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«En los desiertos del Oeste -terminaba el maestro argentino- perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas». Aplicando ahora a las históricas la enseñanza de esta parábola borgiana, podría decirse que es deber ineludible de todo historiador ignorar ciertos datos y hacer abstracción de otros, esquematizando de alguna manera el frondoso bosque de la realidad, so pena de no poner de manifiesto el sentido de ésta.

Pero, por otra parte, esa esquematización, tan esencial para poder explicarse y explicar cualquier proceso histórico, tampoco puede ser —por más que, como en este caso, la exigencia de brevedad lo propicie- tan excesiva que se convierta en una deformación.

Se trata, en definitiva, de avanzar entre dos escollos simétricos y parejamente peligrosos: Escila, el exceso de análisis; Caribdis, el exceso de síntesis (por decirlo en términos clásicos).

La recuperación del sentido clásico

En semejantes circunstancias, parece que lo deseable —y también lo más difícil- es dar con la distancia correcta, con el punto de vista que nos permita percibir las cosas en su realidad sustancial, sin someterlas a mutilaciones ni quedarnos sin comprenderlas, desbordados por sus pormenores insignificantes.

Desde mi punto de vista, el rasgo que caracteriza primordialmente a la mayoría de los libros interesantes publicados en España por poetas jóvenes desde los últimos años setenta hasta esta segunda mitad de los noventa es la recuperación del sentido clásico. Entiendo por tal cosa no solo el voluntario encadenamiento a la tradición, tanto en los aspectos temáticos como formales, sino también la concepción humanista de la poesía, la confianza en el poder comunicativo del lenguaje y del arte, la simultánea conciencia de sus límites, la serena aceptación de éstos, la sobriedad y contención expresivas y el equilibrio entre el contenido y la forma, entre los elementos intelectuales, emocionales y sensibles, y entre la realidad objetiva y la subjetiva.

Si los comienzos de aquella década estuvieron marcados por la hegemonía de la estética «novísima» -una estética claramente «desequilibrada» con su concepción esteticista y formalista de la poesía, su interés por el irracionalismo, la experimentación, el culturalismo y el hermetismo, y su tenaz empeño en separar arte y vida—, su conclusión presentó un cariz muy diverso: en primer lugar, los «novísimos» más representativos o bien habían enmudecido (al menos en la faceta de poetas que les había dado renombre), o bien habían entrado en una etapa de decadencia creativa, o bien habían variado su rumbo, aproximándose a la poesía de aspecto autobiográfico, a los contenidos vivenciales, a la expresión de sentimientos, a los «grandes temas» (el amor, la muerte, el tiempo, el sentido de la existencia, la religión, etc.) y a cierta simplificación formal. Los casos de Luis Antonio de Villena y Luis Alberto de Cuenca son los más significativos en este sentido, a partir de sus libros Hymnica (1979) y La caja de plata (1985), respectivamente. Puede recordarse también la figura de Antonio Colinas, un poeta que, después de unos comienzos neorrománticos e intimistas, se acercó a la más convencional estética «novísim a» con Truenos y flautas en un templo (1972) para emprender, a partir de Sepulcro en Tarquinia (1975), una nueva andadura —parangonable, mutatis mutandis, a la del segundo Villena—, en la que fusiona, o, mejor dicho, identifica experiencia cultural y experiencia vital.

Por otro lado, en los últimos años setenta y primeros ochenta empieza a hacerse notar y a producir influencias la obra de algunos poetas coetáneos de los «novísimos» que, por seguir estéticas menos llamativas, más continuistas con respecto a la tradición en general y a la de los «poetas de los cincuenta» en especial, habían pasado inadvertidos en medio del estrépito provocado por aquéllos. Son los que Luis Antonio de Villena ha llamado «los poetas ocultos», Antonio Sánchez Zamarreño «los disidentes» y José Luis García Martín «la segunda promoción de la generación del setenta»: Juan Luis Panero, Carlos Clementson, Javier Salvago, Fernando Ortiz, Eloy Sánchez Rosillo, Abelardo Linares, Víctor Botas, etc. Buena parte de ellos empezarán a ser tenidos en cuenta a partir de la antología Las voces y los ecos, publicada en 1980 por José Luis García Martín.

«Tradicionalistas» y «novísimos» reciclados

La línea «tradicionalista» de estos poetas y los «novísimos» reciclados irá imponiéndose, a medida que avanzan los años ochenta, no solo sobre la «novísima», sino también sobre ciertas derivaciones de ésta bastante notables entre 1975 y 1985, como el esteticismo hedonista (derivado de Cernuda, Gil-Albert, el grupo Cántico, Brines, Cavafis y Villena, y especialmente vivo en Andalucía), la «poética del silencio» (practicada sobre todo en Valencia y las Canarias, bajo el magisterio de Valente, Paul Celan y los ensayos de María Zambrano) y el neosurrealismo (cultivado por un elevado número de poetisas y respaldado por la colección «Adonais»).

Ciertamente, no se me oculta que el término «novísimos» abarca un conglomerado de autores que, contemplado muy de cerca, mostrará sin duda una notable heterogeneidad: hay diferencias, para empezar, entre los «novísimos» stricto sensu —es decir, los poetas incluidos por José María Castellet en su famosa antología de 1970 y los «novísimos» latu sensu -por ejemplo, los recogidos por Antonio Prieto en Espejo del amor y de la muerte en el año 71—; en el ámbito de la propia antología de Castellet aparecen separados, en función de diferencias objetivas, los poetas «senior» de los «de la coqueluché», dentro de éstos últimos es forzoso admitir que existen también importantes divergencias: el irracionalismo digamos subversivo de un Leopoldo María Panero o un Molina Foix está muy lejos del conceptualismo metapoético y semiológico de un Carnero, por poner un solo ejemplo, aunque compartan ciertos elementos de decoración exterior. Pero también es verdad que, vistos menos de cerca, y en comparación con los inmediatamente anteriores, los poetas más conspicuos de 1968-1973 confluían en el haz de peculiaridades diferenciales a las que arriba he hecho alusión. Tampoco el coloquialismo, el humor y la tendencia satírica de Víctor Botas se encuentran en Eloy Sánchez Rosillo, ni la exuberancia verbal, sensorial y vitalista de Carlos Clementson en Javier Salvago, y sin embargo unos y otros, considerados a cierta distancia, participan de un «aire» común, que se define también en contraste con el del momento precedente.

Así pues, a medida que van corriendo los años ochenta dos convicciones van generalizándose entre los poetas más jóvenes. En primer lugar, la de que el marbete «tercera generación de posguerra» (o «generación del 70») es, contra lo que se había pensado hasta la segunda mitad de los setenta, notoriamente más amplio que el de «los novísimos», que acabarán siendo vistos como un mero sector de aquel conjunto generacional; por otro lado, la convicción de que lo más valioso y fecundo de la «generación del 70» está precisamente en su parte no «novísima».

De estas convicciones básicas y del magisterio de los «disidentes» del setenta y algunos «novísimos» reconvertidos —que abre a su vez las puertas de otros magisterios más lejanos, desde Unamuno, Juan Ramón Jiménez y Manuel Machado a González, Brines y Gil de Biedma, pasando por Borges y Cernuda, y sin olvidar a extranjeros como los simbolistas franceses, cierto Eliot, Auden, Larkin o Pessoa— nacen las obras de los últimos poetas jóvenes, generalmente nacidos a la vida biológica a partir de 1955 y a la literaria a lo largo de los años ochenta y los primeros noventa: Andrés Trapiello, Jon Juaristi, Luis García Montero, Julio Martínez Mesanza, Amalia Bautista, César Martín Ortiz, Carlos Marzal, Vicente Gallego, Felipe Benítez Reyes, Juan Lamillar, José Mateos, Pedro Sevilla, Juan Bonilla, José Antonio Mesa Toré, Alvaro García, Abel Feu, Emilio Quintana, Leopoldo Sánchez Torre, José Luis Piquero, Javier Almuzara, Lorenzo Oliván, Pelayo Fueyo, Martín López—Vega, Silvia Ugidos, etc. Poetas que en no pocos casos proceden de grupos más o menos perfilados, constituidos bien en Asturias (en torno a José Luis García Martín y las revistas Reloj de arena y Clarín), bien en Sevilla (alrededor de Abelardo Linares y la editorial Renacimiento), bien en Jerez y cercanías (a la sombra de Francisco Bejarano), bien en Granada (el grupo de «La Otra Sentimentalidad»), y que han ido editando sus libros ya sin necesidad de someterse al antiguo centralismo editorial de Madrid y Barcelona, pero que a lo largo de los ochenta van entrando en relación y formando un frente común, a cuya cabeza se han destacado de forma muy especial José Luis García Martín, Abelardo Linares, Felipe Benítez, Luis García Montero y Andrés Trapiello.

De cerca y de lejos

Volvemos a lo de siempre: miradas las cosas desde cerca, el ruralismo de Trapiello no tiene nada que ver con las atmósferas urbanas y posmodernas de Benítez Reyes, García Montero o Marzal; el humor y los juegos verbales de Juaristi o Abel Feu no asoman para nada en Martínez Mesanza, cuyos presupuestos ideológicos, por otra parte, distan muchísimo de los de casi todos los demás. Trapiello viene de Unamuno, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Fernando Fortún, Foxá y Sánchez Mazas (por no citar más que españoles); García Montero, de Cernuda, González y Gil de Biedma; Martínez Mesanza, de Borges; Marzal, de Manuel Machado, Cernuda, Brines y Gil de Biedma; Amalia Bautista, de Luis Alberto de Cuenca; Sánchez Torre, de Cernuda y Sánchez Rosillo… Pero si nos alejamos un poco del conjunto, percibiremos que en los versos de estos jóvenes autores se reanudan los vínculos entre la poesía y la vida (confesionalismo, forma autobiográfica), el tono menor de la tradición intimista iniciada por Bécquer, Rosalía de Castro, el primer Juan Ramón, el primer Antonio Machado, etc., la transparencia expresiva, el cotidianismo, el prosaísmo, la narratividad y el humor, tan frecuentes en los poetas de los cincuenta (González, Gil de Biedma, Goytisolo, Brines, Gabriel Ferrater…) y, por encima de todo, un marcado sentido de la tradición y un correlativo desdén de la originalidad. A esto, Emilio Quintana lo ha llamado «poesía sensata»; Luis Antonio de Villena «de sesgo clásico»; José Luis García Martín «poesía figurativa»; Luis Alberto de Cuenca «de línea clara»; otros prefieren hablar de «poesía de la experiencia», utilizando sin grandes miramientos el título de un libro de Robert Langbaum que, a decir verdad, tiene poco que ver con lo que aquí y ahora se viene entendiendo por «poesía de la experiencia».

Que esta corriente ha producido poemas y libros fascinantes es algo fuera de toda duda. Véase, sin ir más lejos, la reciente antología de josé Luis García Martín Treinta años de poesía española. Que ha desacralizado saludablemente la figura del poeta y la propia actividad poética, para integrarlas en la normalidad del «mundo real», lo mismo. Como también que ha recuperado para la poesía a muchos lectores que se alejaron de ella, espantados, desde las vanguardias de principios de siglo, por unos poemas en los que no se entendía nada y, a la vez, cada cual podía entender lo que quisiera. Ahora bien: desde poco antes de mediar los noventa están apuntando muy visiblemente en el horizonte dos fenómenos que parecen presagios de un cambio.

El primero, cierta institucionalización y fosilización de esta corriente dominante. «El triunfo de cualquier tendencia literaria o artística -escribí ya en 1994- siempre da lugar, inevitable y cada vez más rápidamente, a una banalización: rutina y epigonismo la corrompen». Y la corrupción se produce con más celeridad cuando los triunfadores llevan como bandera el rechazo de la originalidad, como ocurre en el caso que nos ocupa. A mi modo de ver, es innegable que en los últimos años un determinado tipo de poesía «se ha convertido, al parecer, en La Poesía, es decir, en una institución oficial que tiene muy poco que ver con la auténtica creación». Se palpa en el ambiente poético actual un inquietante conformismo, un pacto con la facilidad, que probablemente no sea independiente del conservadurismo político y económico -no religioso ni moral, ojo— que caracteriza a las generaciones españolas del posfranquismo (y, en general, a las occidentales del último cuarto del siglo XX). La producción de poemas «figurativos», que en torno a 1975 era una forma de disidencia solitaria, arriesgada y casi heroica, de un tiempo a esta parte está empezando a parecerse de manera preocupante a la de salchichas o zapatos. Por supuesto, «no se puede negar -y sigo autocitándome- que hay actualmente en España muchos poetas jóvenes —y repito: muchos— que escriben muy bien, pero no es menos cierto que sus poemas, de puro mecánicos, resultan con frecuencia demasiado parecidos, de modo que es muy difícil, si no imposible, reconocer en cualquiera de ellos la impronta personal de su autor». Por un extraño capricho del destino, la traducción española del libro de Langbaum, cuya publicación se anuncia como inminente, va a aparecer cuando la «poesía de la experiencia» tiene, ya eco más que voz, todo el aspecto de ser una especie en extinción.

Por otra parte, desde los primeros años noventa viene haciéndose patente con claridad creciente la hostilidad de un número muy considerable de poetas -granadinos unos, otros sevillanos, otros cordobeses, otros valencianos, otros de otros lugares— hacia la «tendencia dominante» y sus seguidores. Esta hostilidad, en cuyas raíces se mezclan, a veces muy confusamente, las razones estéticas, las políticas y las más mera y llanamente personales, ha dado lugar a la aparición de una sedicente «poesía no clónica» o «de la diferencia», de un «Salón de Independientes» y de diversas revistas y antologías de intención notoriamente polémica. El triunfo de la «poesía de la experiencia» ya no está exento de silbidos, abucheos y pataleos.

Pero también se observa que esta hostilidad, en ciertos aspectos —insisto— justificable, y hasta necesaria para el progreso de las Letras, no ha ido hasta el momento acompañada de alternativas suficientemente atractivas y nuevas frente al desgaste de la «línea hegemónica». Ni las prolongaciones, algo numantinas ya, de la «poética del silencio», ni la tendencia «metafísica» o «mística» que parece tener su reducto principal en Valladolid, ni, mucho menos, los pastiches neobarrocos o neomodernistas de algunos poetas granadinos parecen propuestas fecundas para el ya tan necesario cambio. Ni son nuevas ni son buenas, si se me permite un retruécano.

En suma: a las puertas del nuevo 98, la situación de la joven poesía española podría calificarse de interregno: la corriente dominante desde los últimos setenta «ya no», pero una alternativa válida, por desgracia, «todavía no». ¿De dónde vendrá la necesaria renovación? La respuesta, en el siglo XXI.