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Son muchos los deleites que experimenta el desocupado lector de las novelas y los relatos de Sherlock Holmes. Sin moverse de su hogar, a impulsos de la sola fantasía, se traslada al brumoso Londres decimonónico. Permaneciendo en su propio cuarto, visita las habitaciones que el detective consultor y su inseparable Watson comparten en el número 221B de Baker Street. Con los oídos de su imaginación, escucha estremecido las confidencias de algún alma atribulada que pide ayuda al investigador. Arrellanado en su butaca, acompaña a Holmes y a Watson en sus correrías por páramos remotos o se hospeda con ellos en alguna vetusta mansión perdida en la campiña inglesa. Sin ocupar lugar, se sienta con ellos en el vagón del tren que sale de la estación Victoria o en el duro asiento del cabriolé con el que recorren las mal iluminadas callejuelas londinenses. Desde la seguridad de su hogar, comparte con sus dos amigos —¡ya puede llamarlos así!— los múltiples peligros a que ambos se ven expuestos. Admira los infalibles y sorprendentes razonamientos del maestro de la «ciencia de la deducción» y se desconcierta ante la variedad de los extrañísimos saberes y las rarísimas habilidades de que hace gala. Sonríe ante los comentarios irónicos con los que el héroe responde a las ocurrencias del inspector Lestrade o de su querido doctor Watson. Y asiste gozoso, en fin, al descubrimiento del culpable, a la resolución del caso, que es siempre fruto natural, pero inesperado, de una serie de sutiles observaciones y entrelazados razonamientos.

Nuestra suprema confianza en la bondad de la Providencia descansa en las flores

Pero el lector no solo encuentra ganancias de este tipo. A quien se enfrasca en esas páginas memorables, fruto del ingenio de sir Arthur Conan Doyle, se le deparan también sorpresas de gran calibre, que le hacen abandonar el confortable reino de lo imaginario. ¿Quién esperaría, en efecto, que en medio de una aventura el gran detective abra una ventana, tome «en su mano el tallo inclinado de una rosa cubierta de musgo», contemple «la exquisita mezcla del carmesí con el verde» y exponga ante sus desconcertados oyentes una profunda reflexión sobre la relación entre las flores y la Providencia divina, que nada tiene que ver con el caso que se le ha confiado ni con su posterior desenlace? Esto es lo que ocurre, para asombro del lector, en la aventura titulada «El tratado naval». El detective, sumido en sus pensamientos, «con la rosa entre los dedos», nos traslada del mundo de la fantasía al mundo real, y nos invita esta vez, no a proseguir nuestra ensoñación, sino a despertarnos ante la realidad que tenemos delante.

La envergadura del asunto merece, en verdad, que, cerrando el libro que leíamos, acompañemos al detective en su breve pero enjundiosa meditación filosófica. Recordémosla primero: «No hay nada en lo que la deducción sea tan necesaria como en la religión —dijo, recostándose en las contraventanas—. El razonador puede construirla como una ciencia exacta. Me parece que nuestra suprema confianza en la bondad de la Providencia descansa en las flores. Todas las demás cosas, nuestras facultades, nuestros deseos, nuestro alimento, todos son realmente necesarios para nuestra existencia en primera instancia. Pero esta rosa es algo por añadidura. Su aroma y su color son un embellecimiento de la vida, no una condición de ella. Es solo la bondad la que da algo por añadidura y por eso, repito, tenemos mucho que esperar de las flores».

La conexión que establece Holmes entre la Providencia, la hermosura de las flores y la necesidad del alimento trae inevitablemente a las mientes aquel pasaje del Evangelio de san Mateo (6, 24-34) en el que Jesús nos recomienda mirar a las aves del cielo y a los lirios del campo. Pero enseguida advertimos las profundas diferencias que separan ambos discursos aun tomados en su pura literalidad, sin considerar la infinita desproporción que existe entre una revelación divina y una ocurrencia humana puesta en boca de un personaje de ficción. Con sus palabras, Cristo nos exhorta a abandonar toda preocupación y todo agobio por las cosas materiales, en la certeza de que nuestro Padre celestial nos alimenta y nos viste con más exquisitez aún que a los pajarillos y a los lirios. Así, libres de cuidado, podremos dedicarnos en cuerpo y alma a lo esencial de la vida. Abundando en esta misma finalidad, Kierkegaard, el gran pensador danés, redactó trece «discursos edificantes», distribuidos en tres series, que glosan precisamente los citados versículos evangélicos. Muy otro es, sin embargo, el propósito de Holmes. Su declaración no tiene una intención religiosa, sino «científica». Pretende nada menos que apoyar la esperanza en la Providencia sobre una deducción tan rigurosa como cualquier otra que pueda ofrecer una «ciencia exacta».

Es importante advertir que, con su razonamiento, Holmes no intenta refutar el ateísmo. No trata, en verdad, de proponer una más de las llamadas «pruebas de la existencia de Dios». Pretende, antes bien, oponerse a una forma de impiedad más grave que la negación de la existencia de Dios, según declaró ya el propio Platón en Las Leyes (X, 885b): la incredulidad de aquellos que, admitiendo que hay un Dios, afirman que no se ocupa de la suerte de los hombres. Por esta razón, la reflexión de Holmes versa exclusivamente sobre el cuidado bondadoso que Dios tiene para con los seres humanos. Sin referirse en absoluto a la Providencia con la que Dios ordena y gobierna todas y cada una de las criaturas, Holmes, contemplando la rosa, se fija solo en el ser humano. No cabe duda de que, en el sermón de Cristo, es esencial la afirmación de que el Padre ama a los hombres por sí mismos, que en verdad los guía y ordena con sabiduría y amor a cumplir la finalidad que les es propia. Pero en su revelación Jesús también afirma expresamente la Providencia universal que el Padre del cielo tiene con todas sus criaturas, tanto con las más insignificantes, las aves del cielo o los lirios del campo, como con su obra más querida, nosotros, los seres humanos.

El distinto modo de considerar el cuidado divino para con los hombres, sea atendiendo a la Providencia universal sea no tomándola en consideración, pone de manifiesto una tercera diferencia entre la predicación de Cristo y el discurso de Holmes. La disparidad se refiere, como es obvio, al modo de razonar. Jesús argumenta la Providencia de Dios para con los hombres fundándose en la que indudablemente tiene para con todos los otros seres creados: si el Padre alimenta espléndidamente a las insignificantes aves del cielo y viste lujosamente a los efímeros lirios, ¿no habrá de cuidar con mucho más esmero a los seres que poseen más dignidad que esas criaturas? «¿No valéis vosotros más que ellos?» (Mt 6, 16), pregunta el Señor. Holmes, en cambio, razona la Providencia que Dios tiene para con nosotros solo desde dentro, si cabe decirlo así, de la vida misma de los seres humanos, sin establecer comparaciones con el cuidado de las otras criaturas. De ahí que el detective solo apele en su argumentación a los dos tipos de bienes fundamentales de la vida humana: los que son «necesarios para nuestra existencia en primera instancia», por ser condiciones de la vida, y los que experimentamos como dados por añadidura y constituyen, por ello, un adorno del vivir.

El lector de las aventuras de Holmes sabe muy bien del gusto del detective en sorprender a sus oyentes con conclusiones inesperadas. La maravilla surge, como es claro, porque a los interlocutores del investigador se les han escamoteado los pasos que conducen al término de la deducción. También en el razonamiento que nos ocupa están implícitas algunas de sus premisas, pero, como constan expresamente las imprescindibles, no parece difícil ensayar la entera reconstrucción de la prueba. En este caso, Holmes parece querer no tanto sorprender cuanto convencer.

Pero, antes de intentar esta explicación, conviene dejar constancia de la originalidad del proceder del detective. La mayoría de los tratadistas prueban la bondad de la Providencia divina a partir de la índole del Autor inteligente y libre del que procede el ser y el obrar de todas las cosas. Holmes, en cambio, trata de buscar en nuestra experiencia signos o indicios —«pistas», diríamos— que nos conduzcan infaliblemente a afirmar la bondad del cuidado que Dios tiene para con nosotros. Cabe decir que Holmes no procede ex principiis, sino ex datis. No parte de principios ya establecidos, sino de los datos que va encontrando.

Expuesto en todos sus pasos, el razonamiento holmesiano podría discurrir de este tenor. En nuestro cotidiano vivir nos encontramos con dos tipos de bienes: aquellos sin los cuales no podríamos permanecer en la existencia y aquellos otros que contribuyen al gozo y al adorno de la vida. De los bienes necesarios, o que son «una condición de la vida» (a condition of life), son ejemplo el alimento, las fuerzas gracias a las cuales movemos nuestro cuerpo y los deseos que nos impelen a obtener nuevos propósitos. De los bienes «por añadidura», o que son «un embellecimiento de la vida» (an embellishment of life), constituyen casos paradigmáticos el contento que experimentamos al contemplar el color de una rosa o el agrado que sentimos al oler su fragancia.

¿Qué otra razón podría tener, si no es el amor desinteresado hacia nosotros, para obsequiarnos con algo que excede a nuestras necesidades vitales, que es realmente un extra en nuestra vida?

Admitimos —prosigue el argumento— que ambas especies de bienes, puesto que no nos los hemos dado nosotros mismos, provienen del Autor del que en última instancia procede todo nuestro ser y nuestro obrar. Proporcionar bienes es propio de alguien que debemos calificar de benevolente, de bueno, si queremos. Ahora bien, la bondad que atribuimos a un benefactor puede concebirse en dos sentidos: como bondad relativa o condicionada y como bondad absoluta o incondicionada. Por bondad relativa entendemos la de aquel que nos proporciona un beneficio, pero no por mor de nosotros mismos y de nuestra propia ventura, sino con vistas al logro de otros fines suyos. Con bondad absoluta, en cambio, nos referimos a la de quien nos concede una prerrogativa por nosotros mismos y nuestro propio bien, no para obtener otros propósitos ajenos a nuestra dicha.

Es cierto que de quien nos otorga bienes que son condiciones para la vida podemos pensar que es incondicionadamente bueno para con nosotros. Pero es innegable que también cabe sospechar que lo haga movido por otra razón distinta a la consecución de nuestro destino. Podría tener otros fines que no fueran nuestra propia perfección y felicidad. Podría ser, pues, solo relativamente bueno para con nosotros. Ahora bien, de quien nos regala bienes que son adorno del vivir solo cabe pensar que es incondicionadamente bueno para con nosotros. En este caso no es pensable otra posibilidad. ¿Qué otra razón podría tener, si no es el amor desinteresado hacia nosotros, para obsequiarnos con algo que excede a nuestras necesidades vitales, que es realmente un extra en nuestra vida? Como concluye el propio Holmes refiriéndose a la bondad verdadera, absoluta, por otro nombre, al amor: «Es solo la bondad la que da algo por añadidura y por eso, repito, tenemos mucho que esperar de las flores (It is only goodness which gives extras, and so I say again that we have much to hope from the flowers)».

Debemos evitar una confusión a la que acaso puede llevarnos, por precipitación, nuestro entusiasmo por los descubrimientos científicos, pero en la que, en el razonamiento expuesto, Holmes no incurre en modo alguno. La biología enseña que el color y el olor de las flores no son un «embellecimiento de la vida», sino «condiciones de la vida»: gracias a ellos las flores atraen a los insectos, logrando así la polinización y posibilitando luego la fecundación. En verdad, sin el atractivo del color y del olor de sus flores, apenas podrían sobrevivir numerosas especies de plantas. Este hecho es innegable y no cabe sino aceptarlo. Pero no es a este hecho al que se refiere Holmes. Cuando el detective exclama: «¡Qué cosa tan maravillosa es una rosa! (What a lovely thing a rose is!)», no enuncia un hecho de la vida vegetal, sino un hecho de la vida humana. El color y el olor de las flores son necesarios para la vida de las plantas, pero no para la vida del hombre. Para el estricto vivir humano, el color y el olor de las flores o, mejor, la belleza que en ellos reconocemos y el deleite que nos producen, son un aditamento de la vida, algo añadido, sobreabundante, un puro regalo. Por ello, no parece que Holmes hubiera de tener dificultad en aceptar la enseñanza tradicional según la cual la Providencia divina procede de ordinario según las leyes de la naturaleza, sirviéndose de las llamadas «causas segundas». Lo indispensable para el vegetal es así un lujo para el hombre.

Pero no por evitar este error hemos de caer en otro más grave, y al que también es por completo ajeno el razonamiento de Holmes. Cabría, en efecto, admitir de buena gana que el color, el aroma, la belleza, en fin, de las flores constituyen adornos de la vida humana, bienes sobreabundantes para ella. Pero cabría también pensar que, por ser tales, el color, el aroma y la belleza de las flores tienen validez tan solo para el ser humano. Semejantes bienes serían, dicho de otra manera, algo puramente subjetivo, algo que no puede existir más que ante una conciencia humana y solo gracias a ella. Serían, por tanto, cualidades irreales y en modo alguno propiedades de realidades independientes del espíritu humano. En la realidad solo habría ondas electromagnéticas o combinaciones de gases y vapores, que únicamente ante la conciencia humana se presentan como color rojo o verde, como fragancias e incluso como algo bello. Si ese es el caso, Holmes habría basado entonces su deducción, no en hechos objetivos, en genuinas «pistas», sino en puras apariencias, en irrealidades. Pero apoyándose en meros espejismos es imposible llegar a afirmar la bondad real de la Providencia divina.

La objeción parece demoledora. Pero, bien mirado, Holmes tendría dos maneras de oponerse a ella.

Cabe aceptar que los bienes que nos embellecen la vida son, en verdad, subjetivos, pero no irreales.

La primera consistiría en aceptar valientemente los términos del reproche. Admitamos que el color, el olor y la belleza de las flores son algo puramente subjetivo. ¿En qué menoscabaría el carácter de verdaderos regalos de Dios el hecho de que los bienes que se nos dan por añadidura solo existan ante una conciencia percipiente? ¿Por qué el Autor de todas las cosas, incluida la subjetividad humana, no podría regalar a los hombres bienes tan superfluos que ni siquiera las flores habrían verdaderamente de necesitarlos para vivir, ya que no existirían en la realidad, sino solo en la conciencia de quienes los perciben? Holmes, si sus conocimientos filosóficos hubieran sido más amplios que los que en cierta ocasión le atribuyó Watson, muy bien podría evocar en este punto el breve libro que, en una isla vecina, publicó el obispo anglicano George Berkeley, más de ciento setenta años antes de que se diera a conocer la reflexión de nuestro detective. En los famosos Tres diálogos entre Hilas y Filonús, Berkeley sostuvo, en efecto, que ninguna cualidad sensible, como el color o el aroma, puede existir con independencia del espíritu. Ello no le impidió, sin embargo, alabar la belleza del mundo creado, presente ante el espíritu infinito de Dios. Es más, Berkeley afirmó la pura subjetividad o idealidad de los olores y de los colores, y aun la de la misma materia, precisamente para poder demostrar mejor, según reconoce en el subtítulo de su obra, «la inmediata Providencia de una deidad». Afirmar la irrealidad de los colores y de los olores, y también, si se quiere, la de la misma belleza, no equivale a convertirlos en meras apariencias engañosas o en puros espejismos privados. Tienen justamente la objetividad que les confiere el ser genuinos regalos de Dios para los seres humanos. Por ello al obispo Berkeley tales cualidades irreales le sirvieron de hecho de auténticas «pistas» para llegar a mostrar la bondad providente de Dios. En cualquier caso, Holmes tendría razón en señalar al que se lo disputara que su razonamiento es válido aun si hubiera que admitir la irrealidad de las cualidades sensibles de la rosa.

Pero la oposición a la anterior objeción podría tomar otro derrotero bien distinto. Holmes, en efecto, podría aprovechar la ocasión que le brinda ese reproche para llevar a cabo a la vez dos tareas: denunciar un error frecuente y apartarse de la tesis de la «idealidad» de los colores y los olores. Pues cabe aceptar que los bienes que nos embellecen la vida son, en verdad, subjetivos, pero no irreales.

Ciertamente, un poco de reflexión nos hace notar enseguida que el reparo expuesto se basa en un sofisma, el conocido por los lógicos como la «falacia del consecuente», promovido en este caso por un cierto equívoco. El razonamiento que expresa el reproche podría, en efecto, re-sumirse así: Si algo es irreal, entonces es subjetivo; los bienes que son un adorno de la vida son subjetivos; luego dichos bienes son irreales. Para advertir la incorrección de la inferencia basta compararla con esta otra de su misma forma: Si llueve, la calle se moja; la calle está mojada; luego llueve. Es claro que el argumento no vale, porque la calle puede estar mojada sin que llueva o haya llovido, sencillamente porque la han regado. No es pensable que Holmes, autor, según se nos informa en Estudio en escarlata, de un sesudo artículo sobre las reglas de la deducción, haya incurrido en semejante dislate.

Ciertamente, en la cuestión que nos ocupa, al igual que no hay equivalencia entre el estar mojada la calle y el llover, tampoco la hay entre que algo sea subjetivo y que sea irreal. «Subjetivo» es aquel dato que, para darse, necesita de una conciencia humana. «Irreal» es lo que existe solo como objeto ante una conciencia, en dependencia exclusiva del espíritu humano. El adverbio y el adjetivo son en este punto importantes: su inadvertencia nos desliza en un equívoco. Cabe sin duda afirmar que si algo es irreal, entonces es subjetivo. El contenido de un sueño o una ilusión óptica son irreales y, por tanto, subjetivos: su ser se reduce a su aparecer ante la conciencia del que sueña o del que sufre el engaño. Pero no todo lo que es subjetivo es también irreal: puede ocurrir que el dato que se da ante la conciencia no agote toda su realidad en su aparecer ante la conciencia, sino que de alguna forma exista con independencia de ella. Bastará, pues, con señalar la posibilidad de casos de seres subjetivos, pero reales, para deshacer definitivamente la objeción que consideramos sin necesidad de ampliar el mundo de lo irreal.

Los hay, en verdad, incontables: la rosa vista es algo subjetivo, precisamente porque tenemos sensación de ella, pero es algo que está realmente ahí, en el jardín, existiendo con independencia de que nosotros la veamos. Nuestro verla no agota su ser. Pero atendamos brevemente a los casos que parecen ofrecer mayor dificultad: los casos de los olores y de los colores, apuntados de modo expreso por Holmes en su meditación y objeto principal de la objeción considerada.

La fragancia realmente olida es, ciertamente, algo subjetivo, porque no puede darse si no es en un ser consciente dotado de órganos olfativos. Pero no es irreal, como sí lo es, en cambio, un aroma meramente soñado. La fragancia es algo real que solo puede realmente existir cuando está siendo verdaderamente olfateada. Y ello porque los gases o vapores que provocan el olor en el sujeto que lo percibe —y esto parece que se admite incluso en la objeción— existen a su vez con pleno derecho en la realidad, con independencia de toda percepción. Los olores, aunque subjetivos, no son, pues, puras ilusiones o engaños.

La más ligera huella de pisadas, la más insignificante porción de ceniza de un cigarro, bastan para que un observador experimentado y reflexivo descubra al culpable de un delito

Consideremos el caso del color, que presenta peculiaridades propias. El rojo que vemos es, sin duda, algo sujetivo, porque se nos da, en efecto, con su respectiva sensación. Pero también cabe admitir que es algo que, como tal y no como algo distinto que lo suscita en el sujeto percipiente, puede darse sin ser sentido, como una cualidad objetiva de un ser no provisto de la facultad de ver. Hay en la realidad rosas que son, real y objetivamente, rojas. Que Holmes no considera irreal el color de las rosas ni lo reduce a ondas electromagnéticas, como tantos pretenden, parece probarlo el modo en que procede en sus investigaciones. El detective sigue las pistas que descubre a simple vista, las que aparecen ante su lupa y aun los detalles que solo el microscopio le revela. Todas ellas valen lo mismo para atrapar al culpable, todas ellas poseen la misma objetividad. ¿Por qué tendrían que ser más auténticas, más reales, más válidas o más objetivas las diversas longitudes de ondas que recoge el espectro electromagnético que los colores que apreciamos con nuestros ojos?

Caso aparte y muy distinto es el de la belleza, el de la belleza, por ejemplo, que Holmes, al admirar la rosa cubierta de musgo, percibe en «la exquisita mezcla del carmesí con el verde». No la belleza misma, sino su apreciación, su disfrute, su frui, es algo subjetivo, aunque en un sentido distinto del que venimos utilizando hasta ahora. No es un contenido de una conciencia, sino, más bien, un acto de una conciencia, algo que experimenta un sujeto y, por ello, tan real como la propia persona que lo vive. Pero la belleza misma, no el goce que produce, ¿es subjetiva e irreal u objetiva y real?

Tales signos son, en verdad, para el que los quiera y los sepa ver, fuente de la que mana nuestra esperanza.

La objeción considerada parece admitir, sin prueba alguna, el carácter subjetivo e irreal de lo bello. Por el contrario, la genialidad de Holmes en su argumento consiste en considerar, al menos implícitamente, el enriquecimiento del mundo que supone la hermosura, la plenitud de sentido que posee lo bello, la felicidad que nos proporciona, como signos inequívocos de la realidad objetiva de la belleza. ¿No sería, en verdad, una locura equiparar algo tan maravilloso (lovely), tan enriquecedor, tan significativo como es lo bello con un engaño de la mente, con una ilusión, con una irrealidad?

Pero la penetración de Holmes va todavía más lejos. En su argumento reconoce también que la plétora de significación que entraña lo bello, que el acrecentamiento del mundo que supone la belleza, que la dicha con que la hermosura colma nuestro corazón, se desborda, por así decir, hasta convertirse en signo, en mensaje de algo distinto de esa belleza misma: nada menos que en testimonio del amor, de la absoluta bondad (goodness) con que nos trata quien ha hecho el cielo y la tierra y nos ha puesto en la existencia. En sus aventuras, Holmes nos enseña que el más leve indicio, la más ligera huella de pisadas, la más insignificante porción de ceniza de un cigarro, bastan para que un observador experimentado y reflexivo descubra al culpable de un delito. Con su breve cavilación sobre la Providencia, Holmes nos da una nueva e inolvidable lección: la contemplación de la belleza del mundo, la inmensidad de sentido que en él descubrimos, la sobreabundancia y la gratuidad de los bienes que en él recibimos, son signos que nos llevan indefectiblemente a afirmar el amor que el Autor de la realidad tiene para con nosotros. Tales signos son, en verdad, para el que los quiera y los sepa ver, fuente de la que mana nuestra esperanza.

El libro de Las memorias de Sherlock Holmes ha quedado cerrado encima de la pequeña mesa que está ante nosotros. La señal que hemos puesto en la página de «El tratado naval» en la que habíamos interrumpido la lectura nos invita calladamente a proseguirla. Pero ahora sabemos que la trama inventada por Conan Doyle será infinitamente menos interesante que la cuestión planteada por su personaje de ficción: el misterio de las flores y la Providencia. Y ya no nos es posible abandonar las pesquisas que sobre ese inquietante misterio tan solo hemos iniciado.

Profesor de Filosofía. Director del Departamento de Filosofía Teorética. UCM