Cuando el director de Nueva Revista me sugirió escribir un artículo sobre Antonio Fontán y su etapa de director del diario Madrid, en la que tuve el honor de compartir a su lado, como subdirector del periódico, aquella fascinante aventura periodística que fue un prólogo político e intelectual a nuestra transición democrática, andaba yo enfrascado en la lectura de un libro que recomiendo vivamente a aquellos que tengan alguna preocupación por el pensamiento de nuestro tiempo: La vida de Isaiah Berlin, escrita por Michael Ignatieff, que es algo más que una simple biografía.
Entonces pensé que sería fantástico hacer algo parecido a lo hecho por Ignatieff con el profesor Fontán: tener una larga conversación con él e intentar recoger con unas pocas palabras verdaderas la esencia de lo que él ha representado para la gente de mi generación como periodista, pensador y político. Berlín también estudio Filosofía y estuvo a punto de dedicarse profesionalmente al periodismo, cosa que no hizo porque cuando el director de The Manchester Guardian le preguntó si tenía facilidad para escribir dijo que no. (Durante la II Guerra Mundial demostró con sus informes que escribía mejor que la mayoría: sus escritos llegaban hasta la mesa de Churchill, que se preguntaba quién era el sagaz autor de aquellos análisis).
Antonio Fontán —filósofo, ensayista, latinista, catedrático, político— ha concentrado lo esencial de su biografía periodística en esos años de director del Madrid, pero antes y después ha hecho muchas cosas en esta profesión. Desde dirigir el Instituto de Periodismo de la Universidad de Navarra a escribir terceras de ABC. Aunque ciertamente los años del último Madrid —1968-1971— fueron unos años muy significativos, tensos y estimulantes.
Los que estuvimos con Antonio Fontán en aquella batalla por las libertades, con la ardiente paciencia suya modulando la impaciencia juvenil de algunos, podemos ver ahora, con la suficiente perspectiva, lo que representaba para un intelectual que era profesor de latín aceptar, por ejemplo, que a una foto con el futbolista Amancio (que era una especie de Raúl de entonces) en la boca de gol, le pusiésemos el celiano título de El gallego y su cuadrilla. El, que era el director, se ocupaba sobre todo de la página editorial, pero tenía la antena orientada hacia todo lo que ocurría en el periódico, y se sentía tan cercano a Chumy Chúmez, que enviaba las agudas viñetas de la página 3, como a Tomás, el regente del taller, que le hacía llegar a su despacho los primeros ejemplares que salían de la rotativa.
Cuando en abril del año 2000 el IPI (Instituto Internacional de Prensa), de cuya sección española había sido presidente, concedió los títulos de Héroes de la libertad de Prensa del último medio siglo, Antonio Fontán fue el único español entre los cincuenta galardonados, y Esperanza Aguirre, como presidenta del Senado, organizó un homenaje, presidido por Mariano Rajoy, en el que tuve ocasión de rememorar los aplausos recibidos en Boston, en la entrega del premio. Aquellos aplausos eran un reconocimiento no sólo a su rigurosa vida profesional y política, sino a un estilo de hacer periodismo en tiempos difíciles. Porque la etapa final del diario Madrid fue un anticipo de lo que iba a venir enseguida. Era un periódico plural y un punto de encuentro de ideas y talantes, un lugar de convivencia civilizada. Una metáfora de lo que queríamos que fuera España.
Quizá del Fontán de aquellos años podemos decir lo que Ignatieff dice de Isaiah Berlin: «Era este sentido de oscuridad circundante lo que había dotado de una elocuencia sombría a sus mejores escritos y de pasión a su vocación intelectual. Pero no permitió que los tiempos dictaran su carácter». Porque, como el autor de su soberbia biografía dice de Isaiah Berlin, de Antonio Fontán se puede asegurar que, «en un siglo oscuro, él demostró cómo debe ser la vida del espíritu: escéptica, irónica, desapasionada y libre».