romanidad («Tito Livio historiador y retórico», «El griego de Tito Livio», «La historia como saber político»), a la poliédrica y siempre fascinante personalidad de Séneca («Los Anneosde la Bética», «Séneca político y filósofo», «La monarquía de Séneca», «El sabio en la ciudad», «Séneca y la providencia de los dioses»), a Virgilio y Horacio, a Quintiliano, a Marcial y Estado , para acabar recalando las naves de su curiosidad en el tardoimperio de Constantino («La revolución de Constantino») y San Agustín («San Agustín, intelectual romano y padre de la Iglesia»).
Antonio Fontán, como es bien sabido, ha simultaneado su actividad filológica con otros quehaceres absorbentes. Sin embargo, siempre ha procurado mantener al día su incansable sed de íntimas respuestas. Todos los que hemos estado cerca de él, hemos recibido durante años, con puntualidad inquebrantable, un nuevo artículo suyo editado expresamente como felicitación navideña. Alguno de esos artículos está recogido en este libro. Y esa constante tensión entre las diversas facetas en las que ha proyectado su vida ha dejado huellas bien perceptibles en los diversos ámbitos de su actuación: ¿acaso no hay un punto de estoicismo senequiano en su manera de entender la política? o ¿no hay un titoliviano?—perdóneseme el adjetivo— respeto por la tradición y la historia a la hora de enfrentar la cosa pública? Del mismo modo, también sus artículos filológicos están impregnados, a partes iguales, de la grauitas y de un estilo tenuis, imprescindibles en el buen periodista que quiere acercarse a un público amplio sin perder por ello la compostura y la dignidad de la pluma cultivada. Se leen estas páginas con una facilidad ajena al tedio que producen tantos otros trabajos de ciencia. Para ser preciso no es necesario —incluso incomoda— ser abstruso. Rem tene, uerba sequentur, que decían los antiguos clásicos. Y así es.
Si algo queda de definitivo al cerrar la lectura de este libro es que Antonio Fontán tiene —porque se la ha sabido construir a fuerza de preguntas y respuestas— una imagen personal y cautivadora de Roma y lo que ella representa en la civilización occidental. Y eso es una hermosa manera de entender y vivir la vida.