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El 29 de septiembre de 1364 el cardenal don Gil de Albornoz entrega al notario apostólico de Ancona el testamento escrito de su puño donde instituye por heredero universal un centro de veinticuatro estudiosos (scholarium) a construirse en Bolonia con el nombre de Colegio o «Casa Hispánica».

El gran reconstructor de los Estados Pontificios produce así una novedad doble: el primer colegio universitario español… y la primera de las instituciones españolas en absoluto, pues se anticipa en siglo y medio a la unidad de los reinos peninsulares. Hacer un Colegio de España en el siglo XIV es intitularlo a un futurible. Y, en algún modo, empezar a construirlo. Con el estudio y aun con la misma convivencia. Don Gil reúne a jóvenes de Castilla y Aragón, Cataluña y Galicia, Andalucía, Navarra, Valencia, Extremadura… En su terruño, cada cual habría considerado extranjeros a los otros; en Bolonia, unidos a la suerte de la casa común, iban a descubrir que eran españoles, como los llamaban todos en las aulas y en la calle.

Aunque sufran postizos, citas sacras del esmerado lerdo y otras impertinencias de poca monta, los estatutos contienen las disposiciones del cardenal Albornoz.

Dos albaceas del cardenal, su sobrino el canonista Fernando Álvarez y el obispo de Osma, don Pedro, redactan los estatutos según él se los explicara de viva voz. Don Gil autoriza tales instrucciones como propias mediante codicilo del 23 de agosto de 1367, penúltimo de sus días en la tierra. Con la aprobación de los estatutos por bula de Urbano V (25 de septiembre de 1369) el Colegio cobra plena personalidad jurídica. Pocos años después uno de sus dos redactores, el ahora obispo de Cuenca, don Pedro, los revisa a instancias de Gregorio XI -también él albacea de don Gil, y entusiasta suyo como ningún otro pontífice-, quien promulga la versión definitiva el 20 de noviembre de 1377. Así se imprimirán los estatutos en Bolonia en 1485. Los retoques introducidos por don Pedro suelen ser reconocibles, y ninguno parece grave, aunque tampoco acertado. El peor es acrecer la colegiatura a ocho teólogos, dieciocho canonistas y cuatro médicos: incauto triunfalismo por una abundancia pasajera de recursos. Menudo desbarajuste, alojar a treinta colegiales en una casa concebida para veinticuatro.

Aunque sufran postizos, citas sacras del esmerado lerdo y otras impertinencias de poca monta, los estatutos contienen las disposiciones del cardenal Albornoz compiladas por Fernando Álvarez, primer rector del Colegio. No exagera el canonista cuando los atribuye íntegramente a la voluntad de su señor tío, «de la cual, en todo cuanto a continuación se describe, tenemos plena constancia en cada punto» (est.I). Por él constan las motivaciones del causante:

el principal propósito de dicho Señor nuestro en la construcción de una casa de tal naturaleza, después del de la salvación de su alma, fue proveer a la ignorancia de los españoles; entre los cuales, a causa de las confrontaciones de las guerras y otras infinitas calamidades que en sus tiempos se presentaron en aquella provincia, mucho ha menguado el conocimiento de las letras, o la abundancia de doctos…(est. III)

Así se justifica que el Colegio acepte sólo estudiantes españoles. Toca proponerlos por turno a determinadas sedes ibéricas y al príncipe o jefe de la casa de Albornoz. Podrán ser clérigos o laicos, pero siempre seglares; no frailes ni monjes, «pues hombres de dispar profesión, uno con otro, mal suelen convivir» (est.II). Dado el conjunto mixto de laicos y religiosos, es notable el orden de precedencias cuando el Colegio se reúne:
«Tras el rector, se sentarán primero los graduados en la ciencia, según la cualidad del grado […]; después […] los constituidos en dignidades eclesiásticas […]; y si por ventura algunos de ellos tuviesen prelación eclesial sobre los graduados, pese a eso aquí queremos que la ciencia a la cual son llamados prioritariamente todos los del colegio sea honrada por todos, para que cada cosa anime virtuosamente a ella.» (est. XV).

Los designios fundacionales de don Gil, a más de manifestarse en documentos como éste y el testamentario -cosa común entre fundadores-—, constan también por monumento. Porque el propio edificio, hoy considerado gran precedente de la arquitectura renacentista por C. L. Frommel y demás autoridades en la materia, es creación suya. Se diría que ya en el siglo XV lo supo Pérez de Guzmán, pues en los Claros Varones le dirige un elogio alusivo a su originalidad arquitectónica: «en Bolonia edificasteis / un colegio de obra extraña…». Albornoz concibe la idea, fija las dimensiones, dibuja los planos con ayuda de sus técnicos o delineantes y define cada particular, desde el desarrollo de la escalera doble a las columnas y sus capiteles, las ménsulas y nervaduras de las bóvedas o los escudos del dintel. Todo conforme a la magnificencia anunciada en su testamento, donde por tres veces en otras tantas líneas prefigura la noble dignidad del palacio: en un sitio decenti próximo a las escuelas universitarias ha de construirse una residencia decens con capilla decens en honor de San Clemente…

Nada de lo cual es mero antojo, sino conciencia clara del rumbo que ha emprendido la cultura. Ya no pide claustros conventuales: está creciendo en estancias palaciegas. Recuérdese la innovadora figura de Petrarca, amigo de don Gil; o el modelo aristocrático de la nueva juventud intelectual, que propone «Fe, Ciencia y Caballería». Albornoz evita que su edificio parezca un convento: ha de ser un palacio… con fastuosos libros de estudio. Como advierte M. Kiene, máximo especialista en estructuras universitarias medievales, Italia no conoció ninguna con biblioteca antes del Colegio de España, y aún debería esperar más de un siglo para ver otra. No semejante, porque no la hubo nunca. Los trescientos códices del Colegio, según Maffei, Cortese y Rossi -eruditos que dedicaron casi tres décadas a su análisis y catalogación -, constituyen un acervo privado sin igual en Occidente. Y también esto enseña cómo concebía su obra don Gil. Casa y libros se han conservado casi incólumes hasta nuestros días por el mucho respeto de todas las generaciones colegiales a la intangible huella del fundador.

El 6 de enero de 1530 el emperador Carlos, ya en vísperas de coronarse en Bolonia, visita el Colegio y le concede  regia  protección  por  sí y sus sucesores.

En cambio, donde los juristas abundan -y en el Colegio son plétora-no suele prevalecer el mismo respeto hacia las normas, sino el apetito desordenado de interpretarlas. En 1489, y a título de aclarar las verdaderas intenciones de don Gil, se añade a los estatutos una cláusula restrictiva en favor de los verdaderos cristianos. Esto es, tras una grave batalla en la colegiatura, se excluye a los conversos y sus descendientes. Aunque no tengo empacho en confesar que aquí, como de costumbre, estoy con los conservadores, reconozco que probablemente la horda ordinaria progresista salvó al Colegio. De convertirse en refugio de moros y judíos bien pronto habría dejado de existir. Pero, paradójicamente, la ética plebeya de la sangre, sola vanidad asequible a los hijos de nada y no de algo, iba a entregar el Colegio en monopolio a la aristocracia. Cuando se impuso la exclusión, era suficiente remontarse a los abuelos y aducir testimonios de ser fama que comían tocino. Una centuria después, sólo los vástagos de nobles estirpes, con sus árboles genealógicos y probanzas en regla, pudieron acreditar esa charcutería ya remota. Durante siglos, el Colegio iba a ser coto de hidalgos. También reconozco que lo defendieron como nadie, aunque quizá con excesivo uso de la espada. Aun hoy, alguna guía de Bolonia persiste en el bulo de la nobleza exigida en el Colegio español.

Tal reforma fue un cáncer en los estatutos: innumerables veces tuvieron que volver a reformarla los pontífices. Pero dejémosla, porque al fin la derogó el olvido.

El 6 de enero de 1530 el emperador Carlos, ya en vísperas de coronarse en Bolonia, visita el Colegio y le concede regia protección por sí y sus sucesores. Desde ese día se timbra de Real el instituto. La merced comporta privilegios que serán causa indirecta de otro añadido al nombre mucho menos feliz.

¿Quién no ha oído llamarlo «San Clemente de los españoles»? Es un despropósito, visto que el fundador, si bien intitula al Papa mártir la capilla, decide llamar al Colegio de España. Así lo hizo siempre todo el mundo…salvo nuestros compatriotas.

Veamos por qué yerran: en 1528 el antiguo colegial Andrés Vives funda otro colegio español- para sus paisanos de Alcañiz -que se inaugura en Bolonia diez años más tarde. El de Albornoz le sospecha intenciones de participar en sus privilegios de 1530 ratificados por Felipe II en 1563. Y pide a los sucesivos monarcas que renueven las concesiones especiales a favor del Colegio de España en Bolonia, el de la capilla de San Clemente, por si hubiere duda. Pronto la administración española lo llamará Colegio de San Clemente a secas. Hoy es nombre no sólo impropio sino injusto, porque a mediados del XVIII los bienes del extinto colegio alcañizano, conforme a la voluntad del propio Vives, los recibió el de don Gil, heredero de su memoria.

La protección regia se traducía en beneficios de dos especies. Brindaba a los bolonios un halagüeño futuro con exenciones fiscales, preferencia en los empleos superiores de la administración española y otros privilegios tan raros como apetecibles; al Colegio mismo le ofrecía eficaz amparo a través del embajador en la Santa Sede y otro especial ante las autoridades boloñesas, el delegado regio, que tuvo funciones entre protocolarias y subrepticiamente disuasorias: de producirse un ataque a la fundación, el representante del Rey habría podido movilizar los poderosos contingentes bélicos de la corona en Milán, Nápoles y los Presidios Españoles. No así el rector, colegial anualmente elegido por sus compañeros si el jefe de la casa de Albornoz no decidía nombrarlo por su cuenta. Añádase el visitador apostólico que el pontífice enviaba de vez cuando: demasiadas autoridades sobre tan pocos súbditos, y por lo común mal avenidas entre sí. Para sosiego entre las dos superiores fue costumbre atribuirlas a la misma persona, el visitador por breve [apostólico] y patente [regia]. Con efectos deplorables para la colegiatura. Mientras a tamaño visitador lo autorizan el Papa y el Rey, en el siglo XVIII los rectores llegan a derivar su nombramiento -a falta de quorum– de un presunto viceprotector o un remoto pariente de la estirpe albornociana. Algún año no tuvo el Colegio quien ejerciera las funciones rectorales, y otros -cosa aún peor- se las atribuyeron a la vez dos becarios en nombre de autoridades distintas, con guerras civiles muy bastantes para acreditar que ésta es realmente una Casa Hispánica.

El Colegio  vive  su  mayor  tragedia bajo el dominio del terrible corso y su criatura, la República Cisalpina. Por Decreto Imperial de 28 de marzo de 1812,  Bonaparte  lo  declara  disuelto  y  atribuye  su  patrimonio  al Monte Napoleón.

El remedio fue reunir en una persona y a perpetuidad los tres títulos: el patrono de estirpe y el cardenal protector nombran de consuno rector y visitador a un bolonio que S. M. el Rey eleva a delegado regio. Así ocurre -con la laguna que pronto se verá- desde 1758 hasta nuestros días. Los rectores ya no duran un año, sino muchos. Tampoco volverán a verse en polémicas con delegados regios y batallas con rapaces visitadores apostólicos: ni quien esto escribe ni casi nadie es dado a pelear consigo mismo.

El Colegio vive su mayor tragedia -y muere- bajo el dominio del terrible corso y su criatura, la República Cisalpina. Por Decreto Imperial de 28 de marzo de 1812, Bonaparte lo declara disuelto y atribuye su patrimonio al Monte Napoleón. Fueron expulsados los colegiales y vendidos los bienes del Colegio salvo el edificio, que quedó como res nullius tras tres subastas desiertas (la última sin precio de base) porque los boloñeses se negaron a participar en el inicuo despojo de la casa española.

A la caída del famoso déspota empezaron las reclamaciones. Fueron inútiles: por incalculable ineptitud del representante de Su Majestad Católica en Viena, el congreso santificó las adquisiciones en pública subasta sin salvar las propiedades del Colegio en los artículos 97 y 103 del Tratado. Restituida Bolonia al pontífice, Pío VII, que por dramáticas motivaciones personales profesaba vehemente afecto a la obra de don Gil, quiso restablecerla devolviéndole lo suyo. Pero el Gobierno austriaco que administraba la ciudad se lo impidió conforme a los acuerdos vieneses. Supo el Papa de sus propios juristas que, en efecto, no cabía una restitutio in integrum; y como, de otro lado, tampoco le tocaba a él indemnizar los latrocinios de Bonaparte, el Colegio español había dejado de existir. Así las cosas, Pío VII decidió restablecerlo a sus expensas. Lo hizo en 1819, tras resolver algún problema jurídico cuya complejidad no cabe en estas páginas. Desde entonces, el Colegio es fundación pontificia.

No acabaron aquí sus infortunios. El siglo XIX es el de las usurpaciones gubernamentales. A la napoleónica seguiría la de España. Tras suprimir en 1853 el reconocimiento de los títulos obtenidos por los bolonios -brutalidad legítima, pues no excede a las competencias del Estado español-, una Real Orden de 1855 quiso confiarle la fundación al extraño aventurero Manuel Marliani y sus intenciones desamortizadoras. El único colegial supérstite en la casa, José María de Irazoqui, dio por nulo el ilegítimo nombramiento; así se reconocería en nueva Real Orden (10-X-1857). Pero Marliani, pertinaz en el propósito y mudable en la naturaleza, se dijo italiano y fue al punto senador, como acababa de serlo entre nosotros: en 1861 las Altas Cámaras Constituyentes reunidas en Turín le asignaron el Colegio para que lo desamortizara a su gusto. No preveían los usurpadores la resistencia inquebrantable del solitario colegial. Por fortuna, era aragonés.

Irazoqui estorba el despojo de la fundación; pero en España las disposiciones entrometidas -sin competencia- en la suerte del instituto, junto a la frustrada codicia de Marliani, sugieren a varios políticos que el gobierno posee en la Emilia un depredable patrimonio. La desvergüenza rebasa todo límite cuando el marqués de La Vega de Armijo, como ministro de Estado, alumbra el último día de 1879 unos sedicentes «Estatutos» donde se erige en supremo jerarca de la fundación; el muy presuntuoso dice derogar cuanto se le oponga (vistas las disposiciones que ningunea, y quién proceden, parafraseemos a Jorge Manrique: «que a Papas, Emperadores / e Prelados / así los trata -el ministro- / como a los pobres pastores / de ganados»). Nada de lo cual es derecho, pero sí apariencia apta para favorecer designios delincuentes. Acuden al Colegio delegados ministeriales, rectores apócrifos que roban a mansalva. Por dos veces los bolonios consiguen en Madrid imponer la figura insigne de su compañero Gómez Tortosa para reparo de la fundación, y otras tantas el turno de partidos la devuelve a los ladrones.

En 1914 es una ruina donde malvive un solo colegial mientras el representante del ministro sustrae los últimos recursos del Colegio. El duque del Infantado, jefe de la casa de Albornoz, aprende entonces que el ayuntamiento boloñés se apresta a liquidar la moribunda obra de don Gil. Acude al rey Alfonso XIII y con su apoyo crea una Junta de Patronato donde se reúnen todas las becas disponibles (las suyas y las de las diócesis) para otorgarlas desde ahora sin favoritismos, por concurso nacional de méritos. En contrapartida, el Estado reconoce los títulos de los bolonios y otorga la patente regia al rector propuesto por la Junta. Convención que con el nombre -impropio- de Estatutos sanciona el Real Decreto de 8 de mayo de 1916 (corregido por R.D. 20-III-1919).

En su virtud, el siglo XX, comenzado con tan mal pie, figura entre los más brillantes de la historia colegial. Aludo al período -casi dos tercios de centuria- que toca a los rectores Manuel Carrasco y Evelio Verdera; otros juzguen cuanto sigue.

¿Y mañana?

Siempre son de temer nuevos acosos. Pero seis siglos y medio impulsan y aleccionan: siquiera aquí, a la postre lo justo prevalece.

No digo gracias a quién. Los extraños no lo creerían; los colegiales ya lo saben.