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Uno de los privilegios de la edad es, me temo, que aumenta bastante una cierta malicia no agresiva, rara virtud que ayuda a poner en su sitio algunas de las muchas cosas que han pasado en veinte años, y de las que uno tiene conciencia. El tanguista decía que veinte años son nada, pero no hay que hacerle mucho caso, al menos si nos referimos a los que han transcurrido desde que don Antonio Fontán puso en la calle su Nueva Revista, con la colaboración de un escogido grupo de personas entre las que he tenido el honor y el privilegio de contarme.

Son muchos los cambios que se han producido, por ejemplo, en el ámbito de la política, de la cultura o de la vida, en España y más allá, pero quisiera fijar esta mirada retrospectiva en algunas transformaciones que no se advierten muy a primera vista, de las que puede decirse aquello que se atribuye a Descartes, larvatus prodeo, pues, aunque mucho se hable de ello, las telecomunicaciones y las tecnologías digitales se han hecho con nuestra forma de vivir y trabajar sin apenas sobresalto.

Recuerdo que en una de las primeras reuniones del consejo de la revista, allá por 1989, alguno dio la nota porque, aunque no existían todavía los teléfonos móviles, ya había buscadores que acercaban el teléfono a cualquier sitio en que estuvieras, aunque únicamente mediante un aviso de llamada que requería acercarse a un teléfono convencional para aclarar el caso. Por supuesto, esos cacharros no sabían ser discretos ni eran capaces de ejecutar la melodía preferida por el usuario, se parecían más a los viejos despertadores que a los sofisticados aparatos que ahora manejamos. Sin embargo no tardaron en aparecer los primeros móviles de Moviline, la marca que usaba una acertada iniciativa de Telefónica de España, por entonces todavía compañía pública, para generalizar el uso de teléfonos móviles mediante tecnología celular que ya estaba operativo, aunque en reducidísima escala, desde la celebración de los mundiales de fútbol en Madrid en el ya lejano 1982. En 1990 Moviline empezó su expansión comercial y ya en ese año se acercó a los 60.000 abonados. De cualquier manera, su crecimiento más fuerte tuvo lugar en 1995, año en que casi alcanzó su límite técnico, establecido en un millón de líneas, con una excelente cobertura en cualquier lugar de España.

Los móviles y los ordenadores han sido los dos objetos que han soportado buena parte de los tremendos cambios de magnitud y calidad que han traído consigo las distintas etapas de un desarrollo tecnológico casi imperceptible en el día a día. Cuando empezó Nueva Revista los ordenadores eran todavía una rareza, un mero instrumento de oficina, sin apenas aplicación a la vida de los estudiosos, los políticos y los periodistas que formaban el consejo de redacción de la recién salida revista. Pronto empezó a cambiar la cosa y se pudieron ver los primeros portátiles al hilo de las tres grandes aplicaciones de la primera etapa de la informática de consumo, el tratamiento de textos, la hoja de cálculo y las bases de datos. Por aquella época, anterior a Windows y con los Mac casi inexistentes en España, los usuarios de PC debíamos ser unos expertos informáticos y, naturalmente, la gente con cosas más interesantes que hacer que aprenderse el funcionamiento de un sistema como MS DOS se apartaban de los PC con un gesto de suficiencia que, a decir verdad, entonces pudiera considerarse bien justificado. Yo, que ya era usuario de un PC cuando empecé a colaborar con Nueva Revista, me compré mi primer portátil en un viaje a Nueva York en las navidades de 1991, y recuerdo el orgullo con que lo llevaba a los consejillos que se celebraban en la sede de la revista al comienzo de su segunda etapa, cuando la revista dejo de parecer un magazín culto y se convirtió al formato que todavía mantiene, aunque entonces con un diseño bastante más espartano. En los primeros años noventa, sólo el añorado Alberto Míguez y yo usábamos esa clase de bicho (se admiten protestas en contrario), aunque pronto se nos unió, con un entusiasmo indescriptible, Alfredo Timmermans.

Cuando empezó Nueva Revista los ordenadores eran todavía una rareza, un mero instrumento de oficina, sin apenas aplicación en la vida de los estudiosos, los políticos y los periodistas que formaban el consejo de redacción de la recién salida revista.

Eran muchos los que presentían, sin embargo, que algo muy gordo se estaba preparando, y en las reuniones del consejo este era un tema muy frecuente de conversación (casi siempre promovido por Alberto Arruti, Arturo Moreno o Eugenio Fontán). De hecho, los ejemplares de la revista de los primeros noventa contienen frecuentes alusiones a la importancia de los desarrollos tecnológicos en relación con los cambios sociales y con la cultura. Se empezó a hablar, por entonces, de las famosas superautopistas de la información, un término que se asoció siempre con las ideas de Al Gore, vicepresidente con Clinton, perdedor de la presidencia ante el segundo Bush en el 2000 y ahora convertido en una especie de manager y de profeta de un ecologismo catastrofista bastante impresentable.

Pero, como sucede casi siempre, al menos en esta clase de asuntos, las cosas no sucedieron como pensaban los políticos y las grandes compañías; el proyecto americano bautizado como NII (Infraestructura de Información Nacional) para buscar la interconexión de ordenadores bajo el control de las operadoras, dio paso a algo mucho mejor, a la Internet que conocemos. Sin embargo, algunas iniciativas americanas en esa línea, como CompuServe o America Online, tuvieron un cierto éxito (y aún continúan como marcas en la era de Internet); InfoVía, de Telefónica, fue la iniciativa española y llegó a contar con cerca de 200.000 abonados. Para Telefónica fue un éxito porque le permitió sustituir con ventaja ciertos servicios que se estaban quedando obsoletos, como Ibertex y los datafonos, pero, a cambio, le ocasionó problemas en la red telefónica que había sido diseñada únicamente para la transmisión de voz. Afortunadamente, frente a los intentos más o menos planificadores, triunfó la arquitectura abierta de la Internet que conocemos, aunque su llegada fuese, paulatina y discreta.

En España ha habido suerte con esta clase de cosas. Telefónica supo ser, ya desde los lejanísimos tiempos de Barrera de Irimo, una compañía atenta al progreso tecnológico y, aunque se haya preocupado, como es lógico, del interés de sus accionistas, quizá mejor, precisamente por eso, ha sabido estar siempre atenta y no dejarse superar por los cambios, en especial cuando se ha sabido ver con claridad que éstos acabarían por ser inevitables. Telefónica supo adaptarse a la competencia, dejar espacio para los demás y mantener un liderazgo en el desarrollo de toda clase de soluciones de telefonía, telecomunicaciones, tecnología e Internet. Infovía no duró ni un minuto más de lo necesario, y pronto se impusieron en España los estándares abiertos de Internet con un nivel bastante alto de competencia entre muy diversos proveedores.

En 1996 el Partido Popular ganó las elecciones, y muchos de los miembros del consejo de redacción de Nueva Revista se incorporaron a puestos políticos de relevancia. El PP tuvo una visión adecuada de la clase de desafío que suponía el desarrollo tecnológico e impulsó decididamente el crecimiento de las telecomunicaciones y toda una nueva serie de servicios. Recuerdo perfectamente cómo en su discurso de investidura José María Aznar anunciaba una política de liberalización de las telecomunicaciones y la puesta en marcha de los instrumentos jurídicos que la impulsaran y garantizasen. Ya en 1999, en un congreso sobre el futuro de Internet que promovió Moncloa bajo la batuta de José Luis Puerta y Eugenio Fontán, Aznar pudo dirigirse al congreso por videoconferencia desde fuera de España. Eso, que entonces era todavía una pequeña proeza tecnológica lo hago ahora cada noche desde mi casa para hablar con un hijo mío que está en Chicago, de manera que ahora hablo más con él que cuando estaba en Madrid… ¡y sin coste alguno!

La telefonía móvil ha sido, especialmente en España y en Europa, una de las puntas de lanza del progreso en las telecomunicaciones. Una vez que se pasó al sistema digital, y empezó la competencia entre marcas tras la liberalización, los móviles empezaron a orientarse a una convergencia, que parecía casi imposible, primero con el ordenador y luego con la conexión a la red. Las agendas de mano y los teléfonos entraron en un proceso de simbiosis que dio lugar a una extraordinaria floración de modelos, estándares y campañas que han hecho las delicias de los aficionados y han causado una cierta desesperación a los escépticos. Se trata de un proceso que no ha concluido, pero, a día de hoy, la convergencia entre telefonía, agendas electrónicas e Internet es total. Se trató de un proceso con todas las características de una explosión: hacia 1996 se estimaba que en España había lugar para dos o tres millones de terminales, cuando hoy el número de líneas supera al de habitantes. Claro que el marketing fue imaginativo y muy agresivo: recuerdo una carnicería que, en Navidad, regalaba un móvil por la compra de un cordero.

A comienzos de siglo estaba por llegar, no obstante, lo que a la larga va a tener la mayor importancia, la continua mejora de Internet y su portentoso crecimiento, hasta alcanzar cifras que marean.

Pese a las más variadas reticencias, que en ocasiones se han disfrazado de curiosas pretensiones de eltismo cultural, tanto la telefonía móvil como Internet han progresado en los últimos diez años de una manera realmente apabullante, aunque no sin sobresaltos y sin batacazos empresariales más o menos sonoros. Cuando las redes de telefonía no eran todavía suficientemente flexibles, una empresa invirtió sumas astronómicas para lograr, por sí sola y mediante una extensa flota propia de satélites, una cobertura mundial. Tal vez se trate de uno de los fracasos más espectaculares de la historia de las telecomunicaciones el hecho de que esa iniciativa acabase por ser un completo desatino merced a las sucesivas y pequeñas mejoras de las distintas redes celulares y sus acuerdos de roaming.

A comienzos de siglo estaba por llegar, no obstante, lo que a la larga va a tener la mayor importancia, la continua mejora de Internet y su portentoso crecimiento, hasta alcanzar cifras que marean. Además de un avance tecnológico, la extensión de la red ha puesto a prueba la resistencia y la creatividad de empresas e instituciones que, apenas unos años atrás, hubieran sido totalmente incapaces de imaginar lo que se les podía venir encima. La aparición de lo que se ha llamado la web 2.0, y el acceso casi universal a nuevas formas de relación, comunicación y comercio nos está entregando un mundo enteramente distinto al tradicional, un espacio sin fronteras, por supuesto, y con un inusitado vigor para obligar a todo el mundo y a todas las actividades a adaptarse a sus posibilidades, y a sus exigencias.

Nueva Revista, especialmente desde la incorporación de Álvaro Lucas, está tratando de adueñarse de las posibilidades de este nuevo entorno y ha sido una de las primeras revistas en utilizar las posibilidades de una red social para mejorar la comunicación de la dirección con los colaboradores y para dar a conocer las novedades de cada número.

En mi opinión, lo que hemos visto es apenas un aperitivo de los cambios que están por llegar, y no somos todavía capaces de ver hasta dónde van a llegar sus consecuencias en un sinfín de cuestiones. El hecho de que la red de redes vaya a vampirizar, aunque el término sea inadecuado, porque también habrá mejoras, toda la infraestructura clásica de comunicación, de información y, en último término, de cultura, no está seriamente en discusión. Es algo que está pasando ante nuestros ojos y que, como es evidente, no está exento de riesgos, incluso graves. Pero la ola es imparable. Los periódicos en papel dejarán de existir, del mismo modo que han desaparecido los discos de vinilo; la televisión y la telefonía dejaran de ser como son, la producción musical ya no es lo que era, la industria editorial se tendrá que transformar de arriba abajo, las bibliotecas perderán su sentido original de reservorio para asumir funciones completamente distintas, etc.

Habrá transformaciones en la forma de escribir y de leer, será un mundo muy distinto al que todavía gira, pero, al final, siempre habrá que contar con que existan personas que cuenten historias, pensadores que desmenucen cuestiones peliagudas, testigos que den cuenta de lo que otros no han visto. La tecnología nunca ha matado el pensamiento, porque es uno de sus hijos más fecundos y generosos. No hay nada que temer: podemos confiar en que esta empresa, que ya se acerca a su mayoría de edad civil, seguirá dando que pensar, a nosotros y a los hijos de nuestros hijos, de formas nuevas pero en las que siempre latirá el espíritu con que la puso en marcha don Antonio, hace ya veinte años.

Profesor Univ. Rey Juan Carlos.