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Los desafíos que encara el mundo al inicio de la segunda década del siglo XXI hacen más necesario que nunca el conocimiento profundo del pasado. No con la idea de evitar la repetición del mismo, como sugería la sabiduría popular, ni mucho con la de exaltar glorias pretéritas, sino, con el objetivo de conocer los procesos a través de los cuales el mundo ha llegado a la situación en la que nos encontramos. En su Apologie pour l’histoire (traducida al castellano como Introducción a la historia), March Bloch (1886-1944) afirmaba que la historia era «la ciencia de los hombres en el tiempo» y, por lo tanto, tenía —y tiene— por objeto de estudio las relaciones entre el pasado y el presente, es decir, lo que cambia, lo que se diluye y lo que permanece. La historia, en consecuencia, no se interesa por el ayer en sí mismo, sino por los procesos y las dinámicas sociales a lo largo de los siglos.

El pasado materializado

La disciplina histórica contemporánea, heredera aún en buena medida de los planteamientos de Bloch y su generación, reconoce sin embargo que el pasado no existe per se y que la tarea del historiador consiste, precisamente, en restituir, en reconstruir dicho pasado y en establecer múltiples relaciones entre un ayer —más o menos lejano pero siempre inasible— y un presente siempre cambiante y, en el fondo, efímero, como apuntaba ya el sabio obispo de Hipona en los albores del siglo V de nuestra era.

Pero, aunque el pasado no exista ya, sí se materializa a través de vestigios, de huellas y de herencias que conforman un patrimonio compartido por una colectividad. Un patrimonio que debe ser conocido, reconocido, valorado y disfrutado por quienes viven en el presente.

En el caso de las relaciones entre España y América Latina, y particularmente el mundo hispanoamericano, el pasado compartido tiene una larga data. Esta afirmación sería una obviedad, si no fuera porque en los últimos tiempos, a ambos lados del Atlántico, el debate público ha focalizado su mirada en el proceso de conquista desarrollado a partir del siglo XVI y sus múltiples consecuencias, ignorando que la relación entre la España contemporánea y las diversas naciones americanas surgidas de la desintegración de la Monarquía Católica en las primeras décadas del siglo XIX se ha prolongado a lo largo de cinco siglos. La interacción continuada y recíproca a lo largo del tiempo entre ambas orillas del Atlántico ha dado como resultado la construcción de un patrimonio común que puede y debe ser reconocido como propio, en tanto que dicha interacción ha generado lo que podríamos denominar «marcas culturales» que constituyen elementos estructurales de nuestra identidad y nuestras sociedades, conformando así una comunidad de sentimientos, es decir, formas de ver el mundo, de pensar y de sentir que nos son propias y en las que podemos reconocernos en cualquier rincón de la geografía española o hispanoamericana.

La interacción continuada y recíproca entre ambas orillas del Atlántico ha conformando una comunidad de sentimientos

Una lengua para una identidad compartida  

Sin duda uno de los elementos más importantes es idioma común compartido por más de 500 millones de hispanohablantes. Se ha insistido una y otra vez en que nuestra lengua vehicular ha permitido el intercambio de saberes a lo largo del tiempo y que se ha constituido por palabras procedentes del griego, el latín y el árabe, pero quizás no se ha insistido lo suficiente en el hecho de que palabras de uso cotidiano en el español peninsular, como «canoa», «tiza» o «cacahuate», tienen origen en las lenguas americanas. Ya hace tiempo que la Real Academia Española reconoció las variantes y formas propias que adquiere el español en las distintas naciones latinoamericanas, pero hace falta también que la sociedad española en su conjunto reconozca que no es más correcto el castellano peninsular que el que se habla en los distintos países de América y que en el fondo es lo mismo «aquí» que «acá»; «allí» que «allá»; «llave» que «grifo»; que las palabras «chícharo», «guisante» y «arveja» son formas hermosas y distintas para referirnos a esa pequeña y redonda legumbre y, en fin, que la «nevera», el «refrigerador» y el «frigorífico» cumplen la misma función en todos nuestros hogares. Y lo mismo podría decirse de la literatura. Así como en todos los colegios de nuestras naciones se lee el Cantar del Mio Cid —las más de las veces en una adaptación hecha por el mexicano Alfonso Reyes— o fragmentos del Quijote, también deberían leerse a Sor Juana, a Rulfo, a Borges, a Cortázar, a García Márquez y a otros tantos autores latinoamericanos que conforman nuestra literatura.

Así como en todos los colegios de nuestras naciones se lee el Cantar del Mio Cid también deberían leerse a Sor Juana, a Rulfo, a Borges

Un nuevo cómputo del tiempo

Un segundo elemento que conforma este patrimonio común es sin duda el orden del tiempo. Conocido es que a la conquista militar del continente americano siguió una conquista espiritual en la que los misioneros volcaron todos sus esfuerzos para apartar del «error» y las idolatrías a los naturales e insertarlos en la historia de la salvación, según se concibió la acción evangelizadora por parte de la Iglesia y sus representantes a lo largo del siglo XVI. Qué duda cabe que en el proceso se ejerció una enorme violencia simbólica materializada en la destrucción de templos, códices, objetos sagrados, saberes e, incluso, en la muerte de los especialistas rituales. Pero no cabe duda tampoco de muchos dirigentes indígenas del temprano siglo XVI —como ocurrió con los señores de Tlaxcala, por ejemplo— se convirtieron al cristianismo como acto político y como forma de sellar las alianzas militares con los expedicionarios castellanos. Y menos cabe dudar de que, a pesar de los esfuerzos y desvelos de la Corona y los frailes de las órdenes mendicantes por desterrar las prácticas ancestrales, sobrevivieron en América numerosos elementos culturales indígenas vinculados con la religión. Sin embargo, hubo un elemento fundamental que sí se transformó: el cómputo y el orden del tiempo.

La labor evangelizadora exigía —como ocurrió en la Granada conquistada— que los nuevos conversos adoptaran las pautas culturales de los cristianos en aspectos cotidianos —mas no por ello superficiales— como la onomástica, el vestido o la comida, y que aceptaran los dogmas fundamentales del cristianismo: encarnación, nacimiento, muerte y resurrección del Salvador. Así pues, como había ocurrido en el imperio romano a lo largo del siglo IV de nuestra era, se impuso un nuevo cómputo del tiempo que tenía como fecha de inicio el nacimiento de Cristo que sustituyó a los centenarios calendarios indígenas. De esta suerte, las diversas concepciones indígenas del tiempo —en el caso mesoamericano se trataba de un tiempo cíclico— fueron sustituidas por una concepción del tiempo lineal y, desde la perspectiva de la Iglesia, los indígenas fueron incorporados a la Cristiandad y a la economía de la salus. Desde entonces, en toda la América hispana el calendario religioso rigió la vida cotidiana de los súbditos de la Majestad Católica y hoy celebramos la Navidad como uno de los momentos más significativos del año en los que las familias se reúnen y se reencuentran para compartir historias, afectos, abrazos…

Los calendarios indígenas dejaron de estar vigentes: con la conquista se impuso un nuevo cómputo del tiempo

Las formas de celebración de la Navidad —independientemente de las variantes locales dadas por los alimentos típicos o la estación del año en que ocurra— y otros acontecimientos significativos en la vida de las personas como bautismos, matrimonios o funerales no sólo son reflejo de la herencia medieval común al mundo hispanoamericano, sino también de un elemento antropológico fundamental: las estructuras de parentesco. No es este el lugar para analizar de manera profunda la conformación de dichas estructuras en el tanto en el mundo prehispánico como en la tardía Edad Media peninsular, pero sí se puede subrayar que la pertenencia de los territorios ibéricos y americanos a la Monarquía Católica a lo largo de tres siglos dio por resultado la conformación de una estructura particular en la que la familia nuclear se articula con sus homólogas procedentes de la misma rama, dando lugar no sólo a las familias extensas que se reúnen año con año en torno a la mesa el 24 de diciembre y otros momentos significativos, sino también a una red de solidares afectivas, sociales y económicas que, en los distintos momentos de crisis
—terremotos, inundaciones, incendios, crisis económicas, etc.— han contribuido a paliar los efectos negativos más adversos a ambos lados del Atlántico. Frente a los valores individuales propios del mundo anglosajón, por ejemplo, es posible constatar la existencia de una forma particular de concebir y vivir a la familia en el mundo hispánico.

Intercambio de conocimiento, comunidad de saberes

Un último aspecto que quisiera abordar es la constitución de lo que podríamos denominar una comunidad de saberes articulada en torno a las dos orillas del Atlántico gracias a la lengua compartida mencionada más arriba. Desde una perspectiva histórica, podrían identificarse, al menos, cuatro momentos fundamentales en la articulación de dicha comunidad. El primero sería naturalmente el siglo XVI, en el que soldados, cronistas de Indias y frailes se interesaron por la historia, las costumbres, las tradiciones religiosas y las estructuras políticas de las distintas culturas americanas. Como no podía ser de otra manera, estos autores interpretaron la realidad americana a partir de sus propios marcos referenciales y desde una lógica de la dominación y el sometimiento de las poblaciones amerindias, pero no puede dudarse del hecho de que sus indagaciones, observaciones y testimonios son imprescindibles para conocer la historia, la cultura y las formas de organización de aquellos grupos humanos. Sin embargo, no debe dejar de subrayarse el hecho de que las poblaciones indígenas no fueron meros objetos de observación, sino que se convirtieron en verdaderos agentes de conocimiento que transmitieron los saberes milenarios —como la herbolaria, por ejemplo— y que, al mismo tiempo, incorporaron e hicieron suyos los modelos culturales que les fueron dados. Experiencias como la del Imperial Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco —fundado a imitación del de san Cirilo de Granada— o personalidades como las de Hernando Alvarado Tezozómoc, Diego Muñoz Camargo y Garcilaso de la Vega, serían ejemplos acabados de la forma en que representantes de la nobleza indígena participaron de dicha comunidad de saberes.

Un segundo momento sería el siglo XVIII. Durante varias décadas del siglo pasado la historiografía discutió si hubo o no una Ilustración española y cuáles serían sus características. Hoy nadie duda de que desde Gijón hasta Lima y de Madrid a Buenos Aires, pasando por Ciudad de México y Valencia, las élites urbanas participaron del movimiento ilustrado. Así, mediante la edición de gacetas y periódicos, la publicación de obras vinculadas con las distintas ramas del saber —desde la economía hasta la botánica—, la importación de libros y la celebración de tertulias, circularon por el mundo hispánico las ideas que iban conformando el mundo moderno.

Desde Gijón hasta Lima y de Madrid a Buenos Aires, las élites urbanas participaron del movimiento ilustrado

El tercer momento es el periodo que se extiende desde el alzamiento militar contra la República y los primeros años de la dictadura franquista. El exilio republicano español en América ha sido recordado y ponderado una y otra vez, pero sólo ahora que han pasado más de 80 años estamos en condiciones de analizarlo con las herramientas propias de la historia y ya no sólo a través de las memorias individuales y colectivas. Se mantiene sin duda la premisa fundamental: los esfuerzos de renovación intelectual y científica impulsados en España desde principios del siglo XX por instituciones como la Junta de Ampliación de Estudios fueron cortados de tajo y España perdió a muchos de sus científicos, intelectuales y humanistas más destacados —Claudio Sánchez Albornoz, Américo Castro, Rafael Altamira, por ejemplo, en el campo de la Historia— que a su vez enriquecieron a las universidades latinoamericanas, contribuyendo significativamente a su desarrollo y consolidación. Sin embargo, hoy estamos en condiciones de señalar que los procesos de adaptación personal a los nuevos entornos no fueron sencillos, que los procedimientos administrativos de incorporación a las instituciones educativas receptoras no estuvieron exentos de problemáticas y sobresaltos y que la precariedad obligó a muchos de estos intelectuales a ejercer múltiples actividades para ganarse el sustento cotidiano. Y a pesar de todo ello y de las propias trabas impuestas por la dictadura, el diálogo intelectual y la actividad científica conocieron una etapa sumamente fecunda en todos los campos del saber.

Aunque la adaptación no fue sencilla, los intelectuales del exilio republicano español enriquecieron a las universidades latinoamericanas

El último momento sería el que se viene desarrollando desde finales del siglo XX. La celebración de las Cumbres Iberoamericanas se ha traducido en una política de cooperación científica entre las distintas naciones que asisten regularmente a ellas. El desarrollo de las tecnologías de la comunicación y el internet ha intensificado tal cooperación a lo largo de la última década y media, generándose un intenso y fecundo diálogo científico y cultural que se traduce en la celebración congresos, coloquios, conferencias, publicaciones conjuntas, intercambio estudiantil y de profesorado y un largo etcétera.

Historia para el presente

En el momento presente, en el que distintos grupos e individuos manipulan el pasado en un sentido u otro como manera de legitimar posturas políticas, es imperativo recordar que el pasado no vuelve, que las sociedades poseen su propia historicidad y que de nada sirve reivindicar glorias pasadas ni caer en victimismos. Por el contrario, es necesario dejar de cargar el pasado y volver la mirada hacia los desafíos actuales, que no son pocos, y que se han visto exacerbados tanto por las recurrentes crisis económicas como por la pandemia vivida en los últimos dos años y medio: desigualdad y pobreza estructural, cambio climático, migraciones en masa, desplazamiento forzado de poblaciones, polarización política y, quién lo iba a decir hasta hace unos pocos meses, una nueva guerra europea de repercusiones planetarias.

El pasado no vuelve, las sociedades poseen su propia historicidad. De nada sirve reivindicar glorias pasadas o caer en victimismos

Frente a estos desafíos la Historia muestra una vez más su sentido y su utilidad, pues enseña que no hay esencias patrias ni naciones atemporales y que las sociedades contemporáneas, sumamente complejas, son el resultado de su historicidad y de la suma de historias cruzadas. En este sentido, se hace necesario reconocer la diversidad —como en su día hizo la Monarquía Hispánica— e impulsar la multiculturalidad, pues la pluralidad representa ante todo riqueza. De igual manera, frente a los discursos maniqueos y de confrontación, es necesario subrayar lo que nos une y lo que compartimos como naciones herederas de una matriz común —que no exclusiva— que nos conforma, reconociendo y valorando, al mismo tiempo, las diferencias (lingüísticas, gastronómicas, etc.) que nos nutren.

Una vía privilegiada para lograr estos objetivos es sin duda conocer y difundir la historia a ambos lados del mar. Pero no se trata sólo de estudiar la historia compartida a lo largo de la época moderna —y en particular la historia de la conquista—, sino que es necesario que España se conozca en profundidad la historia de los distintos pueblos indígenas de América, que en América Latina se aborde la historia medieval peninsular y que a ambos lados del mar se fomente el estudio de nuestras historias a lo largo de los siglos XIX, XX y XXI. Una rápida ojeada a los libros de texto de la educación básica en ambas orillas permite constatar el enorme vacío existente, con el peligro de que se sigan difundiendo los tópicos más recurrentes. Ese conocimiento mutuo nos permitirá seguir construyendo caminos de ida y vuelta y reconocer que, en efecto, Castilla conquistó América dejando en el Nuevo Mundo una huella imborrable, pero que España se forjó, precisamente, gracias a su íntima relación con América.

Doctor por la Universidad Complutense de Madrid, Martín F. Ríos Saloma es investigador titular en el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM.