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Ver productosLa clave está en transitar de la reactividad emocional a la expresión de la vulnerabilidad
20 de mayo de 2025 - 8min.
María A. Cueli Naranjo. Investigadora predoctoral en el Instituto Cultura y Sociedad (ICS) de la Universidad de Navarra. Licenciada en Psicología por la Universidad de La Habana y Máster en Psicología Aplicada por la Universidade da Coruña. Su línea de investigación se centra en la efectividad de la Terapia de pareja focalizada en las emociones.
Avance
Desde muy temprano, aprendemos a expresar nuestras emociones y a reaccionar ante quienes nos cuidan. Estas experiencias relacionales configuran un mapa interno con respuestas a preguntas como: ¿merezco amor?, ¿puedo confiar en los demás? Con el tiempo, estas respuestas tempranas se van interiorizando y son bastante estables, aunque pueden modificarse a partir de nuevas experiencias emocionales.
En la adultez, la complejidad de este mundo emocional puede dificultar el establecimiento de vínculos seguros. Aunque buscamos cercanía en nuestras relaciones interpersonales más estrechas, el miedo a no estar a la altura o a perder a la otra persona puede hacer que escondamos lo que sentimos y reaccionemos de forma defensiva ante el conflicto. La teoría de las emociones y la ciencia del apego ofrecen un marco para comprender la importancia de la experiencia emocional en los vínculos más cercanos y enseñan a restaurar la conexión cuando esta se ha perdido.
En este texto se sostiene que la reactividad emocional común en los conflictos íntimos actúa, por un lado, como una forma de protegernos del miedo y, por otro, de protestar ante necesidades de apego no satisfechas. El camino hacia la reparación comienza cuando la vulnerabilidad deja de vivirse como una amenaza y se convierte en una puerta hacia la conexión: una respuesta sintonizada desde el otro, que nos acoge y empatiza con nuestra experiencia emocional.
Según John Bowlby, psicólogo pionero en el estudio del apego, las interacciones emocionales que se establecen en la infancia con las figuras significativas son fundamentales para la construcción de la imagen que cada persona desarrolla de sí misma y de las demás. Por ejemplo, las experiencias tempranas en las que nuestra figura cuidadora se mostró emocionalmente conectada con nuestro mundo interno y respondía a nuestras necesidades nos permiten desarrollar la sensación de ser dignos de amor. Además, estas experiencias moldean nuestra manera de percibir a las demás como personas seguras o, por el contrario, como amenazantes.
Las experiencias emocionales acerca del amor recibido y la confianza que nos genera el otro hacen que, desde el inicio de nuestras vidas, tengamos un mapa con respuestas a preguntas como: ¿merezco amor? ¿Soy suficientemente buena persona para que me quieran? ¿El mundo es un lugar seguro en el que puedo confiar? ¿Puedo mostrarme tal cual soy? La investigación demuestra que estas formas de vernos y ver el mundo influyen profundamente en las relaciones que desarrollamos a lo largo de la vida. Por ejemplo, si durante la infancia experimentamos que nuestra figura de apego retiraba su afecto de forma sistemática tras una discusión, es probable que, en una relación de pareja, ante señales similares, se refuerce la creencia de que no merecemos amor.
Como seres relacionales por naturaleza, sentirnos seguros y queridos en nuestros vínculos influye de manera decisiva en cómo nos relacionamos con el mundo y en nuestro bienestar psicológico. Lamentablemente, a día de hoy es muy frecuente que las relaciones interpersonales más estrechas carezcan de seguridad emocional y terminen rompiéndose ante los conflictos. Desde fuera, observamos que estos vínculos se caracterizan por una pobre comunicación emocional, marcada por la distancia, la crítica o la incomprensión. Pero en realidad, ¿qué es lo que genera y mantiene el conflicto? Algunas teorías mencionan que el conflicto en la pareja, por ejemplo, se debe a patrones de comunicación ineficientes, falta de consenso, historias familiares que no encajan, la personalidad de los miembros… Susan M. Johnson, psicóloga y creadora de la Terapia de pareja focalizada en las emociones (TFE), ofrece una mirada transformadora sobre los vínculos íntimos. Sostiene que el conflicto no es simplemente un problema de comunicación, sino una forma de protesta ante la desconexión emocional, que aparece cuando uno o ambos miembros de la pareja no se sienten suficientemente reconocidos, aceptados, queridos o sencillamente importantes.
Según la teoría del apego, cuando no se satisfacen nuestras necesidades emocionales, la relación pierde estabilidad emocional y los conflictos tienden a intensificarse o quedarse sin resolver. Sin embargo, una relación con seguridad emocional es capaz de afrontar positivamente los conflictos o incluso evitarlos, ya que prevalecen las experiencias de apoyo, cercanía y validación emocional. Por ejemplo, ante una emoción intensa como la rabia o la frustración hacia la otra persona, puede haber un espacio para el entendimiento mutuo: quien recibe la expresión emocional comprende el malestar, y quien la siente puede expresarlo con honestidad y vulnerabilidad.
Carl Rogers, psicólogo y representante del enfoque experiencial en psicoterapia, defiende que la conciencia de las emociones es fundamental para funcionar de manera saludable en la vida. Las respuestas emocionales ayudan a la persona a identificar sus necesidades y deseos y la preparan para satisfacerlos. Sin embargo, en un mundo donde la educación emocional sigue siendo limitada y la ciencia aún busca comprender a fondo el universo emocional, desarrollar una verdadera conciencia sobre nuestras emociones no es tarea sencilla.
Una de las explicaciones más completas acerca del mundo emocional fue la que propuso la psicóloga Magda B. Arnold, para quien las emociones no son eventos simples o aislados, sino procesos dinámicos que integran varios niveles de experiencia. Según su modelo, una emoción se desarrolla en una secuencia de cinco pasos, que permite entender qué ocurre «por dentro» desde que algo nos impacta hasta que respondemos emocionalmente. Para ilustrarlo, pensemos en un ejemplo dentro de una relación íntima:
Este modelo permite entender que nuestras reacciones emocionales no son exageradas ni irracionales: son respuestas rápidas y complejas que integran juicios automáticos, emociones, sensaciones y significados personales. Lo llamativo es que, en una relación, la otra persona solo percibe el último paso: la acción cargada emocionalmente. Esta reacción visible, como la ira, la crítica o la frustración, suele ser una emoción secundaria, que enmascara otras más profundas.
Como explica Johnson, estas emociones secundarias, tan frecuentes en los conflictos de pareja, suelen ser intentos inconscientes de lidiar con emociones primarias o vulnerables como el miedo, la tristeza o el dolor. Estas emociones más profundas aparecen de forma inmediata ante una señal significativa, como una mirada evasiva que activa el temor al rechazo o al abandono. Al ser difíciles de expresar y reconocer, muchas veces se ocultan tras reacciones más defensivas.
En este contexto, volvemos a la pregunta inicial: ¿somos realmente conscientes de toda nuestra experiencia emocional? La respuesta es que, con frecuencia, no. Gran parte de nuestra vivencia emocional es automática e inconsciente, especialmente cuando toca aspectos sensibles de nuestra historia afectiva. Así, en las relaciones interpersonales más estrechas, las personas pueden quedar atrapadas en ciclos reactivos, donde cada gesto se interpreta como una amenaza, y mostrar vulnerabilidad se vuelve un acto difícil, aunque profundamente necesario.
Aunque el conflicto sea una forma de protestar por la desconexión —ya que aquello que necesitamos no está satisfecho en el vínculo—, nos preguntamos: ¿es fácil mostrar el dolor, el miedo o la tristeza? La teoría del apego demuestra que especialmente en los vínculos seguros, donde el individuo siente que su figura íntima se encuentra accesible, disponible para responder a sus necesidades y comprometida con su experiencia emocional, la persona es capaz de ser vulnerable.
Ahora bien, también se ha observado que algunas personas pueden desarrollar una seguridad interna que les permite mostrarse vulnerables, incluso cuando no tienen cerca a alguien que las sostenga emocionalmente. Esta seguridad puede formarse a partir de recuerdos de relaciones donde se sintieron cuidadas, del apoyo recibido en terapia o de experiencias pasadas que las ayudaron a sentirse valiosas y comprendidas.
En este contexto íntimo, la vulnerabilidad consiste en expresar abiertamente nuestras necesidades de apoyo y proximidad física y emocional, generalmente acompañadas de una petición al otro para que nos ayude a calmar nuestra inseguridad. Es necesario aclarar que estas necesidades de apego son más profundas en momentos significativos, como ante una pérdida, una enfermedad o un cambio vital como la maternidad. La ausencia de una respuesta esperada por parte del otro puede convertirse en una herida de apego que daña significativamente la confianza necesaria para mostrarse vulnerable. Además, si en la historia del vínculo o en la individual existen experiencias traumáticas que han marcado la forma de ser y estar en el mundo de uno de los miembros, mostrarse vulnerable se vuelve extremadamente difícil, cuando no se tiene la certeza de recibir una respuesta sanadora.
La premisa que subyace a la práctica de la TFE —y que puede extenderse a otros vínculos íntimos más allá de la pareja— es que solo accediendo de forma reiterada a las emociones vulnerables que subyacen a nuestra reactividad puede producirse una transformación emocional profunda en la relación. Procesar y expresar estas emociones en un contexto seguro y recibir una respuesta empática no solo repara el vínculo, sino que modifica nuestra visión del mundo y del yo en la relación: si experimento repetidamente que mi pareja siente mi dolor, comenzaré a pensar que realmente puedo confiar en ella.
Así, aunque no siempre sea fácil mostrarse vulnerable, especialmente cuando el entorno no ofrece seguridad, es posible cultivar esa capacidad desde dentro o en compañía de personas que faciliten un espacio seguro. Esta posibilidad abre una vía para sanar y conectar de forma más auténtica.
Los estudios científicos que han analizado el impacto de la TFE encuentran que los vínculos íntimos en la adultez pueden convertirse en espacios de reescritura emocional, donde la experiencia pasada no determina por completo nuestra forma de vincularnos y puede resignificarse a través del presente compartido. Ser conscientes de este lenguaje emocional en nuestros vínculos más cercanos nos abre un camino esperanzador para construir relaciones más auténticas, basadas en la expresión emocional de nuestros miedos y necesidades de apego. El conflicto es inherente a los vínculos y, por ello, resulta necesario cultivar la vulnerabilidad, ya que es la clave para generar encuentros profundos y de reparación, capaces de sostener relaciones plenas.
La imagen que ilustra el texto es del repositorio de Pixabay. Su autor es geralt y se puede consultar aquí.