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Poco conocido fuera del ámbito de la cultura germánica, y excesivamente identificado en exclusiva con ella, el perfil poético de Stefan George (1868-1933) cobra paso a paso estos días nuevo interés para los lectores españoles, cada vez más distantes del empacho de los versos clónicos, sometidos a mundos cotidianos, que han predominado en nuestras tierras desde el término de la Segunda Gran Guerra. Cierto es que en momentos de exaltación patriótica, George ha podido y puede ser considerado como gallardete solo de la genuina mentalidad alemana, pero una aproximación moderna y sin filtros a su obra permite observar enseguida que la trascendencia de su trabajo supera las lindes de la cultura germánica para situarse en primera línea de la creación y el espíritu verdaderamente europeos.


Nacido en el verano de 1868 en Budesheim, cerca de Bingen, en una de las encrucijadas con más carga histórica del valle del Rhin, George recorrió en su juventud amplias regiones de Inglaterra, Francia, Italia y España, bebiendo muy pronto en las fuentes literarias de Dante, Shakespeare y Baudelaire, a quienes más tarde tradujo al alemán. Y si bien este europeísmo, fruto del conocimiento, es fácilmente detectable en el conjunto formal de su obra, aún más lo es en el interior de su herencia poética, nutrida del subsconsciente colectivo de la mejor tradición europea, de aquello que, magma indefinible, todavía da vida a buena parte de nuestras concepciones y sentimientos.


La primera impresión profunda que la lectura de George suscita es la de reencontrar en su obra sugerencias o símbolos ya vislumbrados, o al menos presentidos, en trance o en sueños inspirados. Su obra viene en consecuencia a probarnos la existencia de una Memoria de la Naturaleza que revela abstracciones de siglos remotos: todo símbolo creado con la sinceridad de creerlo nuevo acaba por encontrarse, tamizado a través de la individualidad, en algún poema que nunca se había leído.


No puede negarse que la poesía de George se relaciona con presupuestos nietzscheanos, y en verdad también en ella se percibe una expresión lírica de la’aspiración a la superación de la especie por la selección de los mejores, mas igualmente hay que aceptar que su severidad, ardor y luminosidad desborda esos presupuestos elitistas para pasar a ser patrimonio, si no de las mayorías mecánicas, sí de una «inmensa minoría» cada vez más extensa. Por otra parte, y desde un análisis meramente crítico, se ha comparado a George con Hõlderlin, y se han buscado similitudes entre él y Rilke o Hofmannsthal, aunque quizá la verdadera relación entre todos ellos fue el rechazo del materialismo y un cierto  milenarismo, más o menos encubierto según cada caso. George, quien vivió retirado, trabajando lejos de la industria editorial y de los oropeles literarios,  advirtió con rapidez que no se podía maridar la vocación de poeta con las «crónicas del día» -como hacia Hofmannsthal-, no cayó en la ternura fácil de Hõlderlin o Rilke, y propugnó el apartamiento de «la amorfía plebeya de los apóstoles de la realidad», al tiempo que se manifestaba «en contra del ruido innoble de la actualidad».


Como poeta se mantuvo al margen de todos los acontecimientos temporales de su época, fue renuente al choque con su presente, y jamás le pareció que el deber y la función del poeta fueran comentar y representar la realidad. Se opuso al naturalismo y creía en la trascendencia del mundo que crea el hombre con ayuda del genio y del espíritu; creía, que los límites del mundo material y de la lógica no son barreras infranqueables, sino apenas fronteras que traspasar. Para él, el poeta puede proporcionar al hombre medios de perfección, no mediante un saber mayor, sino mediante el incremento del poder de asimilación de los elementos eternos de la creación y el culto a la belleza como elevación del alma.


Enemiga de toda forma de realismo, la creación poética de George supuso en el desarrollo de la literatura alemana un paso clave hacia la aprehensión del precedente individualismo esteticista, esterilizado bajo una espiral de devaneos sin sentido trascendente. Espoleado en sus inicios por los ejemplos de Rimbaud, Verlaine y Mallarmé, y luego por los no menos deslumbrantes de Rossetti, Swinburne y D’Annunzio, George se lanzó a una lucha sin cuartel contra el «espíritu» de provecho y progreso material, intentando inocular entre las vanguardias de su tiempo un impulso de belleza y dignidad. Dominado por esa idea, y consciente de que la función del arte no es expresar lo obvio, sino invocar lo indefinible, su mano tendió a la descripción de estados de conciencia, recreando el mundo exterior a modo de proyección del «yo» creador.


Al adoptar estos presupuestos como guía de su obra, George se deslizó hacia la consideración del poeta, del escritor en general, como un vidente, predestinado a ocupar un lugar central en la cultura. La formulación poética de esta idea por George remarcó la mágica fuerza de transformación que contiene la literatura, el carácter revolucionario y subjetivo que el desarrollo sin trabas de ésta puede imprimir en una vanguardia. Esta vieja-nueva premisa, que conlleva la necesidad de una «aristocracia cultural» para dinamizar el crecimiento global de un pueblo, se advertirá con ribetes mesiánicos en casi toda la producción de George.


Decidido a profundizar en ese cauce, George buscó el arquetipo del hombre por excelencia, encarnación de la divinidad, punto de referencia último, medida y equilibiro de su época. El reconocimiento simplista de esta tendencia provocó en su momento, tras la débâck del despropósito hitleriano, la condenación de George ad infinitum por los núcleos social- populistas que han constreñido el crecimiento del arte europeo a partir de la última postguerra. Así, George, tachado de compañero de viaje del III Reich y su pangermanismo, cayó en un olvido premeditado que le ha hecho estar ausente durante largas décadas de casi todas las antologías y manuales al uso en el viejo continente -y, por supuesto, en el nuevo, por razones más pedestres-. Sin embargo, sus detractores, tan elitistas como la corriente que pretenden combatir, obvian a menudo negativamente el hecho de que las concepciones de George se enfrentaron siempre a la ridiculez nazi, y que el poeta, asqueado por el curso de los acontecimientos alemanes, decidió (él, enamorado confeso e irreductible de su patria) exiliarse y ser enterrado en Suiza.


Cierto es que el George más genuino proclamaba su simpatía por una proyección estamental de la sociedad basada en una combinación del espíritu de caudillaje y del espíritu de mesnada, pero también es cierto que de su grupo más íntimo de amigos, el denominado Georgekreis, surgió Claus StaufFenberg, protagonista del atentado contra Hitler acaecido el 20 de julio de 1944. Personalmente, a lo largo del -en ocasiones— tortuoso camino recorrido desde su infancia en la villa natal y vinatera de Budesheim hasta su muerte cerca de Locarno, George, estudiante de Filosofía del Arte en París y Munich, escritor consagrado en Berlín, purista envejecido y exiliado en tierras helvéticas, nunca dejó de propug nar la exaltación del humanismo como forma de pensamiento y norma de actuación. Por ello combatió el carácter plebeyo y brutal del nazismo, y por ello utilizó la poesía como simple -y maravilloso- instrumento de elevación moral. Dejemos, sin embargo, de lado todo esbozo de clasificación «filosófica» de la obra de George. Lo importante es su fuerza literaria, su estilo, que incluso por encima de sus propuestas de marcha hacia lo heroico y lo mítico, hacia un «Nuevo Imperio», hacia altas formas de vida, constituye una inigualable aportación a la cultura universal.


El que con el tiempo logró ser el principal adalid del remozado simbolismo alemán se marcó desde el comienzo de su carrera literaria un único y ambicioso objetivo: dotar de nuevos impulsos a la poética germánica, liberándola de impurezas e irregularidades en el fondo y en la forma. En ese combate por la perfección no estuvo solo; docenas de pensadores y artistas fueron secundando sus pasos, como sus discípulos Wolfskehl, Klages y Wolters. Y entre ellos, en cierta medida y a pesar de las diferencias, uno especialmente valioso: Hugo Von Hofmannsthal (1874-1929). Junto a este visionario agridulce, aliento del mejor barroquismo vienés, George fundó en 1892 la revista Blätter für die Kunst, soporte esencial de la vanguardia literaria en lengua alemana hasta 1919.


Enmarcada por un sentido de lo intemporal, la poesía de George impera sin paliativos sobre su obra en prosa (Tage und Taten), desgranando un esplendor de lenguaje y técnica sobre una genial exposición de sensaciones. La concepción y realización de sus versos, original y poco comparable, se revela magistral desde la primera lectura de cada una de sus líneas. Así, privados de todo impulso no poético gracias a un trabajo singular, sus poemas muestran a la contemplación del lector un hermoso breviario de sentimientos depurados. Demiurgo nato, trasluce los movimientos del espíritu en símbolos emocionales e intelectuales que incitan a la renuncia y al sacrificio, al respeto del poder y la armonía de la Naturaleza, a la revalorización decisiva del pasado. Entremezclando ideas con emociones, George deserta en sus versos de la vulgar vida cotidiana, acaricia una divinidad panteísta, y aboga por un reino solidario, inevitablemente utópico, creciendo a la vera de esta alquimia la fuerza individual y la reverencia metafísica ante el Destino. Y todo ello, sin renunciar nunca a una intuición central y definitoria de su obra, expresada en las últimas líneas de su poema «Das Wort»: So lernt ich traurig den Verzicht: Kein Ding sei wo das Wort gebricht (» Y supe con tristeza de la renuncia: ningún rumor puede reemplazar a la palabra»).


LLAMAS


¿Qué haces tú que con el más alto estrépito
a nosotros, siempre distantes y extraños, nos apagas de un soplo?


Cuando apenas disponemos de un momento frente a la quietud de las llamas
una nueva boca nos empuja a los dientes de fuego.


El incendio ondulante teme a las desnudas barras,
las calientes llamaradas casi se hacen perlas.


Que nuestra fuerza en exuberante vegetación
se derrame sobre el metal y la tierra hacia una rápida muerte…


«Lo que a menudo y desde muy lejos os ha encontrado como aliento,
se nutre de los mismos y secretos elementos
que en vosotras arden» —dice el caballero de las antorchas—
«Y se consume con todas sus luces».


LA ALFOMBRA


Aquí conviven los hombres con los animales,
extraños a la alianza que desborda los límites,
las hoces azules ornan las blancas estrellas
y se dirigen hacia la fría danza.


La desnuda línea avanza asfixiante,
toda ella es confusa e incontrolable,
y nadie adivina el enigma de los cautivos…
Pues cualquier tarde los trabajos cobrarán vida.
La lluvia cae torrencialmente sobre las ramas muertas,
sobre el estrecho espacio de la línea y el círculo
y resbala libre del pincel senil.
El último desenlace le proporciona reflexiones.
Ella no concede nada: no está destinada a la mayoría.
Horas habituales: la promiscuidad no da recompensa.
Negará a la masa la palabra
y solo permitirá lo extraordinario en la imaginación.


ELLORA*


Peregrinos que alcanzáis la cumbre.
Con las ruinas de la inútil carga,
arrojáis las flores y las flautas.
¡Ruinas de consoladoras luces!
El tono y el color os matan,
separándoos de la luz y de la voz
en el umbral de Ellora.


Elevados sobre el pedestal a través de las sombras,
cansados de brillar desde el palacio a la sala,
los mudos ojos cual anillos de rubí
se hacen triste ópalo…
Sordas oraciones sobre la lápida
llaman al silencio y a la obscuridad
en las piedras de Ellora.


Separémonos. Alejémonos de buen grado,
que la locura en nosotros encuentre descanso.
Que callen los latidos de nuestro pecho
y se apague el bullir de nuestra fiebre.


Son duros y pétreos los peldaños del Altar,
frías, marfileñas, las columnas
en los templos de Ellora.


(*) Antigua ciudad del centro de la India, donde se encuentran los restos de 35
templos budistas, brahmánicos y jainas.


LA PALABRA


Un milagro de la lejanía o del sueño
me trajo al abrigo de mi país.


Y esperé hasta que la ris Norna*
encontró el nombre en su manantial.


Después la pude asir densa y fuerte,
ahora florece y resplandece hasta la médula…


Antaño, yo emprendía el viaje
con una joya rica y delicada.


La divinidad buscó largo tiempo y me ordenó:
«No duermas aquí sobre terreno profundo».


Mi mano huyó
y mi patria nunca ganó el»tesoro…


Y supe con tristeza de la renuncia:
ningún rumor puede reemplazar a la palabra.


(*) Diosa escandinava encargada de regir el destino individual.

Poeta y periodista. Ha publicado diversas traducciones y estudios sobre Stefan George