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Es un tópico, a veces algo irritante, atribuir a las normas jurídicas un carácter críptico y misterioso. Las leyes son -se afirma- una suerte de laberinto, al que una persona normal (el manoseado y aburrido «ciudadano de a pie») no puede acceder sin el auxilio de un abogado, por lo menos. Se acusa al lenguaje jurídico de contener, como indica un artículo aparecido en El País, «Formulaciones enrevesadas», «párrafos infinitos», y hasta «términos técnicos».

Cómo negar esta realidad tan aparente. En ocasiones nos vemos obligados a admitir una media verdad porque la fuerza de las palabras no nos permite el contrataque. Nadie en sus cabales se permitiría abogar por un lenguaje jurídico intrincado, como nadie se pronunciaría contra la muerte digna, así enunciada. La aclaración del lenguaje legal es algo que suena bien; es necesario, imprescindible. Pleitos tengas y los ganes… Eso explica el entusiasmo de las administraciones en ese esfuerzo democratizador de hacer realidad la vieja máxima de que la justicia emana del pueblo.

Por qué razón una ciencia -el derecho lo es- debe renunciar a su carácter científico en el ámbito de su propio lenguaje

Sin embargo, si apartamos la falsa evidencia, vemos que hay mucho campo para el matiz. El primero, si se me permite una mínima desfachatez, es preguntar por qué razón una ciencia -el derecho lo es- debe renunciar a su carácter científico en el ámbito de su propio lenguaje. No se me entienda mal. Es que científico no significa enrevesado. Significa, por el contrario, preciso y exacto. Todas las ciencias, las naturales, las sociales, las experimentales, tienen su propio tecnolecto, y el derecho, la norma social por antonomasia, exige tanta certeza en la expresión como la farmacia, la sociología o la ingeniería. Cuando dos contratantes pactan la entrega de una cosa a cambio de dinero, es justo que tengan a mano un término que identifique sin duda -cuánta nostalgia del Derecho romano- qué están haciendo. Porque, recordemos, también somos, y hacemos, lo que no somos y lo que no hacemos. «Arrendamiento», «usufructo», «mandato» o «poder para pleitos» son palabras con contenido exacto. Antes que barrera, el lenguaje jurídico es protector y garantista. Cualquier explicación lo pervierte, lo pone en riesgo y lo despoja de auctoritas. Como esas ediciones que pretenden «adaptar» el Quijote, o la Odisea, a lectores jóvenes, y lo que hacen es desvirtuarlas, es decir, arrebatarles su esencia (porque no se trata de abajar la obra, sino de que madure el lector).

Por otra parte, y este matiz es, me parece, muy adecuado al artículo en cuestión, ¿se diferencia bien entre el lenguaje jurídico o legal, y el administrativo, que es otra cosa, y muy distinta? El lenguaje jurídico compone los términos legales (arriba quedan algunos ejemplos) y justifica por eso su necesidad. Se caracteriza por definir un acto con resonancia jurídica, y de naturaleza coercitiva, puesto que contiene un mandato del poder legislativo.

El administrativo, el objeto del artículo, en cambio, no es más que la traducción seca de unas instrucciones. Que, por regla general, se presentan envueltas en unos términos leñosos, escuetos, escritos con una completa separación entre el autor y el receptor, y en el cual se denota una simple finalidad utilitaria. No contienen un mandato legal, como ocurre con el jurídico: simplemente son normas vicarias, y, por lo tanto, fungibles:

Para solicitar la expedición del pasaporte, será imprescindible la presencia física de la persona a quien se le vaya a expedir, el abono de la tasa legalmente establecida y la presentación de los siguientes documentos: Documento Nacional de Identidad del solicitante en vigor (y cuyo estado no implique su renovación por deterioro), que será devuelto en el acto de su presentación, una vez comprobados los datos de este documento con los reflejados en la solicitud.

Este texto no es una norma jurídica, quiero decir. Por lo tanto, antes de entrar en críticas fáciles, quizás fuera mejor determinar qué hay de razonable, y hasta de cierto, en lo que se critica. Quiero decir que se deben diferenciar objetos y finalidades. No se caiga en la perversión de estudiar juntas la geografía y la historia, por el simple hecho de que una se desarrolló en la otra. Quitarle significado al lenguaje jurídico, para hacerlo más comprensible, es lo mismo que intentar reducir a español de la calle un diagnóstico médico, o las instrucciones técnicas de un arquitecto. Otra cosa muy distinta es aligerar de carga administrativa -cascotes lingüísticos- las normas de uso, pero nada más. Porque esos textos llenos de pasivas reflejas, gerundios, tajantes adverbios y muletillas importadas, simplemente, no son textos legales. Y, de hecho, para corregirlos no hace falta un jurista, sino alguien que domine mínimamente el español.

Los poderes públicos deberían poner el esfuerzo en redactar leyes claras, concisas y con un margen de interpretación mínimo. In claris non fit interpretatio.

Dicho esto, y ya para terminar, sí es cierto que se observa, desde hace ya un par de décadas, una constante degeneración de los verdaderos textos legales. Los llamados técnicos han sustituido a los juristas en la redacción de las leyes, incluso de las que constituyen el espinazo del ordenamiento del Estado (basta con ojear el pobre y remendadísimo Código Penal, sin ir mucho más lejos). Aunque esto, en rigor, se manifiesta, sobre todo, en el ordenamiento fiscal -una verdadera maraña de normas indescifrables, que incluso hacen peligrar los principios básicos del ordenamiento, como la presunción de inocencia-; y en el mercantil, que se ha plagado de textos afectados de gigantismo, y cuya interpretación es tarea arqueológica. Creo que sería aquí, sobre todo aquí, donde los poderes públicos deberían poner el esfuerzo. En redactar leyes claras, concisas y con un margen de interpretación mínimo. In claris non fit interpretatio. Los excesos ampulosos del lenguaje administrativo de los que advierte el artículo (y cuyas soluciones, por cierto, no pasan de ser cosméticas) tienen una importancia casi anecdótica al lado del verdadero problema, que es ya, hoy, la ininteligibilidad de las leyes. Porque basta leer los periódicos para plantearse el dilema de si las normas se han vuelto jeroglíficos, o, por el contrario, los ciudadanos se han vuelto analfabetos. Personalmente apuesto por la primera posibilidad.

Profesor de Derecho Civil y Mercantil en UNIR. Abogado en ejercicio