Cesta
Tu cesta está vacía, pero puedes añadir alguna de nuestras revistas o suscripciones.
Ver productosLos conflictos internacionales, los malentendidos bilaterales y los grandes temas de la agenda global son debatidos con la misma crudeza e inmediatez que los asuntos de política nacional
5 de febrero de 2025 - 13min.
Avance
Las circunstancias de la transición en España, singularmente el deseo de integrarse en Europa como una democracia moderna, favorecieron un consenso en torno a la denominada «transición exterior», cuyos pilares eran Europa, el Mediterráneo y América Latina. Tal consenso duró cerca de dos décadas; desde la promulgación de la Constitución de 1978 y hasta poco después de 1996, y tuvo hitos como el ingreso en la entonces CEE, la creación de la Comunidad Iberoamericana o el impulso decisivo a la política Euro-mediterránea.
Aquel clima de acuerdo por encima de las diferencias partidistas se veía favorecido por un mundo menos complejo que el actual y por un bipartidismo casi perfecto, sin competencia a izquierda o derecha. Con todo, había discrepancias de fondo sobre el papel de España en el mundo, que afloraron con la alternancia de gobierno y la llegada del Partido Popular al poder en 1996, sostiene la autora del artículo. Además del cambio de política hacia Cuba y de crecientes tensiones en las relaciones con Marruecos, esas discrepancias alcanzaron su punto más alto —dividiendo también a la sociedad española— con el respaldo del gobierno de Aznar a la invasión de Irak promovida por la administración de George W. Bush.
El siguiente movimiento pendular fue la decisión del recién llegado nuevo gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero de retirar las tropas españolas de Irak en 2004. El consenso en política exterior desapareció del mapa, quedando como un mito que seguimos añorando. En la actualidad, los conflictos internacionales, las crisis bilaterales o los grandes temas de la agenda global se debaten con la misma crudeza e inmediatez que los asuntos de política nacional. En un entorno de alta confrontación ideológica y con la multiplicación de canales desde los que se expresan las discrepancias, la política exterior ofrece un terreno fértil y con visibilidad para la competición entre partidos que se disputan un espacio fragmentado a izquierda y, sobre todo, a derecha.
Palestina, Israel, Marruecos, el Sáhara Occidental, Argentina, Ucrania y, por supuesto, Venezuela, ningún rincón del mundo está a salvo de la discrepancia pública entre los partidos políticos españoles. El resultado es una política exterior en la que cada vez es más difícil dotarse de impulso nacional. Poco importa que el margen de actuación internacional para un país como España sea en realidad pequeño, tanto por los acuerdos que comprometen muchas de nuestras posiciones internacionales, como por las capacidades limitadas para intervenir de manera sustantiva en la política mundial. Discrepamos, aunque las posiciones de fondo sean parecidas —y precisamente por ello—, y pese a que la opinión pública española mantiene en torno a los grandes temas de política exterior una sostenida afinidad desde hace décadas, que apenas ahora empieza a verse influida por el nivel de enfrentamiento entre partidos.
Con el objetivo de recuperar cierto consenso y coherencia en la política exterior, el gobierno de Mariano Rajoy concibió la Ley de la Acción y del Servicio Exterior del Estado, que enumeraba los principios rectores e identificaba los sujetos y ámbitos de la política y la acción exterior. Esta ley se aprobó en 2014 gracias a la mayoría absoluta del PP. La abstención del PSOE confirmaba que el consenso era una aspiración de otro tiempo político.
La irrupción en el Congreso y en el Parlamento Europeo de diputados de Podemos y de VOX ha consolidado las discrepancias en política exterior. Si Podemos pone en tela de juicio el apoyo militar a Ucrania y el papel de la OTAN, VOX se acerca a la Rusia de Putin y se alinea con una extrema derecha europea ultranacionalista y xenófoba, con los sectores más reaccionarios de América Latina y con los seguidores de Trump.
El consenso ha desaparecido como atributo de la política exterior española. Los requisitos de esta —el largo plazo, la previsibilidad, la cohesión y la credibilidad— tienen difícil encaje en una realidad (española y europea).
Pocas políticas se vinculan al concepto de consenso con más fuerza que la política exterior. En el caso de España, la clara determinación por consolidarse como una democracia moderna, ser parte del proyecto europeo y situarse como actor internacional se tradujo durante dos décadas en una suerte de comunión entre partidos políticos, agentes económicos y la sociedad en torno a los que hoy se mantienen como pilares de la política exterior: Europa, Mediterráneo y América Latina
El consenso permitió que, a lo largo de dos décadas, desde la entrada en vigor de la Constitución en 1978, se concluyera con éxito lo que Francisco Villar y Ortiz de Urbina ha denominado la «transición exterior de España», con el desarrollo de las ideas y objetivos que aún hoy constituyen la doctrina de política exterior española. El rendimiento de ese consenso durante los gobiernos de Felipe González (1982-1996) fue indiscutible.
Lograda la adhesión a la Comunidad Económica Europea, en 1986, y con el «sí», ese mismo año, en el referéndum de permanencia en la Alianza Atlántica, el país se convirtió en un miembro activo y relevante en Europa. En 1991 se celebró la primera Cumbre Iberoamericana, que abrió el periodo más fértil de las relaciones de España con el conjunto de países latinoamericanos, en paralelo a la inversión de las empresas españolas en la región y la puesta en marcha de una ambiciosa política de cooperación al desarrollo.
A finales de 1991, israelíes y palestinos se sentaron a negociar en un mismo foro en la Conferencia de Paz de Oriente Próximo celebrada en Madrid. La iniciativa de España con el Proceso de Barcelona en 1995 desembocó en la creación de la Asociación Euromediterránea, entre la Unión Europea y los doce países del Sur del Mediterráneo, incluyendo Marruecos, Israel y Palestina.
Visto desde 2024, cabe preguntarse si el gobierno de España —de cualquier signo político— podría aglutinar en este momento la voluntad y el apoyo que requiere esa alta visión sobre los objetivos exteriores del país y su presencia internacional.
Los nostálgicos del consenso deben admitir, no obstante, que el trazado de las líneas de la política exterior de la España democrática en aquellos años disfrutó de una manifiesta obviedad, por su adecuación a los intereses del país y su encaje en el ciclo político nacional. También harían bien en reconocer que su nostalgia se aferra a un estado del mundo menos complejo que el actual y a un bipartidismo en el que no era preciso competir por la identidad a cada lado del espectro ideológico. Y, sobre todo, es necesario aceptar la existencia ya entonces de discrepancias sobre el papel de España en el mundo, que tomaron forma en cuanto cambió el color del gobierno a partir de 1996, tras la victoria electoral del Partido Popular y el paso del PSOE a la oposición.
Aunque la política exterior siguió definiéndose en términos de continuidad, el primer gobierno de José María Aznar expresó su deseo de actuar internacionalmente con un perfil propio. Esther Barbé ha estudiado cómo, a partir de entonces, coincidiendo con los primeros diez años de la entrada de España en la UE y con la apertura de la conferencia intergubernamental para la reforma del Tratado de Maastricht, empezaron a cambiar en Bruselas las geometrías de gobiernos afines y, con ellas, las posiciones españolas en algunas negociaciones ante el horizonte de una Unión con sucesivas ampliaciones y un reparto de fondos cada vez menos favorable a España.
El cambio también se manifestó en los otros dos pilares de la política exterior española. Respecto a Latinoamérica, nada más llegar al gobierno, Aznar lideró desde la UE una nueva posición hacia Cuba que situaba en el centro el respeto de los derechos humanos, lo que supuso un cambio radical en la política de diálogo constructivo defendida hasta entonces por España en Bruselas. Este fue el inicio de una paulatina modificación de la percepción del país entre los gobiernos latinoamericanos, que detectaron diferentes sensibilidades nacionales y un alineamiento con la política de Estados Unidos hacia la región. En el frente Mediterráneo, una sucesión de malentendidos con Marruecos a partir de 2000 (con el PP ya gobernando con mayoría absoluta) desembocó en la retirada del embajador marroquí en 2001 y la crisis del islote Perejil en 2002, debilitando, según Eduard Soler, el conocido como «colchón de intereses» que sostenía la relación bilateral.
La culminación de la discrepancia en política exterior, y su traslación a la opinión pública, se vivió en marzo de 2003, con el respaldo del gobierno de Aznar a la administración de George W. Bush en su decisión de invadir Irak. Pese a la oposición mayoritaria de la sociedad, España se integró en la coalición liderada por EE. UU., distanciándose de las posiciones de Francia y Alemania y de una mayoría de países contrarios a la guerra en Naciones Unidas. Un año después, en mayo de 2004, el nuevo gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero retiraba las tropas españolas de Irak. Estas dos decisiones borraron definitivamente el consenso como atributo de la política exterior española y lo convirtieron en un mito que seguimos evocando.
En el entorno actual de alta confrontación ideológica, polarización del debate público y con la multiplicación de canales desde los que se expresan las discrepancias, la política exterior ofrece un frente fértil y con visibilidad para la competición entre partidos que se disputan un espacio fragmentado a izquierda y, sobre todo, a derecha. Como consecuencia, los conflictos internacionales, los malentendidos bilaterales y los grandes temas de la agenda global son debatidos con la misma crudeza e inmediatez que los asuntos de política nacional. Poco importa que el margen de actuación sea en realidad pequeño, tanto por los acuerdos que comprometen muchas de las posiciones internacionales del país, como por las capacidades limitadas para intervenir de manera sustantiva en la política mundial.
México, Palestina, Israel, Marruecos, el Sáhara Occidental, Argentina, Ucrania y, por supuesto, Venezuela: ningún rincón del mundo está a salvo de la discrepancia pública entre los partidos políticos españoles. Discrepamos, aunque las posiciones de fondo sean muy parecidas —y precisamente por ello—. Todo enfrentamiento se traduce en visibilidad y oportunidad de diferenciación, puede generar ganancia propia y desgaste del contrario. El resultado es una política exterior coyuntural, donde cada vez es más difícil dotarse de impulso nacional y reunir los apoyos externos que precisa cualquier iniciativa internacional de un país como España.
Cuando apenas se anticipaba la convulsión que iba a producirse en el sistema de partidos en España, pero reconociendo ya la necesidad de dotar de mayor coherencia y coordinación a la política exterior española en un mundo más complejo y multipolar, el gobierno popular de Mariano Rajoy presentó en 2014 la Ley de la Acción y del Servicio Exterior del Estado. Pese a que el texto reafirmaba principios recogidos en la Constitución, como la competencia del gobierno en la dirección de la política exterior y sus facultades de coordinación, y establecía otros de indiscutible valor para una política exterior eficaz —unidad de acción, lealtad institucional, planificación, transparencia y el servicio al interés general, entre otros—, la ley se aprobó gracias a la mayoría absoluta del PP. La abstención del PSOE constató que el atributo del consenso se entendía como algo trasnochado incluso para apoyar un texto legislativo cuyo objetivo es enumerar los principios rectores, identificar los sujetos y ámbitos y establecer los instrumentos de la Acción Exterior del Estado.
La llegada de 69 diputados de Podemos al Congreso en 2015 consolidó las discrepancias en política exterior, respecto a las alianzas históricas de España, las relaciones con América Latina e, incluso, la pertenencia a la OTAN. En 2019, los 24 diputados de VOX revalidaron el fin del bipartidismo y normalizaron un discurso combativo en todos los frentes, también en cuanto al papel internacional que le corresponde a España, sus objetivos exteriores, las relaciones bilaterales y la orientación de la política europea.
En un primer momento, las posiciones exteriores de VOX se percibieron como oportunismo programático (por ejemplo, en sus opiniones sobre Marruecos y la vinculación al asunto migratorio, de alta relevancia en la agenda política del partido) o como una excentricidad (por ejemplo, con el acercamiento a Rusia y a la extrema derecha europea). Los que pensaron que su ideario en política exterior se mantendría estancado en los márgenes, sin capacidad de influir ni en el Congreso de los Diputados ni en la opinión pública, se equivocaron. VOX ha construido su programa de política internacional alineado con el resto de fuerzas antieuropeas, ultranacionalistas y xenófobas en el Parlamento Europeo, también con los sectores más reaccionarios de la derecha en América Latina y con los republicanos incondicionales a Donald Trump. Sus ideas han calado en el debate público sobre los temas internacionales más candentes.
Tras las elecciones europeas del pasado mayo, VOX se incorporó al nuevo grupo Patriotas de Europa, la tercera fuerza política en el Parlamento Europeo, con 86 eurodiputados, por detrás del Partido Popular Europeo (PPE) y la Alianza de Socialistas y Demócratas (S&D). El líder de VOX, Santiago Abascal, acaba de ser nombrado presidente del partido Patriotas, en el que participan formaciones de 11 países europeos, incluidas las del húngaro Viktor Orbán y la francesa Marine Le Pen.
Durante la campaña para las europeas, uno de los anuncios de VOX decía lo siguiente: «¿Sabías que el 89% de las veces PP y PSOE votan juntos en Europa?». En realidad, la coincidencia de voto entre populares y socialistas el Parlamento Europeo fue del 80% entre 2019 y 2024, según la verificación de maldita.es. Dos son las razones que explican esta alta coincidencia. La primera es la propia dinámica del Parlamento Europeo en cuanto a los asuntos que se debaten y las negociaciones que se llevan a cabo para impulsar la agenda legislativa, sobre todo entre las grandes familias políticas (PPE y S&D). La segunda es que en la opinión pública española hay un alto nivel de acuerdo en los principales asuntos europeos y de política exterior.
Empezando por la opinión pública española, existe desde hace décadas una sostenida afinidad en torno a los grandes temas de política exterior que apenas se ve influida por el alto nivel de discrepancia pública entre partidos. Así, por ejemplo, en los dos principales conflictos en la vecindad de la UE, la opinión de los españoles refleja algo muy parecido al consenso. Según el Barómetro del Real Instituto Elcano de marzo-abril de 2024, el 80% de los entrevistados cree que debería seguir enviándose ayuda militar a Ucrania y el 78% es favorable al reconocimiento del Estado de Palestina. En cuanto a partidos, la proximidad en las percepciones sobre la UE es igualmente alta entre PP y PSOE. El barómetro de 40dB del pasado mayo mostraba que el 80,2% de los entrevistados que habían votado al PP y el 77,9% de los que votaron al PSOE pensaban que la pertenencia de España a la UE había tenido efectos positivos. Por detrás se situaban los participantes que habían votado a Sumar, con el 72,5%, y, muy lejos, los que votaron a VOX, con un 50,6%.
En cuanto a la coincidencia de voto en el Parlamento Europeo, en este inicio de ciclo institucional podríamos estar asistiendo a una transformación de la tradicional dinámica de negociación entre las familias políticas en la UE. Las causas serían el crecimiento de la representación en la Eurocámara de los partidos de extrema derecha y su mayor presencia en el Consejo a través de los gobiernos nacionales en los que participan, en paralelo al cambio en la opinión de los europeos sobre los principales desafíos de la UE y las dificultades que se anticipan con la segunda presidencia de Trump a partir de enero de 2025.
El mito del consenso apela al largo plazo, la previsibilidad, la cohesión y la credibilidad, una cascada de cualidades de difícil encaje en una realidad española y europea hoy caracterizada por la incertidumbre y el cuestionamiento de las ideas tradicionalmente asociadas a la socialdemocracia o al centro-derecha. Los partidos y sus votantes atraviesan un periodo de re-identificación en el espacio ideológico y, por tanto, el enfrentamiento prevalece sobre el acuerdo y la discrepancia se expresa en términos de diferencia irreconciliable en el debate público. Todo ello, como advierte Fernando Vallespín, crea las condiciones para un peligroso señalamiento del contrario y un clima de intolerancia hacia quien no piensa como nosotros.
La mala noticia, en España y en la UE, no es el inequívoco aumento de las discrepancias en cualquier asunto de política internacional, tampoco la consiguiente irrelevancia de nuestra política exterior, sino la incapacidad de llegar a los compromisos que está demandando la sociedad en el espacio central del espectro político. La alternativa, ya en gestación, es la formación de un nuevo consenso rupturista que, pese a no ajustarse hoy a la naturaleza democrática y plural de la sociedad europea, podría transformarla con el tiempo. La tentación puede ser irresistible, y el daño, irreparable.
Foto: Sede principal del Ministerio de Exteriores español. © TheRichic / Wikimedia Commons. El archivo se puede consultar aquí.