Don Luis Núñéz me pide que diga uñas palabras sobre el periodismo en este acto de clausura, y yo he aceptado su invitación, aunDque mi osadía no llega al punto de llamar a estas palabras, nacidas de mi propia experiencia profesional, «lección de clausura». ¡Dios me libre de dar lecciones! Si se me permite una exageración a lo Unamuno, «que enseñen ellos». Enseñen ustedes. Yo me voy á limitar a señalar algunas cosas que hoy nos preocupan a los periodistas y a recordar, machacón amen té; que necesitamos periodistas perspicaces e inteligentes, cultos y tenaces, para explicarnos a todos un mundo confuso.
De ahí el título de esta intervención, «Nosotros, los periodistas», que, al final de un congreso que se ha ocupado de cosas tan serias como el derecho a la información, la opinión pública, la redacción periodística, la televisión, la radio, las nuevas tecnologías y la teoría de la información, rio pretende ser más que una reflexión, formulada con cariño y camaradería, pero no siempre con complicidad, sobre los artesanos de la noticia.
¿A qué llamamos periodista? Una vieja definición dice que el periodista es el que escribe la primera versión de la historia. Otra, que el periodismo es la literatura hecha deprisa. El ex presidente de Uruguay, Julio Sanguinetti, que también fue periodista en su juventud -cuando, como él dice, «los informadores éramos producto de la improvisación y la audacia»-, declaró no hace mucho en Madrid, al clausurar un curso de periodismo, que los profesionales de los medios han de ser infatigables intermediarios entre el ruido de la historia y ese flujo interminable que es la vida de las sociedades.
Eso es lo que somos: simples intermediarios. Entre el ruido y la furia de los tiempos difíciles y la necesidad de que las cosas avancen y mejoren. Esta es una profesión que puede resultar fascinante, pero que está llena de frustraciones. No sólo porque no debe llevar ni al poder ni a la riqueza, según Indro Montanelli, sino porque no tiene capacidad para resolver las cosas. Pero, sorprendentemente, cada día atrae a más gente a sus filas. Cualquier universidad que se precie imparte enseñanzas en torno a la Información, a la que entre todos -docentes, estudiantes, periodistas, la propia sociedad- hemos decidido considerar ciencia.
A mí no me molesta que, ante la complejidad de la comunicación en todas sus variantes, se acentúe el rigor en la preparación de quienes van a tener la responsabilidad de administrarla. Pero, precisamente por eso, la propia sociedad debe disponer de mecanismos de control y ser muy exigente en la distinción del grano y de la paja, a la hora de valorar esta tarea.
El grano y la paja: lo que preocupaba al gran periodista Indro Montanelli, que escribió sobre ello lo siguiente: «Para elegir entre miles de noticias -o entre cien ángulos de la noticia- habrá profesionales capacitados. No sé cómo les llamarán. Seleccionadores, quizás. Gente capaz de encontrar la espiga de grano entre la hierba -y perdonen la metáfora agrícola: es una forma de nostalgia-. Y capaces también de explicarla de una forma clara, breve y atractiva. Porque nuestro oficio sigue siendo el de informar interesando».
Porque hemos llegado en este terreno a posiciones realmente confusas. No hace mucho pude leer la intervención de quien se llama director de un periódico digital, en un curso de verano de una universidad importante dedicado a Internet -es sabido el peligro que tienen algunos cursos de verano- en la que, entre otras cosas, aseguró que «Internet nos ha convertido a todos en periodistas o investigadores» y que «las paredes del viejo periodismo han caído». ¿Se imaginan que eso fuera realmente así? ¿Que cualquier individuo con un ordenador en casa y con afición a los chismes pudiese pedir el ingreso en la Asociación de la Prensa de su ciudad? ¿Que llamemos noticia a cualquier cosa que pueda llegarnos por Internet?
Pero parece que con Internet todo tiene que cambiar. La Fundación Auna acaba de publicar un análisis sobre el impacto de Internet en la prensa, del que son autores José M. Cerezo y Juan M. Zafra. En este informe se lee: «La irrupción de Internet ha afectado a la forma de trabajar en los medios y a la propia información. Los hábitos de lectura, acceso y búsqueda de la información del ciudadano también se han visto alterados. Se han abierto las puertas de la información a todo el mundo. Hasta ahora, el profesional de la información era el periodista; en el nuevo medio, con unos pocos conocimientos de edición y acceso a la red cualquiera puede convertirse en informador».
Como en las manifestaciones de solidaridad, aquí todos somos todo. Todos somos informadores. Pero maticemos: todos somos, eso sí, una variante de informadores, como la vecina de una copla de Quintero, León y Quiroga.
¿Qué garantía de auténtica información ofrece Internet? Cerezo y Zafra no ocultan su preocupación: «Los propios periodistas se han visto afectados: dejando que la inmediatez prime sobre cualquier otro aspecto como la veracidad de las fuentes o la redacción periodística; que la primicia informativa sea el valor más importante frente al análisis y la investigación profunda; y, por último, recurriendo a la red para obtener en ella pistas, datos, rumores o confidencias, no siempre contrastadas y en ocasiones carentes de toda veracidad, pero que cada vez con mayor riesgo pueden acabar siendo publicadas en primera página y así elevadas a lo más alto de la información veraz y de prestigio. Internet ha revolucionado, por tanto, la profesión periodística».
Que esta ya veterana profesión sigue atrayendo a los jóvenes es algo que no ofrece demasiadas dudas, aunque las salidas sigan siendo difíciles y el periodismo no pueda absorber tanta fuerza laboral y aunque, pese al aparente brillo social de algunos colegas, el mandamiento del viejo maestro Montanelli -ni poder, ni dinero- sea de obligado cumplimiento para el común de los periodistas.
Las recientes elecciones a la Asociación de la Prensa de Madrid han confirmado no solamente el interés social que suscita esta profesión, sino también cómo ha aumentado la colegiación de los periodistas. Desde las elecciones celebradas en la APM hace cuatro años con alrededor de tres mil miembros, el número de afiliados ha pasado a ser de más de cinco mil.
Un siglo lleva la Asociación de la Prensa de Madrid cumpliendo una misión benéfica, como ha recordado Manuel Martín Ferrand en Abc, al día siguiente de estas elecciones, celebradas el día 12 de noviembre, en un artículo titulado «Cosas de periodistas», en el que ha subrayado que «afortunadamente los tiempos han cambiado mucho y, aunque hay colegas sin empleo, o con subempleo, ya nadie se muere de hambre en este oficio, que ha ramificado sus actividades y prescindido de la magnanimidad de los poderes, no sólo políticos, para llenar el puchero familiar».
Señala este veterano colega que «tampoco abundan ya los periodistas que, descaradamente, superpongan la actividad con la política». Y concluye: «Y, sin embargo, por multitud de razones, los tiempos no son buenos para el desarrollo de las libertades. De ahí que quepa esperar de la renovada APM que, sobre la impecable función existencial que le ha dado fama, abunde en la defensa de la libertad para bien y dignidad de los periodistas y, sobre todo, para mejor atender a nuestra distinguida clientela: lectores, oyentes, espectadores y navegantes de Internet».
Y después de esta larga cita de una persona que, como yo, cree en la necesidad de mejorar la formación de los periodistas, ¿qué les parece si hacemos un poco de autocrítica de nuestro trabajo?
¿A ustedes les molesta la palabra autocrítica, tan poco utilizada, por cierto? A mí, no. Y al periodismo, globalmente, tampoco debería importarle. Pero ya no se producen autocríticas ni en vísperas de los estrenos teatrales, como antes hacían algunos autores para explicar el sentido de su obra y pedir, de paso, como los dramaturgos del Siglo de Oro al final des sus comedias, benevolencia para sus posibles fallos. Reconocer errores está muy mal visto en algunas profesiones, y la nuestra es una de ellas. Pero creo que hay que hacerlo con absoluta naturalidad.
Recientemente he tenido la fortuna de asistir a una mesa redonda en la que participábamos periodistas colombianos y españoles, y me sorprendió comprobar cómo un periodismo de altísimo nivel, como es el de aquel país, se está planteando también la autocrítica en relación con el papel de la prensa respecto al conflicto armado que vive su país.
¡Qué tropa, los periodistas! Yo creo que es un buen momento, por todas las cosas que están pasando a nuestro alrededor, para que nos ocupemos de ellos. ¿Qué somos los periodistas? Unas personas que encauzan hábilmente su curiosidad. Pero como la curiosidad es patrimonio de casi todo el mundo, periodista, efectivamente, puede ser cualquiera, como decía ese director de un chiringuito de Internet al que he aludido antes. Ya sé que esto, afortunadamente, no es así. (¿O sí es así?, como se preguntaría Mariano Rajoy).
El verdadero periodista refuerza y enriquece su curiosidad con el estudio, con la experiencia, con el aprendizaje permanente. Utiliza Internet como una fuente más, pero no olvida las claves esenciales de su trabajo y las cinco «w» de la noticia. Ese es su oficio. Aunque sepa, como escribió Graham Greene en Un caso acabado, que «una vocación es un acto de amor y no una carrera profesional».
Esta necesidadde abrillantar el instinto con la adecuada preparación a la hora de conseguir buenos periodistas se percibe en todas partes. Un gran periodista de Centroamérica, Eduardo Ulibarri, escribe en el prólogo al libro Los mejores reporteros, del costarricense Edgar Fonseca, director de Al Día de San José de Costa Rica: «Si durante décadas un amplio sector de la prensa se conformaba con profesionales de nociones epidérmicas y posturas pirotécnicas, el buen periodismo contemporáneo requiere el manejo de disciplinas y habilidades múltiples. Estas van desde los métodos de investigación típicos de las ciencias sociales hasta el conocimiento especializado -según el caso- de la política, la economía, la cultura o el deporte; desde el uso depurado y preciso del idioma hasta la integración de textos e imágenes en mensajes congruentes para los destinatarios; desde la introspección de decantados principios hasta el dominio de novísimas técnicas para buscar y transmitir informaciones. Demanda también un sentido de humildad bien orientado, que nos alerte sobre nuestras carencias, nos vacune contra la seducción de la fama o el poder y nos incite al constante aprendizaje. Se trata de una pesada responsabilidad que, sin embargo, se aligera y convierte en ímpetu creativo a partir de la vocación: el periodismo, además de misión, puede ser disfrute»
De acuerdo; todo eso está muy bien. Pero, con mayor o menor formación, no debemos olvidar que el periodista es algo quizá más importante de lo que piensan algunos políticos y menos de lo que se creen otros políticos y muchos periodistas. ¿Cuarto poder? El periódico que de verdad tiene poder es el Boletín Oficial del Estado. Obnubilados por el halago de la política, algunos periodistas piensan que nosotros somos quienes dirigimos la marcha del mundo.
Una querida colega, Margarite Riviere, llegó a titular un libro de entrevistas con algunos compañeros como El segundo poder. Pero los periodistas somos, simplemente, quienes trabajamos con las noticias, como los fontaneros trabajan con las tuberías. Una profesión, un oficio, una curiosidad bien dirigida, una habilidad para contar lo que pasa: poco más que esto es el periodismo. Aunque, eso sí, con influencia inevitable en la sociedad y en ese proceso sutil, del que aquí han hablado también ustedes estos días, que es la creación de la opinión pública.
Esa es nuestra gran responsabilidad social. El periodismo pone título a lo que pasa y nombre al mundo que nos rodea, porque, como decía Filón de Alejandría, las palabras crean las cosas. No es lo mismo lucha armada que terrorismo. No es igual tropas invasoras que fuerzas liberadoras. No es equivalente la pobreza al subdesarrollo, ni la vejez a la tercera edad. Siempre me acuerdo del gran Borges y de su famoso poema «El Golem», que arranca con estos cuatro versos imperecederos: «Si como afirma el griego en El Cratilo / el nombre es atributo de la cosa / en las letras de rosa está la rosa / y todo el Nilo en la palabra Nilo».
Josep Pía, en su Cuaderno gris, cuando aspiraba a dedicarse a este oficio, escribió: «Ser periodista en este país es bien poca cosa y ¡aun, si llegase a serlo!». El periodismo en nuestro país ya no es tan poca cosa como lo veía el juvenil Pía. Se ha ensanchado, se ha dignificado, ha pasado por la universidad, se ha nutrido de toda clase de materiales y personas. Desde la bohemia de los cafés hemos llegado a la tecnocracia y a la digitalización. Aquellas palomas mensajeras que llevaban anillados en sus patas los primeros despachos de las agencias viajan ahora por Internet. La fotografía es digital, la radio es inmediata, la televisión es el gran hermano que nos vigila. Pero la esencia del oficio sigue siendo la misma: ver y contar, mirar lo que pasa a nuestro alrededor y explicarlo para que los demás saquen las consecuencias. Para que, si es posible, las cosas vayan un poco mejor.
¿Qué el periodismo es superficial? No creo que haya dudas sobre esto. Recordarán lo que escribió Larra en su artículo «Ya soy redactor»:
« Grande artículo -me dice el editor-, pero, amigo Figaro, no vuelva usted a hacer otro.
»¿Por qué?
» Porque esto es matarme el periódico. ¿Quién quiere usted que lo lea, si no es jocoso, ni mordaz, ni superficial?».
Superficial, han oído bien. Pues nada menos que Ben Bradley, el director del Washington Post de Katharine Graham, que destapó el caso Watergate, dice en su autobiografía, algunos siglos después de Larra, que la primera lección sobre este oficio, recibida de un colega entusiasta y veterano, fue que la esencia del periodismo es la superficialidad.
Y no hace mucho, a raíz del «caso Kelly», que costó la vida a ese experto inglés en armamento por sus posibles filtraciones a la BBC sobre la situación de Irak, y que puso en peligro la carrera de Tony Blair, la ex ministra británica Clare Short declaró a The Independent: «Todo depende de lo que se va a decir a los medios, y eso lleva a la superficialidad».
Esta naturaleza epidérmica del periodismo, que levanta acta de lo que sucede en cada momento, impregna el carácter de quienes lo desarrollan. El periodismo, en su conjunto, tiene un peso indudable en la sociedad. ¿Cómo no iba a tenerlo en una sociedad que aspira a ser la sociedad del conocimiento y de la información? Pero los periodistas, individualmente, somos soldados anónimos que debemos renunciar al protagonismo exacerbado, al síndrome del redentor o del que cree que una credencial de prensa es una llave que abre todas las puertas. Gente humilde, que cuenta los problemas, pero que no tiene capacidad para resolverlos: eso somos.
Es posible que en estos tiempos de confidenciales sin denominación de origen, tertulias con más vocación política que periodística y tribunos de la plebe disfrazados de espectadores objetivos, esta apelación a la modestia del periodismo pueda extrañar a algunos. Pero creo que vale la pena reflexionar sobre ello.
Si la poesía es palabra en el tiempo, como creía Antonio Machado, ¿qué decir del periodismo? La aceleración que vive es espectacular. Es, cada vez más, una palabra urgente. Aunque en el mundo de la comunicación caben todas las aportaciones, y esta palabra en un tiempo concreto que es el periodismo se ha visto muy influida por las últimas y espectaculares mejoras técnicas y por el fenómeno de la globalización, nosotros, los periodistas, no podemos aspirar a trabajar como concienzudos investigadores que elaboramos sofisticadas teorías a partir de experimentos de laboratorio. Hay que seguir escribiendo deprisa, como hacía Azorin. Nosotros, los periodistas, estamos condenados a ser traductores simultáneos de la realidad.
En ello estriba una de las grandes dificultades de este oficio: somos como atracadores («deprisa, deprisa»), pero el botín tiene que ser valioso: la credibilidad.
Por eso, yo quiero reivindicar hoy aquí el papel anónimo y silencioso de los periodistas de a pie, de los que no se confunden con los personajes que aparecen como «comunicadores» (así se les llama ahora) en algunos programas de televisión, de los viejos periodistas herederos de la bohemia que podían decir, al comienzo de sus carreras, lo que Billy Wilder decía de sí mismo: «Yo estaba bien dotado para el periodismo, pues era impertinente y tenía talento para exagerar».
Ya sé que a algunos de mis amigos, que hoy enseñan Periodismo en universidades como ésta, que creen que las facultades de Ciencias de la Información son el único sitio en el que pueden formarse periodistas de calidad -y probablemente es así-, a ellos no les gusta que yo diga lo que voy a decir a continuación. Pero desde la perspectiva que dan los años y la responsabilidad de pilotar una gran empresa informativa, creo sinceramente que la creciente oferta de titulados en Periodismo no puede ser absorbida por una demanda cada vez más estrecha. A algunos de los jóvenes que vienen a hacer prácticas a nuestra empresa -y que son muchos todos los años, y a todos los cuales desearíamos poder contratar- les muestro una viñeta del formidable Chumy Chúmez en la que aparece el ángel con la espada flamígera expulsando a Adán y Eva del Paraíso. Ante la pregunta angustiada de Eva: «¿Qué vamos a hacer ahora, Adán?», éste responde: «Ya lo tengo pensado: me voy a matricular en la Facultad de Ciencias de la Información, como todo el mundo».
Nunca se me ocurrió preguntarle a Chumy, que me regaló este dibujo, publicado en un periódico de Madrid, por qué su machismo subconsciente le hacía poner en boca de Adán un «me» en vez de un «nos», porque él tendría que saber que las mujeres que estudian y ejercen esta profesión son cada vez más numerosas que los hombres.
Mujeres y hombres ya titulados o en trance de titulación buscan acomodo en los medios de comunicación, y ello, como saben ustedes muy bien, no es fácil. Les voy a leer un texto de un anuncio publicado el mes pasado en la prensa madrileña, que diseña el perfil multidisciplinar de los profesionales que ahora se buscan. Decía así:
«NUEVO PROYECTO DE COMUNICACIÓN. Buscamos profesionales (100) para formar un equipo de redacción multidisciplinar, dinámico e intelectualmente desafiante.
Necesitamos candidatos de cualquier edad,
– con formación universitaria,
– con alto nivel de inglés (se valorarán idiomas adicionales),
– se valorará experiencia profesional previa, estudios de postgrado (doctorado, máster, oposiciones…).
Ofrecemos la incorporación a un proyecto empresarial sólido, con alto contenido intelectual y de alcance social,
– con condiciones salariales muy competitivas (acorde con la valía y experiencia del candidato),
– con ambicioso plan de formación inicial (4 meses) para los candidatos seleccionados.
Las personas seleccionadas deberán mandar su CV, acompañado de una breve carta de presentación, al Apartado de Correos xxx (xxx Madrid) o a la dirección de correo electrónico xxx En ambos casos indicando como referencia «Empresa comunicación» ».
No garantizo el dato, pero he visto en algún confidencial de esos que circulan inmisericordes, que a esta oferta habían contestado 11.000 solicitantes. Con ese número de personas no sólo se puede hacer un nuevo periódico -que, al parecer, es lo que está detrás de ese anuncio- sino varias cadenas de televisión, varias agencias como EFE y hasta una ciudad de la imagen. Habrá que controlar de alguna manera tanta generalizada vocación por la comunicación, para que la selección no venga a través de anuncios como el que he comentado, y se haya podido hacer previamente con un acceso racional a la capacitación profesional de los informadores.
Pero no quiero que se queden ustedes con la impresión de que, para arreglar los problemas del periodismo, tenemos que acudir a los numerus clausus, a cerrar facultades y a desaconsejar a los jóvenes que abracen esta estimulante profesión. Lo que yo creo necesario es que la universidad consiga que el título de periodista -o, para enunciarlo más precisamente, el de licenciado en Ciencias de la Información- sirva para algo más que para ejercer el viejo oficio del gacetillero y del reportero audaz.
Entonces, cuando no sólo el mundo de la comunicación, sino todo el aparato empresarial, las ciencias sociales y los grandes cuerpos de la Administración del Estado, acojan también a estos licenciados en sus filas, los viejos guerreros de la noche, los buceadores del ordenador, los pacientes indagadores de la vida política y los sucesos, los espectadores desde el tendido, los juglares de lo cotidiano seremos sólo periodistas. Dejaremos la gloria -la académica y la otra- a los demás, seremos tan sólo periodistas en el sentido en el que el viejo maestro Montanelli atisbo el futuro de esta profesión: como personas que seleccionaremos lo esencial y sabremos explicárselo con precisión a eso que Martín Ferrand llama nuestra distinguida clientela. El gran periodista italiano, que se planteó al final de su carrera cómo sería el futuro del periodismo, resumía en cinco verbos la tarea que tendrían que abordar los «seleccionadores» del mañana: comprender, resumir, elegir, informar y explicar lo que ocurre. Con brío, pero con honestidad.
Habremos completado así el largo camino recorrido por esta profesión desde que los primeros pasquines contaban a las gentes cosas que les podrían interesar.
Y dejaríamos atrás un pasado de desconfianza hacia este oficio que a lo largo de la historia ha provocado algunos comentarios muy desdeñosos para los periodistas, desde el célebre del vienés Karl Kraus, que afirmaba que lo que hacía al periodista era no tener una idea y poder expresarla, o aquello de Ortega y Gasset en La rebelión de las masas: «Es evidente que una nueva técnica de mutuo conocimiento entre los pueblos reclama una reforma profunda de la fauna periodística».
La reforma que pedía Ortega ya se ha producido, pero hay que seguir profundizando en la mejora de este viejo oficio, cuyas paredes esenciales no sólo no se han caído con Internet y las nuevas tecnologías, sino que no tienen por qué caerse. Se trata de que el periodismo asuma con naturalidad y plenitud sus responsabilidades, para que no se haga realidad el sombrío pronóstico del escritor Martin Amis en su libro Experience: «El cuarto poder se halla en un estado peculiar de su evolución. A la Prensa, por una parte, cada día le place más el poder que la corrompe, y, por otra, camina inexorablemente hacia una mastodóntica impotencia en las cuestiones que realmente importan».
El periodismo es sólo una pequeña luz en medio de la oscuridad. Nosotros, los periodistas, tenemos que saber colocar nuestra lámpara, con entusiasmo, honestidad y perseverancia, sobre esas cuestiones verdaderamente importantes que preocupan a todos los hombres. Eso es el periodismo: la lámpara en la tierra.
Es un combate que sí vale la pena. El combate entre la luz y la sombra. El combate por la solidaridad y el progreso. El combate por la verdad y por la libertad. El combate de unos soldados anónimos que luchan tenazmente, sin miedo, y a veces sin esperanza, por un mundo mejor, más habitable, más cercano, más de todos.