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“Armoniosamente, el paciente texto de Roffé se construye entre una ausencia y un silencio. La muerte viene y va de la una al otro y viceversa. El silencio, en contra de lo usual, no llevó a Rulfo hacia el suicidio. Lo condujo, en cambio, a lo taciturno de ese lugar sin lugar donde hay que abstenerse por el peligro que señala Roffé en una fórmula lapidaria y especialmente lúcida: no se puede escribir sin hacer literatura”. Con estas palabras, el ensayista Blas Matamoro describe en el prólogo la Biografía no autorizada de Juan Rulfo (ed. Fórcola), escrita por Reina Roffé, que ya había escrito sobre el autor de Pedro Páramo: en 1973, Autobiografía armada y en 2003, Las mañas del zorro. En ocasión del centenario del autor mexicano, Roffé ha revisado y ampliado la biografía publicada en 2003, ofreciendo como resultado un magnífico recorrido en torno a la figura de Rulfo, al Rulfo escritor, pero también al Rulfo persona. El contexto histórico, los movimientos estéticos o los círculos intelectuales, todo el mundo que rodeó a Rulfo queda reflejado en este texto donde los datos bio-bibliográficos se apoyan en una textura narrativa que convierte el libro de Roffé en la narración de un viaje en busca a la silenciosa y difícil de conocer figura de Juan Rulfo.

En realidad lo que éstos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer”. ¿Podría explicar, al menos en parte, este fragmento del relato El zorro es más sabio de Monterroso el silencio de Juan Rulfo, cuyo reconocimiento en México fue tardío?

Sí, esta fábula de Augusto Monterroso señala, de manera humorística, una de las posibles razones del silencio de Rulfo. Si ya había escrito El llano en llamas y Pedro Páramo, para qué arriesgarse con otro libro que no estuviera a la altura de los anteriores o que no fuera superior a lo que ya había ofrecido a sus lectores. Decisión sabia de alguien que fue un autor sumamente autocrítico y, en consecuencia, ético. En cuanto a lo demás, en México sí reconocieron el valor de su obra cuando fue publicada en los años cincuenta, y se hicieron reediciones de sus libros, tuvo buenas reseñas y trabajos críticos laudatorios. También, como suele ocurrir, recibió alguna crítica o comentario negativo. Pero no se puede decir que no fuera considerado uno de los escritores más interesantes del panorama de las letras mexicanas de la época. Ahora bien, su repercusión internacional (traducciones, publicaciones en otros países de habla castellana, invitaciones a congresos, etc.) comienza para él en la década de los sesenta y setenta, cuando se da el boom de la literatura latinoamericana.

Ningún artículo, por consagratorio que fuese, hubiera colmado el deseo de aprobación de alguien profundamente insatisfecho”. ¿Nada satisfacía a un Juan Rulfo excesivamente exigente o, por el contrario, como él mismo dice, su generación no entendió la novela “ni la consideró interesante”?

Existen muchos autores que nunca están totalmente satisfechos con el reconocimiento que alcanzan. Seres que siempre desean o esperan más. Es algo que ocurre. Como se dice en la Argentina, les falta cinco para el peso. Cortázar, más positivo que Rulfo para su vida y con respecto a su obra, contaba que él escribió Rayuela pensando que era una obra que interesaría a la gente de su generación, pero resultó que fueron los más jóvenes quienes se sintieron fascinados por esta novela o anti-novela. Esto también ocurre y nadie se rasga las vestiduras por ello.

En un momento dado no sólo menciona las palabras de Elena Poniatowska, que definía a Rulfo como rencoroso, como alguien que pensaba que “los demás le deseaban el mal”, sino que se muestra crítica hacia los panegiristas de Rulfo. ¿Se ha construido una imagen victimizante de la figura de Rulfo que no corresponde con la realidad?

Creo que sí y es una pena que lo pongan en ese lugar sólo por algunas cosas que no tuvieron mayor importancia, tomando en cuenta el volumen de todo lo escrito sobre Rulfo, del enorme reconocimiento internacional, de las muchas ediciones que se han hecho de sus obras y de la cantidad de lectores que todavía disfrutan de sus libros.

Uno de los aspectos que define la figura de Rulfo es la soledad: una soledad buscada y, a la vez, una soledad no deseada. ¿Parte de esta soledad se debe a que el escritor nunca llegó a sentirse partícipe del mundo literario que le rodeaba, se sintió siempre alguien sino ajeno, sí heterodoxo?

Era un hombre solitario -casi todos los escritores lo son- que, como a cualquiera de nosotros, le gustaba tener espacio propio para pensar, leer, escribir, escuchar música o, simplemente, para disponer de un rato de tranquilidad, estar con él mismo. Sin embargo, cuando salía de su ensimismamiento, buscaba a sus amigos, personas con quienes se sentía cómodo, porque no tenía que actuar como una figura pública. Tuvo varios amigos dentro y fuera del ambiente literario, de su propia generación y de otras, escritores jóvenes que iban a verlo a los cafés que él frecuentaba en la ciudad de México. Ahora bien, es cierto que rechazaba los centros de poder y a esas figuras que manipulaban los medios, los premios, las becas.

En su biografía habla de Onetti, que por afinidad literaria o por amistad estaban muy unidos a Rulfo. ¿Cómo era la relación entre ellos?

Rulfo y Onetti simpatizaron inmediatamente. Eran bastante parecidos en algunos puntos. Se sintieron como sapos de otro pozo en los congresos de escritores donde el ansia de figuración y la vanidad se daban la mano. Ellos hacían rancho aparte sentados horas en el bar del hotel o en un café cualquiera, mientras los demás asistían a jornadas donde la alianza de egos tocaba techo. Por supuesto, se reían con sorna de tanta parafernalia y de sus artífices.

Todo lo contrario sucedía con Octavio Paz, ¿para Rulfo representaba una figura de escritor intelectual, incluso, académico, con la que él nunca se identificó?

Por lo que se cuenta y por lo que el mismo Rulfo declaró a los medios, parece que no había empatía entre ellos. Una pena, porque ambos fueron grandes escritores.

Hace hincapié en el valor de la correspondencia entre Rulfo y su mujer Clara, pues las cartas son el único material autobiográfico del escritor. ¿Qué aportan y que permiten vislumbrar dichas cartas para la lectura de la obra de Rulfo?

Entre otras cosas, relatan momentos que tienen que ver con la gestación de algunos de sus cuentos y de su novela. Narran sus inicios como escritor, muestran al fotógrafo, al alpinista, al muchacho que sueña con abrir una librería. Retratan a un Rulfo joven, enamorado, con ilusiones. También muestran a un ser atormentado por una niñez de orfandad, por vivencias que respiran violencia e injusticia social y dejaron en él una herida abierta.

La Revolución mexicana y la revuelta de los cristeros marcó vital y literariamente a Rulfo. ¿Este “trauma” se esconde entre los motivos por los que el escritor decidiera ocultar aspectos biográficos, como su paso por el seminario?

El lado desafortunado (vandalismo, saqueos, violencia gratuita) de la Revolución mexicana, que dejó secuelas tremendas en el cuerpo social, y la revuelta cristera, que Rulfo vivió desde la perspectiva de un niño, influyeron indudablemente para que el autor jalisciense se sintiera muy tocado por un período de luchas fratricidas y de inestabilidad constante. Que haya ocultado los tres años que estuvo en el Seminario Conciliar del Señor San José responde a otros motivos. Él quita totalmente de su currículum esta etapa importante en su formación cuando se convierte en escritor. Porque era algo que no se adecuaba al tipo de autor que se llevaba por entonces y mucho menos cuando se dispara su fama internacional. Pensemos en el mayo del 68, en los movimientos revolucionarios latinoamericanos, en las utopías de los setenta. Por otra parte, su tío, el capitán David Pérez Rulfo, había peleado contra los cristeros en 1928 y podía resultarle inconveniente, para su carrera política, tener un sobrino asociado al culto católico que era mal visto por las autoridades.

Como usted misma apunta, ¿Pedro Páramo, como también sucede a Recuerdos del porvenir de Elena Garro, no puede leerse sin tener en mente la revolución mexicana y, en concreto, la revuelta de los cristeros?

Lo novedoso de Rulfo, que se observa especialmente en Pedro Páramo, es que la Revolución aparece como telón de fondo. No es central en la historia. Está latente y aflora con mayor fuerza hacia el final, cuando aparece Damasio, ese personaje que llaman “el Tilcuate”, que no tiene bandera ni escrúpulos y pelea en distintos frentes por apego a la violencia, el saqueo, la violación. Pedro Páramo lo utiliza para defenderse de la Revolución, mantener sus tierras y su cacicazgo. En cambio, sí aparece de forma directa en el cuento “El llano en llamas”, que da título al libro de relatos, donde Rulfo narra las correrías de Pedro Zamora en el período revolucionario y pone sobre el tapete lo que fue eso en manos de ciertos individuos que queman cuadrillas y ranchos, incluso algunos pueblos, como una manifestación prepotente de su poder hueco, alimentado con fechorías y atrocidades. Rebeldes sin verdadera conciencia de sus actos. La mística de la Revolución hace en ellos las veces de ideología para justificar el crimen, el robo y la muerte de sus hermanos de suelo. Y la revuelta cristera la vemos en primer plano, por ejemplo, en el cuento “La noche que lo dejaron solo”, donde se revela el cariz paradójico de la historia de México de aquellos años: obediencia irreflexiva y justicia arbitraria, revanchismo, doble moral y patochada.

Asimismo, ¿la obra de Rulfo es, en gran parte, la tematización de la pérdida del padre, de la pérdida de su padre?

En efecto. Dicho de otra manera, las formas que adquiere la destrucción del patrimonio y el desamparo en el que quedan los hijos constituye un leitmotiv de la obra rulfiana que encuentra punto de partida y enlace con algunos aspectos de la historia personal del autor y la de su país. En el relato La herencia de Matilde Arcángel, Rulfo cuenta que un niño huérfano de madre y culpabilizado de su muerte, crece desprotegido por un padre que lo odia y se da a la bebida, mientras vende “pedazo tras pedazo” de su hacienda “con el único fin de que el muchacho no encontrara cuando creciera de dónde agarrarse para vivir”. Sí, es el gran tema que subyace en su obra: la búsqueda del padre, de un padre que, de una forma u otra, traiciona a los latinoamericanos.

Al final de la biografía, afirma que su libro puede no gustar a algunos. A partir de sus palabras, pero teniendo en cuenta también la polémica habida por Cristina Rivera Garza, ¿cree que la figura y la obra de Juan Rulfo esta “secuestrada” por sus herederos y su fundación?

Lo que viene ocurriendo, ahora con lo que le ha sucedido a Cristina Rivera Garza, y hace unos años al poeta español Tomás Segovia, que vivió tantos años en México, y a muchas otras personas que han escrito sobre Rulfo o se han referido a él desde la admiración y el mayor respeto, ya es vox pópuli, así que no tengo nada que añadir. Está todo dicho.

Usted hace referencia a las lecturas “tópicas” que se hicieron de Rulfo, del “macondismo” que le acuñó, de su incorporación no tan acertada en el boom, en la etiqueta de “padre de la literatura hispanoamericana”, ¿se han superado determinados tópicos en las lecturas rulfianas?

Me gustaría creer que esas etiquetas ya están superadas y que ahora se trabaja su obra con una mirada distinta.

La incorporación en el boom, aunque sea como padre o maestro, ¿ayudó a la difusión de Rulfo o tergiversó su lectura y su incorporación a la tradición de la que venía?

Hubo un poco de todo. Ayudó a su difusión y tergiversó su lectura, sobre todo cuando situaron su obra dentro del realismo mágico.

En cuanto a la tradición, usted reivindica al Rulfo lector. ¿El Rulfo lector inscribe al Rulfo escritor en una tradición literaria más amplia, digamos universal, que trasciende el ámbito latinoamericano?

Claro, Rulfo fue un gran lector, un lector heterodoxo, diverso, como debe ser. La mejor escuela para un escritor es la lectura. De ahí se aprende. Leyó de todo, desde las crónicas de América a escritores nórdicos, como el islandés Halldor Laxness y el noruego Knut Hamsun. Leyó a autores norteamericanos, principalmente a William Faulkner. A franceses, ingleses, italianos y, por supuesto, a los propios de la lengua: españoles, mexicanos, chilenos, argentinos, peruanos, etc.

Por último, ¿qué queda de Rulfo en las letras contemporáneas?

La lección del maestro, que no todos abrazan, desde luego: decir mucho en pocas palabras, despojar la escritura de toda retórica.

Anna Maria Iglesia (1986) es licenciada en filología italiana y en Teoría de la literatura y literatura comparada; Máster en Teoría de la literatura y literatura comparada por la Universidad de Barcelona. Es colaboradora habitual de El Asombrario, El Confidencial, Letras Libres, The Objective, Llanuras o Altair.