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El filósofo alemán Robert Spaemann se ha preocupado durante toda su trayectoria por los problemas filosóficos más importantes. En su última obra, que publicará en septiembre Ediciones Rialp y de la cual ofrecemos un adelanto, plantea con su habitual profundidad temas clásicos de Filosofía de la Religión y Teodicea, además de analizar la situación actual del cristianismo en el contexto de las sociedades actuales. Nueva Revista agracede a Ediciones Rialp su autorización para prepublicar este extracto.

¿Qué sucede si Dios existe? Si Dios existe, entonces la fe en Él es verdadera. Ciertamente es bonito que sea así, pero, como dice Renan, «¿Quién sabe si la verdad no es triste?» (qui sait si la verité n’est pas triste?). Es constitutivo de la dignidad humana querer conocer la verdad. Cuando Sinjawki escribía que ya era tiempo de pensar en Dios, añadía: «No se debe creer por una costumbre inveterada, ni por miedo a la muerte, ni en todo caso porque alguien nos fuerce a ello; tampoco por un principio humanista, ni si quiera para salvar el alma o ser original. Se debe creer por el sencillo motivo de que Dios existe». Que Dios exista es controvertido. Probablemente sí existe, ha afirmado Richard Swinburne, y lo ha fundamentado detalladamente. John L. Mackie ha dicho que probablemente no, e igualmente lo justifica de forma más o menos detallada. Para quien cree en Dios, la hipótesis probable deviene certeza inexorable, porque reza. A la larga, no es posible hablar con alguien, o escucharle, seriamente y con creciente intimidad, sin la convicción no meramente hipotética de que existe. El no creyente tampoco deja la cuestión en suspenso: simplemente renuncia a mantener una relación de ese tipo.

La historia de los argumentos a favor de la existencia de Dios es inmensa. Los hombres siempre han intentado asegurarse de la racionalidad de su fe. Las pruebas de la existencia de Dios se dividen en dos grupos. En el primero de ellos se intenta deducir del contenido de la idea de «Dios», o de su representación en la conciencia humana, la realidad de lo representado en esa idea.

Anselmo de Canterbury, Descartes y Hegel son los nombres que están asociados a ese «argumento ontológico». Tomás de Aquino y Kant, por el contrario, ven impracticable esa vía. Desde luego, si Dios es, es necesariamente, y su existencia, a diferencia de cualquier otra, es absoluta e intrínsecamente razonable. Ahora bien —y en esto estriba la objeción—, carecemos de una noción suficiente del contenido de aquello a lo que nos referimos al hablar de «Dios», de manera que ella no nos basta para alcanzar algo así como una certeza a priori. El segundo grupo de argumentos discurre a partir de elementos procedentes de la experiencia que resultarían ininteligibles sin recurrir a través de ellos a algo incondicionado. Finalmente habría un tercer grupo en el que se sitúan tanto Pascal como Kant y William James, que no incluye propiamente argumentos a favor de la existencia de Dios, sino favorables más bien a que seamos movidos a creer en ella más que a no creer, por motivos «existenciales», a la vista de un empate entre las posiciones teoréticas; motivos que, desde luego, para Sinjawski no tendrían valor alguno.

Desde Hume, y más tarde desde Nietzsche, la argumentación sobre la existencia de Dios se halla en una nueva situación. Las pruebas clásicas intentaban demostrar que es verdad que Dios existe. Daban por supuesto que existe la verdad y que el mundo posee estructuras inteligibles, accesibles al pensamiento. Ciertamente esas estructuras tienen su fundamento en un origen divino del mundo, pero no son inmediatamente accesibles, de manera que resultan adecuadas para conducirnos a dicho fundamento. Desde Hume, y sobre todo desde Nietzsche, este supuesto aparece abiertamente cuestionado. Nietzsche escribía:

«Como ilustrados y librepensadores de siglo XIX, nos alumbramos con la llama de la fe cristiana, que también era la fe de Platón, según la cual Dios es la verdad, y la verdad es divina». Ahora bien, precisamente ese pensamiento, piensa Nietzsche, constituye una ilusión. No existe la verdad; tan sólo hay actitudes útiles y perjudiciales. «No debemos pensar que el mundo nos presenta un rostro legible», dice Foucault. Y Richard Rorty: «Una búsqueda de la verdad sólo podría darse si hubiese algo así como una justificación última, es decir, no una justificación frente a un auditorio puramente finito de oyentes humanos, sino una justificación ante Dios». Al venir a nosotros la idea de Dios, también se empequeñece la de un mundo verdadero, al igual que la «cosa en sí» queda caduca con el intellectus archetypus. (Para Kant, la «cosa en sí» es el aspecto que revista ante el «intelecto arquetípico»). Por su parte, Rorty sustituye la conciencia por la esperanza en un mundo mejor, en el que ya no podrá decirse nada acerca de su consistencia o de la adecuada relación de los medios al fin, pues cualquier afirmación sobre qué deben ser las cosas o cómo debe ser la actuación humana, al fin y al cabo pretendería ser verdadera.

En tal situación, los argumentos favorables a concebir el Absoluto como Dios sólo pueden ser argumentos ad hominem. No discurren desde premisas indudables hasta conclusiones igualmente incontestables. Son argumentos holísticos. Ponen de manifiesto la dependencia recíproca entre el convencimiento de que Dios existe y la capacidad de verdad, es decir, la índole propia de la persona humana, al tiempo que buscan confirmar ambas cosas. Justo al contrario que la dialéctica entre naturalismo y espiritualismo, seña característica de nuestra civilización actual. En ella el poder dominante es un sujeto abstracto, trascendental, denominado «la ciencia», que parece independiente de todo tipo de condiciones naturales, biológicas y psíquicas. Esa ciencia reduce el mundo a objetividad sin sujeto. Nos explica lo que somos como hombres en la medida en que nos aclara cómo hemos sido originados. Desde ese punto de vista, la verdad y el bien no son más que condiciones psicológicas, actitudes que facilitan la supervivencia. Lo que se llama conocimiento no es la representación de algo, sino el impacto que en nosotros produce algo que precisamente desconocemos. De ahí se sigue que incluso la idea de una personal autodeterminación también es un autoengaño. Ahora bien, si esto fuera así, tampoco podríamos «saberlo». Si Dios existe, la situación se torna muy otra. En ese caso, una explicación «natural» no tiene el mismo valor que una reduccionista, porque la naturaleza misma se debe a una libertad inimaginable, y sólo en la creación de seres libres, capaces de verdad y de responsabilidad, vuelve a lo que es en su origen. Si Dios existe podemos ser aquello que no podemos menos que considerarnos: personas. Si no queremos serlo, no existe argumento alguno que nos pueda convencer de la existencia de Dios. Si lo queremos, aun así tampoco hay necesidad alguna de creer en Dios. Siempre nos queda la alternativa de renunciar a comprender, es decir, de capitular en el esfuerzo de concordar lo que por experiencia sabemos de nosotros mismos con lo que la ciencia dice acerca de lo que somos. Podemos abandonar inmediatamente la hermenéutica y la historia natural. Siempre queda la posibilidad de la resignación intelectual […].

Con la idea de verdad también se viene abajo la idea de lo real. Nuestro hablar y pensar sobre lo que es, inevitablemente está estructurado de manera temporal. No podemos pensar algo como real sin pensarlo en el presente, es decir, como real ahora, o bien como algo dado en su momento, mas dado en su momento precisamente en calidad de presente, «ahora». Algo que siempre fue sólo pasado, o que siempre será sólo futuro, nunca fue, ni será nunca. Pero igualmente hay que decir: lo que ahora es, alguna vez fue futuro, y alguna vez habrá sido ya pasado. El futurum exactum es inseparable del presente. Decir de un acontecimiento actual que alguna vez ya no habrá sido, en real dad equivale a decir que tampoco ahora es. En ese sentido, todo lo real es eterno. No podrá llegar un momento en que ya no siga siendo verdad que alguien ha padecido dolor o ha disfrutado la alegría que ahora siente. Esta realidad pasada es por completo independiente del hecho de que la recordemos. La conciencia actual de que algo es ahora implica la conciencia de que en el futuro seguirá habiendo sido, o de lo contrario se suspende a sí misma. Pero ¿cuál es el estatuto ontológico de eso que continúa habiendo sido, si todas sus huellas desaparecen cuando el universo desaparezca? El pasado es siempre el pasado de algún presente. ¿Qué será del pasado si ya no hay ningún presente? La inevitabilidad del futurum exactum implica la inevitabilidad de pensar en un «lugar» donde todo lo que acontece queda asumido para siempre. De lo contrario, tendríamos que aceptar el absurdo de que llegue un momento en que ya no haya sido lo que ahora es, y que precisamente por eso tampoco es real ahora.

La total virtualización del mundo hace prescindible la existencia de Dios. [A sensu contrario], si queremos pensar lo real como real, tenemos que pensar a Dios. «Temo que no nos libraremos de Dios, mientras sigamos creyendo en la gramática», escribía Nietzsche. También podría haber añadido: «mientras sigamos pensándonos como reales». Se trata de un argumentum ad hominem. Sin embargo, Leibniz, que sabía bien lo que es una prueba argumental, escribe que todo argumento es en realidad un argumentum ad hominem.