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Si durante el primer mandato presidencial de George W. Bush las diferencias entre Estados Unidos y Europa respecto a la presencia de la religión en la vida pública se pusieron de relieve, la reelección del candidato republicano ha hecho más palmarias las diferencias. No por casualidad, algunas de las más prestigiosas revistas intelectuales norteamericanas vienen dedicando, desde mediados de 2004, un buen número de sus páginas a analizar la relación entre cristianismo y política. El Journal of Democracy, que editan cuatrimestralmente el National Endowment for Democracy y The John Hopkins University Press, consagró cuatro largos ensayos del número correspondiente a abril de 2004 al tema «Cristianismo y democracia». El número 155 de la también cuatrimestral The Public Interest, fundada por Daniel Bell, apareció como un monográfico sobre las religiones y el Estado en la nación norteamericana. Si a los tradicionales estudios sobre catolicismo y vida pública de revistas como First Things (que en el número del verano pasado dedicó su sección de «Artículos» a este tema) sumamos el reportaje especial aparecido en The Economist en abril de 2004 sobre «Cristianos y judíos», es manifiesto que el espíritu religioso de Estados Unidos, su origen, su relación con la vida pública, su evolución hasta nuestros días y la actual división política concomitante a la práctica religiosa son temas de absoluto interés para los analistas de aquella nación.

Especialmente interesantes son las comparaciones, a propósito del tema que nos ocupa, entre la sociedad americana y la europea, en las que abundan varias de las colaboraciones del referido número de The Public Interest1. A ellas nos vamos a referir en particular en las siguientes líneas, tratando de reseñar de manera amplia sus principales observaciones.

LA ACTITUD RELIGIOSA AMERICANA

La contribución de Brian C. Anderson en The Public lnterest lleva por título «Secular Europe, Religious America» y proporciona unos datos que pueden servirnos como introducción en el tema de las diferencias en la actitud religiosa entre Europa y Estados Unidos. De acuerdo con ese ensayo, los números cantan: en Europa solamente un 40% cree en el cielo y la mitad de éstos en el infierno. Aproximadamente, sólo 57% de los españoles, 55% de los alemanes, 40% de los franceses y 30% de los suecos cree en el pecado. En cambio, en Estados Unidos un 60% proclama que la religión juega un papel importante en sus vidas y más de un 80% declara creer en Dios. Parecería que mientras que Estados Unidos es una nación creyente, la Europa posmoderna está sumergida en el relativismo religioso.

Bien es verdad que habría que puntualizar -así lo hace Wilfred Mcclay en «The Soul of a Nation», páginas 4-19 del mismo número- que esa mayor religiosidad americana puede tener mucho de superficial o de lo que se ha llamado civil religion -«religión social o sociológica»-. Se refiere con esa expresión a la veta piadosa americana que confiere muchos de los elementos propios de la fe y el sentimiento religioso a las instituciones sociales y políticas de esa nación. La civil religion constituye una fuente de recursos espirituales, apegos profundos, recuerdos reverentes del pasado y del sentido de la dirección de la historia, en la que se puede apoyar el Estado para demandar a sus ciudadanos abnegación y sacrificio personal, cuando éstos resulten necesarios. Es lo que John Dewey denominaba «fe común», una especie de lengua franca, que incluiría el componente emotivo de la religión, pero sin sus afirmaciones divisorias. Sus contenidos son mínimos: la presencia y el poder de Dios, la existencia de una vida futura, la realidad del premio y del castigo y la prohibición de la intolerancia. Los ciudadanos pueden añadir a esto sus propias opiniones siempre que no repercutan en la vida pública. Esta religión popular ha salido revitalizada el 11 de septiembre de 2001, de tal modo que su actual «catedral» es precisamente la zona cero -el lugar donde estaba ubicado el World Trade Center, derrumbado a consecuencia de los atentados terroristas en esa fatídica fecha-.

Este talante religioso deriva de la noción.puritana de América como el «Nuevo Israel», un nuevo pueblo elegido que debe regenerar el mundo. Desde los constituyentes padres de la patria hasta nuestros días, y particularmente con el presidente George W. Bush, pervive un hondo sentido de la providencia de Dios y de su bendición sobre América, con la consiguiente responsabilidad de servir de luz a las naciones. Para algunos, el lado positivo de esta religión social consiste en que proporciona un fundamento secular para la fe cristiana, gracias a la cual las instituciones políticas resultan más receptivas a las llamadas al examen personal y a la rectificación, al igual que a la exigencia y al sacrificio por el bien común. Sin embargo, lleva inherente el riesgo de servir de justificación de actos sin escrúpulos, de trivializar la palabra de Dios, de convertir a los clérigos en esbirros del Estado y de la cultura imperante y de otorgar el respeto reverencial debido a la religión a objetos ajenos a ella.

En su colaboración «Protestant, Catholic, Jew», comenta Joel Schwartz cómo William Herberg, en su clásico estudio Protestante-Católico-Judío, de 19552, había ya señalado que los americanos eran un pueblo religioso y a la vez secular, pues aunque -entonces- un 95% profesaba creer en Dios y un 75% decía pertenecer a alguna iglesia, eran fundamentalmente ignorantes de sus respectivas religiones, las cuales no parecían además afectar a su conducta diaria, según ellos mismos declaraban: más de la mitad de los americanos eran incapaces de nombrar ninguno de los cuatro evangelios y también más de la mitad mantenía que sus creencias no influían en sus ideas respecto a la política o la economía.

En este marco, la religiosidad americana no tendría contenido alguno y constituiría un modo de sociabilidad o cultura más que una orientación vital hacia Dios. Constituiría, tal como señalaba el referido Herberg, una mera religión sociológica, especie de garantía religiosa del estilo de vida americano. Según este autor, la identificación de la religión con la identidad nacional genera una especie de mesianismo en el que América tendría una vocación universal orientada a llevar su modo de vida -junto con la democracia y la libre empresa- hasta el último rincón del mundo.

La afirmación de que el pueblo americano es a la vez religioso y secular parece seguir tan vigente ahora como cuando escribía Herberg, hace cincuenta años. Aunque el porcentaje de los que dicen pertenecer en nuestros días a alguna iglesia se ha reducido al 69%, los datos actuales confirman los de Herberg respecto al desconocimiento doctrinal de los americanos y a la falta de influencia de la religión en sus vidas. En 1992, la agencia Gallup informaba que solamente un 13% de los norteamericanos parecían mostrar una fe vivida y profundamente integrada en sus vidas.

Un botón de muestra de la superficialidad e incoherencia de su profesión de fe lo constituye, por ejemplo, el hecho de que los evangélicos protestantes (considerado el grupo más religioso en los Estados Unidos) tienden a creer más que el resto de los americanos en las brujas y en la astrología (más de un cuarto del total). A su vez, el paganismo constituye una tendencia creciente: en 2001 el Servicio de Identificación Religiosa Americano apuntaba que más de 300.000 americanos se declaraban paganos. Volveremos de nuevo a este tema.

ORIGEN DE LA DISTINTA ACTITUD ANTE LA RELIGIÓN

Volviendo a la colaboración de Brian C. Anderson sobre las diferencias en la religiosidad en las sociedades europea y americana, a las que se referían las anteriores puntualizaciones, conviene repasar su origen histórico. Porque la diferencia que entre un continente y otro se registra en materia de religión radica históricamente en el distinto proceso de formación del Estado moderno y de la democracia republicana en uno y otro.

Según John Locke, el filósofo que más influyó en la revolución americana y en opinión también de Jefferson, presidente y uno de los padres constituyentes, no tiene por qué haber conflicto de competencias entre el Estado y la religión, toda vez que ésta es irrelevante en los asuntos temporales. Por su parte, Rousseau, precursor filosófico de la Revolución francesa, piensa todo lo contrario. En cualquier caso, para todos ellos los conflictos entre ambos habrían de resolverse a favor del Estado. No obstante, Rousseau iba más lejos al ver en la religión, en tanto que depositaria de una fe y una lealtad, una enemiga de la república que ésta había, en consecuencia, de aplastar. De hecho, eso fue lo que ocurriría en la tremenda persecución religiosa consiguiente a la Revolución francesa. El espíritu anticlerical de la Revolución ha caracterizado las democracias europeas de tal modo que, de hecho, ser demócrata en Europa lleva consigo ser a la vez secularista, en el sentido de mantener activamente al margen de la organización de la sociedad la influencia de las creencias religiosas.

Las iglesias coloniales americanas, en contraste con la religión establecida de Europa durante la Revolución francesa, lideraban la lucha por la independencia y, gracias a ello, los americanos nunca participaron del anticlericalismo de los republicanos franceses. La religión dominante en América -el cristianismo protestante- predicaba ideales coherentes con la república. Incluso republicanos tan prominentes como Madison proponían reconocer los deberes con Dios como un derecho inalienable precedente a las exigencias civiles. George Washington, primer presidente de la nación, contemplaba la religión como un apoyo de la ciudadanía democrática y, en consecuencia, los compromisos religiosos debían ser tratados, en su opinión, con gran delicadeza. Desde el principio, la religión alimentó vibrantes tradiciones republicanas y fomentó la revolución contra Inglaterra. Es más, según los padres constituyentes, el buen gobierno requería una serie de virtudes morales que sólo la religión podría proporcionar, al menos para la mayoría de los ciudadanos, como lo serían el autocontrol, la confianza en sí mismo y la preocupación por el bien común. No veían, pues, contradicción alguna en reconocer los derechos naturales de la humanidad -en expresión de Locke- y a la vez profesar fidelidad a Dios. Es más, sostenían que estos derechos naturales, incluido el de la libertad religiosa, encontraban su fundamento último en Dios. Por esta razón nunca pretendieron dificultar o disminuir la influencia religiosa, antes bien, ayudaron a que floreciera, y esto ha impreso carácter a la sociedad americana y a su forma de gobierno.

Desde un punto de vista histórico-dialéctico, complementario del anterior y mantenido por algunos sociólogos europeos inspirados en las ideas de Adam Smith, las iglesias nacionales instaladas en los distintos Estados europeos habrían perdido su atractivo con el paso del tiempo, pues los clérigos no transmitirían su mensaje convincentemente al haber perdido todo tipo de incentivo. En cambio las iglesias que encuentran competencia en su tarea religiosa se vitalizarían y esforzarían más. Según esta opinión, el establecimiento subsiguiente a la reforma protestante de iglesias nacionales en Europa ha contribuido a la disminución del fervor religioso de los europeos, mientras que el pluralismo americano ha forjado una América más religiosa.

POLÍTICAS ESTATALES Y RELIGIÓN

La historia posterior a ambas revoluciones ha suscitado, según Michael W. Mcconel en «Religious Souls and the Body Politic», en la misma revista, tres respuestas al problema de la pertenencia simultánea a las ciudades temporal y eterna -las tres, hijas de su propia historia y consiguientemente, distintas en su origen-. La primera, la laïcité, propia de Francia y otros países europeos e inspirada en las ideas de Rousseau, subraya el carácter secular del Estado; la segunda, conocida por separación entre Iglesia y Estado, es una versión (atenuada) americana de la anterior y de distinto origen; y la tercera, que se podría denominar pluralismo religioso, está inspirada en las ideas de Madison y en Estados Unidos coexiste de modo ambivalente con la anterior. Vamos a examinar las tres brevemente.

EL LAICISMO

La laïcité (denominada «separación estricta» entre Iglesia y Estado en los Estados Unidos) se asocia a la idea de que la política se debe regir por la razón pública, accesible a todos los ciudadanos, sin necesidad de formación religiosa. Aquí la esfera pública es estrictamente secular: las leyes tienen fundamentos seculares, los programas y actividades gubernamentales son totalmente seculares y la religión es irrelevante a la hora de determinar las obligaciones sociales de los ciudadanos. Se privilegian las escuelas públicas, que deben usarse para inculcar ideales democráticos incontaminados por el «dogma sectario». Se protege la práctica religiosa siempre que se confine a la esfera privada de la casa y el templo.

En el fondo subyace una visión recelosa de la religión, impregnada de sectarismo e intolerancia, a la que se espera domesticar privatizándola y, a veces, promoviendo activamente la secularización. La reciente legislación que prohibe velos musulmanes y cruces cristianas en las escuelas públicas francesas refleja este modo de pensar. Aunque los Estados Unidos no han seguido esta tradición, poseen una versión más atenuada de la laïcité, englobada en la denominación separación de Iglesia y Estado. A este respecto, hay que aclarar antes el origen y significado del término y sus consecuencias en Norteamérica.

LA SEPARACIÓN DE IGLESIA Y ESTADO

Como señala Phillip Hamburger en «Against Separation»3, la expresión separación de Iglesia y Estado no aparece nunca empleada por los padres constitucionales, sino que proviene de algunos grupos protestantes del siglo XIX, sobre todo de los Nativistas, entre los que destacaban el Ku Klux Klan. Fueron estos grupos quienes invocaron la separación de la Iglesia institucional respecto al Estado, aunque no la de la religión en general (el cristianismo, mayoritariamente entonces) respecto al gobierno, pues siempre se había considerado a la religión como fuente de inspiración. Estos mismos grupos protestantes recelaban de la Iglesia católica, a la que pertenecían muchos de los nuevos inmigrantes, porque sus creencias les parecían impuestas por una jerarquía mentirosa y dictadora, que los convertía en peleles sin independencia intelectual y en una amenaza para el gobierno republicano. Y así, presionaron al resto de los americanos para que se aceptara la separación entre Iglesia y Estado como la única perspectiva genuinamente americana.

Posteriormente, los protestantes liberales se aferraron a esta idea por miedo no solamente a la iglesia católica sino también a otros grupos protestantes más ortodoxos. Estos liberales, entre los que se incluían tanto teístas como ateos, formaron la Liga Liberal Nacional y ampliaron la idea a la separación del gobierno no solamente de la Iglesia sino de cualquier confesión religiosa.

En las primeras décadas del siglo XX un amplio grupo de protestantes y secularistas no protestantes, entre ellos muchos anticatólicos y otros simplemente recelosos de cualquier confesión cristiana organizada, asumieron la idea de que la separación constituía el auténtico modo de entender la libertad religiosa. Como se trataba de un grupo muy numeroso y variado, lograron transmitir la impresión de que este era el ideal americano que la nación compartía.

Esta concepción pasó luego al cuerpo judicial, que empezó a creer que tal separación era la libertad religiosa americana protegida tanto por las constituciones federales como las estatales. En este ambiente, en 1947, el Tribunal Supremo proclamaría que la Primera Enmienda garantizaba dicha separación. Desde entonces, y especialmente en los años ochenta y noventa, la actitud de los jueces de la Corte Suprema respecto al contenido de dicha separación se ha caracterizado por su ambigüedad y falta de definición. A este respecto, por ejemplo, es ilustrativo el reciente rechazo a pronunciarse sobre la pionera legalización del matrimonio entre homosexuales ordenada por el Tribunal Supremo de Massachussets.

La oposición secular a la religión organizada derivada de esta postura se advierte en la hipersensibilidad de la retórica e instituciones públicas a las influencias religiosas explícitas. El impulso religioso a la acción pública es tratado como algo que se supone maligno o incluso opresivo por necesidad. Esta visión está presente cuando se declara que la legislación fundamentada en opiniones religiosas (tales como la condena del aborto o del juego) podría considerarse inconstitucional a pesar de que la legislación inspirada en visiones seculares rivales de aquéllas (tales como el feminismo o el libertinaje) no plantearían ningún problema, incluso -podríamos añadir- cuando movimientos tan importantes como el de los Derechos Civiles han surgido o experimentado un gran impulso gracias a las motivaciones religiosas de sus líderes (por ejemplo, Martin Luther King). Otra manifestación práctica de esta actitud es la imposibilidad de utilizar fondos públicos para financiar colegios, universidades o programas sociales aparentemente religiosos.

EL PLURALISMO RELIGIOSO

La tercera respuesta a la cuestión de la relación entre la ordenación político-social y la religión -volvemos al ensayo de Mcconnell-, que coexiste con la anterior e intenta abrirse paso con vigor en nuestros días, aunque lo hace no sin dificultad, es el pluralismo religioso. Aquí se considera que la vida pública debe estar abierta a gente de todas las confesiones con la menor violencia posible a sus convicciones. Para el pluralismo, la postura secularista no es neutral, pues prima ciertos modos de razonar sobre otros, al racionalismo y a la libertad de elección sobre la tradición, la revelación y la conciencia.

Según esta concepción, no existen leyes o políticas neutrales: todas se basan en posturas ideológicas o filosóficas. La estructura constitucional ha de dejar la elección al pueblo entre las distintas perspectivas rivales, sin privilegiar ni la religiosa ni la secularista. Esto implica que los ciudadanos creyentes, al igual que el resto, tienen derecho a propugnar leyes que reflejen sus ideas sobre el mejor modo de promover el bien común a su juicio, aunque sus premisas deriven de doctrinas religiosas. El Estado pluralista ha de ser neutro respecto a la religión, porque todos los ciudadanos son libres de adoptar o rechazar sin limitación alguna distintas posiciones según les den a entender sus fundamentos filosóficos, metafísicos, epistemológicos o teológicos. Decir a los creyentes que su concepción de la justicia y el bien común ha de ponerse entre paréntesis es tratarlos como ciudadanos de segunda categoría. El pluralismo confirma la igualdad de todos al permitirles participar en los asuntos públicos sin favorecer ninguna ideología ni forma de persuasión.

El enfoque pluralista fomenta que las comunidades de creyentes mantengan las instituciones necesarias para conservar su modo de vida y transmitirlo a las generaciones futuras. Esto se plasma en medidas gubernamentales como exenciones o contribuciones fiscalmente deducibles para los grupos religiosos y benéficos, sin intervenir a la vez en la selección de sus destinatarios ni controlar sus operaciones. Cuando sus actividades compiten con otras semejantes organizadas por el Estado (hospitales, colegios, universidades, comedores de beneficencia, etc.), el enfoque pluralista favorece la libertad de elección, de modo que todos aquellos que, por ejemplo, deseen educar a sus hijos de acuerdo con sus convicciones puedan hacerlo efectivamente.

Hemos señalado antes que este enfoque pluralista no se abre paso sin dificultad en los Estados Unidos. Un ejemplo de actualidad, que desarrolla Stanley W. Carlson-Thies en su colaboración «Implementing the Faith-Based-Initiative» (páginas 57-74), y en el que conviene detenerse para ilustrar mejor este punto, concierne a los proveedores de servicios sociales. Algunos liberales laicistas se han aferrado a la mitológica separación entre Iglesia y Estado para impedir que las organizaciones religiosas proporcionen una serie de servicios sociales necesarios. Siempre ha existido colaboración entre el Estado y organizaciones no gubernamentales laicas y religiosas (entre estas últimas destacan el Ejército de Salvación, las Organizaciones Caritativas Católicas, los. Servicios Sociales Luteranos, las Federaciones Judías, etc.), y, desde los años sesenta, la mayor parte de la beneficencia estatal se ha canalizado a través de dichas organizaciones. Los servicios que pueden prestar han de ser estrictamente laicos pues lo contrario iría supuestamente contra la Primera Enmienda, que regula la separación Iglesia-Estado. Sin embargo, a menudo estas organizaciones despliegan representaciones y símbolos piadosos, bendicen las comidas, mantienen discusiones religiosas y contratan preferentemente a los solicitantes que comparten la misma fe, prácticas todas ellas que podrían ser declaradas fuera de lugar y rescindir la alianza.

Desde la Ley de Reforma de la Beneficencia de 1996, el Congreso intervino en cuatro ocasiones durante el mandato del presidente Clinton para incluir en la legislación federal reglas nuevas -todo un ejemplo del enfoque pluralista- que garantizaran que los proveedores sociales religiosos no tuvieran que marginar su fe para competir por su financiación con los no religiosos.

Las nuevas reglas, encuadradas en la llamada «Opción Caritativa» contienen cuatro principios: 1) no quedará excluida ninguna organización por su religiosidad o «excesiva religiosidad»; 2) ha de mantenerse el respeto por el carácter religioso de esos grupos, a los que se debe permitir ofrecer actividades religiosas voluntarias, desplegar símbolos religiosos y no obligar a dejar de lado su fe a la hora de contratar personal; 3) queda, por un lado, prohibida la práctica religiosa obligatoria al igual que la discriminación de los destinatarios del servicio prestado y, por otro, el Estado debe presentar otras alternativas a quienes pongan objeciones a un proveedor religioso; 4) los fondos federales sólo pueden dedicarse a los servicios sociales propiamente dichos y no a mantener actividades o prácticas estrictamente religiosas. No obstante, si un cliente escoge un proveedor religioso, las actividades religiosas no tienen por qué separarse del programa federal financiado siempre que queden a salvo los fines públicos sociales.

El presidente Bush ha seguido en la misma línea e ido incluso más lejos, al llamar la atención sobre otras organizaciones más modestas, muchas de ellas religiosas y de ámbito vecinal, que son a menudo las más eficaces y cercanas a los necesitados. En este sentido, ha defendido que todo programa social que funcione bien debe gozar de igualdad de oportunidades de acceso a financiación federal para extender sus servicios, sin importar cuál sea su inspiración. Sin embargo, el informe Unlevel Playing Field (2001), elaborado por el Gobierno federal, señala que la ayuda federal que reciben estas organizaciones de base es pequeña. Según dicho informe, las dificultades a las que se enfrentan proceden del prejuicio de los dirigentes federales, para quienes la estrecha colaboración con organizaciones religiosas es sospechosa legalmente. Examinando las directrices del Tribunal Supremo, se comprueba que los requisitos para acceder a subvenciones públicas por parte de dichas organizaciones requieren que sus manifestaciones religiosas queden más relegadas de lo que están dispuestas a aceptar, por lo que a menudo no compiten por dichos subsidios.

Para ayudar a resolver la cuestión, algunos grupos conservadores han propuesto conceder cheques o vales a los propios beneficiarios para que ellos mismos escojan entre los distintos proveedores sociales. Sin embargo, esta posible solución, ya intentada para facilitar la libertad de elección de colegio, ha sido rechazada en los Estados en que se ha probado a introducir hasta ahora.

CONSERVADURISMO RELIGIOSO Y POLÍTICO

Se ha señalado antes que una de las causas más claras de división en nuestros días entre Europa y Estados Unidos es la cuestión religiosa. Al margen de otros factores como el hecho de que Estados Unidos gaste solamente en defensa el doble que los veinticinco Estados de la Unión Europea juntos; o que la pena de muerte se permita en la mayoría de los Estados; o que un 35% de los hogares americanos disponga de armas de fuego; al margen de estos otros factores nada despreciables, lo que intranquiliza a la secularista Europa es la fuerte presencia en América del conservadurismo religioso, según ha resultado patente tras las últimas elecciones presidenciales, y las votaciones que en once Estados se han manifestado contra el reconocimiento legal como matrimonio de las uniones homosexuales.

Este conservadurismo reforzado por la fe queda típicamente representado por los Evangélicos Protestantes, el grupo religioso que más rápidamente crece e informa profundamente la sociedad americana. Se trata de una agrupación de cristianos protestantes para quienes lo importante de la vida religiosa es la conversión personal y la fe en que la expiación por los pecados de los hombres lograda por la muerte de Jesucristo proporciona la salvación personal, y que se ha convertido en una de las fuerzas más importantes en la política social del partido republicano. De hecho, éste se ha vuelto más conservador que los partidos conservadores europeos, en los cuales es compatible el estatalismo económico con posiciones liberales en cuestiones morales, debido a su gran número de cristianos fundamentalistas evangélicos. Expliquemos, siguiendo de nuevo a Joel Schwartz, las circunstancias que han acompañado al surgimiento político de los grupos evangélicos y la consiguiente polarización religiosa en que vive actualmente la sociedad americana.

La situación de consenso nacional entre católicos, protestantes y judíos -los grupos religiosos que representaban un 95% de la población entonces-, característica de la religión sociológica descrita por Herberg más arriba, corresponde a los años cincuenta, cuando la fe religiosa en general era un bien individual y público que le permitía al presidente Eisenhower, por ejemplo, afirmar ante la amenaza del comunismo que el Gobierno no tenía sentido si no estuviera basado en una fe religiosa profundamente sentida, sin importar cuál fuera4.

Esta situación experimentaría un primer cambio con el movimiento de los Derechos Civiles y la guerra de Vietnam en los años sesenta, que introdujo en Estados Unidos el llamado Evangelio Social. Se trata de un concepto cuyo origen habría que buscar en la reacción cristiana a finales del siglo XIX a los males derivados de la Revolución Industrial y del liberalismo económico exacerbado (así, por ejemplo, en la encíclica Rerum novarum (1891) de León XIII); pero que, en este contexto, se refiere a la perspectiva, del cristianismo liberal que mantenía que todos se salvarían (universalismo que niega la necesidad de salvación personal) y que los cristianos habrían de traer el reino de Dios intentando activamente corregir los problemas sociales.

Como reacción a este evangelismo social, los protestantes teológicamente tradicionales promovieron enérgicamente la necesidad de la salvación personal, y tendieron a rechazar las cuestiones más materiales, identificando la preocupación por lo social con un movimiento teológicamente liberal. Se produjo así la división entre liberales y conservadores religiosos en general, sin distinción de denominación. Entre éstos se encontraban los evangélicos protestantes, que no han dejado de crecer desde entonces. Las guerras culturales de religión resultarían aún más virulentas en los setenta y ochenta, cuando cuestiones como la moralidad pública, el aborto y las relaciones entre las iglesias y el Estado adquirieron importancia.

Desde la emergencia del Evangelio Social las denominaciones cristianas tradicionales (católicos, metodistas, baptistas, etc.) han capitulado en general ante el secularismo. Se han caracterizado cada vez más por su activismo social y han adolecido de algo genuinamente cristiano que ofrecer, pasando así a segundo lugar en las vidas de sus fieles. El discurso psicoterapéutico y de autorrealización personal se ha establecido de lleno tanto en las confesiones principales como en la vida pública, y una vez que la religión no es más que un mero refuerzo de la moralidad progresista dominante puede llegar a vaciarse de contenido y considerarse supérflua.

En la Transformación de la religión americana, Alan Wolfe5 intenta demostrar que la religión se ha convertido en parte integrante de la cultura del narcisismo, una avenida más por la que el yo moderno puede encontrar su modo de estar en el mundo (fenómeno en el que dicho autor se complace, por otro lado) y menciona las siguientes características: una mezcla de música insípida y ambigüedad moral (el llamado «Catolicismo Kumbayá», que hace alusión a una canción originalmente folk empleada en actos religiosos católicos); el carácter cada vez más terapéutico de la religión americana, en la que sacerdotes, ministros y rabinos tienden a evitar todo tipo de «sentencialismo»; la implacable y nada estimulante informalidad de las ceremonias religiosas actuales y el creciente recelo hacia toda religión institucional. De hecho -así lo señala D. Mahoney- su diagnóstico parece confirmar el temor de Herberg de que los americanos llegaran a conformarse con una religión centrada en el hombre.

En este desvaído panorama religioso, destacan los evangélicos, con su firme determinación de impedir la alternativa mortal que supone el secularismo. Lo que defienden, en contraste con las otras confesiones cristianas, es la importancia de la redención personal, por un lado, y de una moralidad estricta, por otro. Si bien el primer aspecto no tiene implicaciones políticas, el segundo podría inclinar más claramente hacia los partidos conservadores, aunque, de hecho, no se trate realmente de una relación necesaria puesto que las iglesias evangélicas afroamericanas promueven una moral tan estricta como las iglesias evangélicas y pentecostalistas hispánicas y, sin embargo, sus miembros votan mayoritariamente al Partido Demócrata.

Aunque los conservadores religiosos habían sido tradicionalmente apolíticos, al percibir que la cultura dominante y muchos protestantes de siempre rechazaban la doctrina cristiana tradicional sobre la moralidad pública y, en particular, da familia, los fundamentalistas cristianos intentaron restaurar la autoridad de los valores tradicionales por medio de la acción política y el debate religioso.

Los orígenes este movimiento se sitúan entre los milenaristas, aquellos evangelistas protestantes que en el siglo XIX predicaban la llegada del milenio, o sea, los mil años del reino de Cristo. Pero el nombre saltó a la palestra a través de una serie de publicaciones del movimiento, que entre 1910 y 1915, siempre en Estados Unidos, tomaron como título Los Fundamentos. Para este movimiento, cinco eran los «fundamentos» de la fe: 1) literalidad e infalibilidad de las Escrituras; 2) concepción virginal; 3) expiación a través de las obras; 4) resurrección corporal; 5) autenticidad de los milagros.

Las denominaciones protestantes clásicas son mucho menos numerosas de lo que fueron en el pasado, mientras que estos fundamentalistas y los evangélicos constituyen, según el informe Pew de 2003, un 30% de la población, y han sido decisivos en la victoria del presidente Bush, especialmente en su reelección. En el 2000 votaron 15 millones de evangélicos, un 23% de todo el electorado, y 71% de ellos votaron a Bush. En 2004 seguían constituyendo un 23% del electorado pero se redujo dramáticamente la abstención de estos votantes y un 78% de ellos votaron a Bush, lo que supuso 3,5 millones de votos más a su favor (datos del Pew Forum citados en Economist.com, 11 de noviembre de 2004).

No obstante, estos fervientes grupos religiosos carecen de líderes intelectuales y adolecen de un auténtico fundamento racional y de formación doctrinal profunda. Un síntoma de la superficialidad o falta de consistencia intelectual de su profesión de fe lo constituye el hecho de que los evangélicos tienden a creer más que el resto de los americanos en las brujas y en la astrología (más de un cuarto del total).

SECULARISMO LIBERAL

En el otro polo encontramos un secularismo liberal (de izquierdas o de derechas) más dogmático políticamente (como se reflejó en la acuñación del término americano «corrección política» al final de los ochenta) y ayuno de base teórica puesto que en el fondo, como reconoce el propio Richard Rorty, uno de sus más destacados ideólogos, es parasitario de la fe bíblica al seguir interesándose en la dignidad humana cuando la única base firme que puede sostenerla es la fe revelada.

Como se ha señalado más arriba, esta misma división entre conservadores y liberales u ortodoxia y progresismo afecta tanto al protestantismo como al catolicismo y al judaismo y tiene su contrapartida en el campo político. Por ello, autores como James Davidson Hunter6 señalan que los progresistas protestantes, católicos y judíos y los secularistas tienen más en común cultural y políticamente entre ellos que con sus correligionarios ortodoxos. Así como para Herberg las tres denominaciones abrazaban un mismo estilo de vida americano que las unía, para Hunter hay dos concepciones de América en disputa y cada una agrupa a protestantes, católicos y judíos de uno u otro bando. Las últimas elecciones presidenciales han consolidado la tendencia a votar republicano de los miembros más ortodoxos de las distintas denominaciones religiosas7.

Una de las manifestaciones de esta división -utilizo ahora las categorías de Herberg- es una nueva religión social rival de la anteriormente descrita, propuesta por los progresistas religiosos y muy crítica tanto de la política interna como, sobre todo, de la política internacional americana. Sostiene que Estados Unidos es responsable de muchos de los problemas que afectan al mundo y tiene que pagar por ello. Acusa a América de usar su poder y su riqueza para crear y perpetuar grandes desigualdades -de ser verdaderamente una fuerza del mal-. Parece confirmarse el peligro anejo a la religión social ya advertido por Herberg de identificar la causa americana con la de Dios, potencialmente resultante en la creencia bien de una superioridad o de una inferioridad moral, según sea la perspectiva tradicional o progresista, respectivamente.

DIVISIÓN POLÍTICO-SOCIAL

Esta polarización de las fuerzas secularistas y religiosas ha transformado, y continúa haciéndolo, la política americana, en la que los republicanos aparecen como el partido de Dios y los demócratas como el partido secular. El surgimiento de la derecha religiosa ha alimentado la hostilidad de izquierdas hacia la religión, pues muchos liberales identifican la religión con el conservadurismo. Piensan que la derecha se ha apropiado de Dios y de la religión.

De tal modo es así, que la práctica religiosa es el factor más importante a la hora de predecir la intención de voto. Baste el siguiente botón de muestra: un 60% de los nuevos delegados de la convención demócrata de 2000 se declaraban secularistas, es decir, sin ninguna preferencia religiosa, en comparación con un 5% de los correspondientes republicanos. Del 16% del electorado secularista, dos tercios votaron demócrata en las elecciones presidenciales de 2000. El estudio Pew de 2003 señala que un 63% de los que van a la iglesia al menos una vez a la semana (14% de la población) votan republicano, mientras que de los que no suelen ir nunca (14% de la población, de nuevo), un 62% votan demócrata, cifras que se han mantenido en las elecciones presidenciales de 20048.

Por otro lado, la mayoría de los secularistas no son ateos o agnósticos originalmente sino creyentes que han abandonado la religión institucional y se encuentran entre los liberales y moderados. El abandono de la religión organizada refleja el desacuerdo con la afinidad surgida entre la política conservadora y la religión organizada. Según Hunter, los secularistas representan el tipo de conciencia moral que más rápidamente crece en América: han pasado de constituir un 2% en los años cincuenta, a un 14% en 2001.

Señala Cifford Orwin («The Unraveling of Christianity in America», páginas 20-36) que esta falta de adhesión a la religión organizada caracteriza, en general, a las clases educadas. Los sondeos de opinión, muestran que los americanos de las clases media-alta y media se declaran religiosos; pero si se rasca un poco se descubre un relativismo temeroso de profesar una moral de contenidos preceptivos, porque podría propiciar la intolerancia. Esta constituye el mayor de los males para unas clases nada sentenciosas que no creen en un modo de vivir moralmente correcto y que idolatran lo que es diferente por el mero hecho de serlo. Su única convicción firme radica en la tolerancia. Se puede decir que la clase media americana se toma en serio la religión pero no hasta el punto de creer que sea la guía más importante a la hora de juzgar cómo se debe vivir, y por eso se muestra curiosamente indiferente ante el pecado. Por vez primera en la historia del país, los criterios religiosos no inhiben a la nación como tal9.

Ello se manifiesta, por ejemplo, en la serie americana de televisión más popular de los últimos diez años tanto en América como en el resto del mundo occidental, Friends, y en su tratamiento de temas como la religión y la moralidad religiosa. Véase también la popularidad de que gozan en la actualidad series como Sexo en Nueva York y las de dibujos animados, hipercríticas de los valores tradicionales americanos, especialmente la primera, South Park y Los Simpson; por no citar, en décadas anteriores, las exitosas y amorales Falcon Crest, Dinasty y L. A. Law.

Tampoco olvidemos, por ejemplo, que Estados Unidos es el país que en términos absolutos y relativos produce y consume más pornografía; que el número de abortos continúa siendo elevadísimo; que la tasa de divorcios es superior al 50%; y que es uno de los países occidentales donde las relaciones sexuales .entre adolescentes es más precoz y está más extendida (sin contar con la superior incidencia de estos y otros problemas, tal como la violencia callejera armada, entre algunas minorías, que se deja notar en ese más de un 1%, que constituye la población carcelaria del país). El espíritu cristiano, en definitiva, que solía, en opinión de Orwin, penetrar la única cultura de la única nación, ha pasado a ser una subcultura o incluso una contracultura.

Como paradigma de esta alienación de las clases educadas respecto a la religión institucional menciona Orwin los Bobos, término acuñado por David Brooks10 y que amalgama la primera sílaba de las palabras «bohemios burgueses», en inglés. Constituyen la nueva clase alta de la sociedad liberal posmoderna en América, que combina en sí la afluencia material y a la vez un rechazo del materialismo y el conformismo. No necesitan institución alguna para comunicar con lo sagrado, pues convierten en sagrado todo lo profano y materialista, especialmente el comprar -la actividad burguesa por excelencia-, y la dirigen a objetos eminentemente bohemios, como por ejemplo, el arte, la filosofía o el activismo social. Anhelan algo especial, más alto y solidario pero desarraigado de toda creencia, compromiso o limitación de sus opciones. Brooks sostiene que su actitud tipifica a la clase media urbana estadounidense en el aspecto religioso.

Todo parece indicar que existe una clara e igualada división bipartita religioso-cultural en torno a la práctica de la religión institucional que afecta a la sociedad americana en general, en cuyos extremos se situarían los evangelistas, por un lado, y los secularistas liberales, por otro. En medio se localizaría la gran clase media urbana, que manifiesta una tendencia creciente hacia el secularismo. Los artículos aquí analizados, en conclusión, nos ofrecen un marco más matizado de lo que a primera vista podría uno pensar, especialmente después de las últimas elecciones presidenciales americanas. Se puede decir que los ciudadanos de Estados Unidos siguen siendo sociológicamente religiosos y que su actitud respecto a la relación entre religión y vida pública es, en general, menos recelosa que la del laicismo imperante en algunos países europeos, debido al distinto origen de sus respectivas democracias.

No obstante, dicha relación no se da sin problemas, como es notorio en las dificultades que encuentran ciertas medidas que facilitarían un auténtico pluralismo religioso, que hoy por hoy choca con un prejuicio bien establecido entre las autoridades federales derivado históricamente de una mal entendida separación Iglesia y Estado.

Por otra parte, tampoco parece que América constituya la reserva espiritual de Occidente, puesto que el secularismo está muy presente en la sociedad y es claramente una tendencia en alza. La ortodoxia y la práctica de la religión institucional o la falta de éstas, cualquiera que sea la denominación de que se trate, divide política y culturalmente al país hasta tal punto que resulta ser el mejor indicador de predicción de voto.

NOTAS

1 Número 155, correspondiente a la primavera de 2004, que también dedica dos artículos a la amenaza del fundamentalismo islámico a los que no nos referiremos aquí.
2 Protestante-Católico-Judío: An Essay in American Religious Sociology, Garden City, New Cork, Doubleday and Co. 1955
3 Adaptado de su libro Separation of Church and State, Harvard University Press, 2002.
4 «Our government doesnt make sense unless it is founded on a deeply felt religious faith and I dont care what it is» (D. Eisenhower, 1952).
5 Siguiendo la crítica de su libro (The Transformation of the American Religion, Free Press, 2003) que firma Daniel Mahoney («Religion and the Social Scientist»: 202207).
6 Culture Wars, The Struggle to Define America, Basic Books, 1991.
7 Ver datos, por ejemplo, en Economist.com, 1l-XI-2004: «The triumph of the religious right».
8 Otros índices de las elecciones de 2004 relacionados con un estilo conservador lo constituyen el hecho de que Bush fue votado mayoritariamente por hombres blancos (61%), mujeres casadas (55%) y excombatientes 57%).
9 Señala The Economist.com, que la mayoría que ha votado a Bush en 2004 no constituye una mayoría moralista pues los que citaron como criterio prioritario a la hora de votar la moralidad . eran un 22%, dos puntos más que los que citaron la economía (que votaron mayoritariamente por Kerry) y tres más de los que nombraron el terrorismo (que votaron mayoritariamente por Bush). Por otro lado, ese 22% es muy inferior al de las dos elecciones presidenciales anteriores de 2000 y 1996, en las que 35% y 40%, dieron prioridad a las cuestiones morales e incluso un 14% y un 9%, respectivamente, se la dieron al aborto, opción que no se ofrecía en las últimas encuestas. Es decir, en aquellas elecciones casi la mitad del electorado votó por motivos morales mientras que en 2004 lo hizo un quinto (1l-XI-2004: «The triumph of the religious right»). Téngase también en cuenta que la mayoría de los votantes primerizos lo hicieron por Kerry (54%), por si sirve de indicador de futuras tendencias.
10 Bobos in Paradise: The New Upper Class and How They Got There, New York, Simon and Schuster, 2000.

Docente en la Universidad Complutense, en Filología Inglesa