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Las grandes tecnológicas tienen cada vez más frentes abiertos. Por un lado, comenta el semanario británico, están las sospechas de que las GAFA -Google, Amazon, Facebook y Apple- como se las llama, están haciendo uso en el mercado de posición dominante. De acuerdo con el Departamento de Justicia de EE. UU., por ejemplo, los acuerdos de Google con los fabricantes de teléfonos y desarrolladores con el fin de establecer su buscador como predeterminado, una práctica común en el sector, “perjudica a los consumidores, que se ven privados de alternativas”.

Por otro lado, están las consecuencias que tiene el predominio de estas compañías para la libertad de expresión. El control que tanto Google como las redes sociales, especialmente Facebook y Twitter, poseen sobre los contenidos y el papel que ejercen dictaminando lo que se puede publicar o no, sin necesidad de amparo legal, ha “aumentado la indignación popular contra ellas”.

Así, los titanes tecnológicos son el blanco de las críticas tanto de la derecha como de la izquierda: si, para esta última, “las redes están anegando a los usuarios en el odio y la falsedad”, la derecha “acusa a estas compañías de censura, incluyendo un artículo reciente sobre sospechas de corrupción en la familia de Biden, el candidato demócrata”.

Desconfianza pública

En todos estos casos, “lo que está en juego es quién controla las reglas del discurso público”, sentencia The Economist. Y se pregunta: ¿deben ser estos agentes privados los encargados de velar por el contenido de la discusión en el espacio virtual, que es público? Porque hasta ahora “son un puñado de ejecutivos no elegidos por los ciudadanos quienes  están estableciendo los límites de la libertad de expresión”. No hay más que recordar lo que ha ocurrido en fechas recientes.

Para la izquierda, “las redes están anegando a los usuarios en el odio y la falsedad”. La derecha “acusa a estas compañías de censura”, según The Economist

“Desde el mes de febrero, YouTube ha identificado más de 200.000 videos ‘peligrosos o dañinos’ sobre el Covid-19. Antes de las elecciones de 2016, entre 110 y 130 millones de estadounidenses adultos vieron noticias falsas. En Birmania se ha usado Facebook para incitar ataques genocidas contra los rohingyas, la minoría musulmana del país. La semana pasada, Samuel Paty, el profesor francés que enseñó las caricaturas de Mahoma en su clase sobre la libertad de expresión, fue asesinado después de una campaña en su contra en las redes sociales”.

La posibilidad de manipular el contenido que se cuelga en Internet es uno de los principales factores que explica que solo una décima parte de los estadounidenses confíe en las redes y que casi dos tercios crean que son más perjudiciales que beneficiosas. Por estas razones, no es extraño que las compañías se vean cada vez más forzadas a controlar o restringir lo que publican o difunden.

La libertad de expresión, amenazada

A esa inquietud por dejar en manos privadas lo que se puede o no decir, añade The Economist otra preocupación: la manipulación o fiscalización de la opinión pública que puedan hacer los gobiernos con la ayuda de las tecnológicas. Por ejemplo, “en Londres, la policía de la ciudad exigió que borrasen post que, aunque legales, resultaban sospechosos. En junio, el Consejo Constitucional francés anuló un acuerdo entre el gobierno y las tecnológicas por considerar que limitaba la libertad de expresión”. Asimismo, en Singapur, las autoridades públicas han obligado a las compañías a vigilar lo que se publica en las redes. En países más autoritarios, el peligro es aprovechar este poder para suprimir la disidencia.

“Las empresas tecnológicas deberían evitar inmiscuirse en todos los debates. Salvo incitación a la violencia, no deben bloquear el discurso político”, asegura el semanario

Los problemas se agudizan, según los expertos, por el predominio que ejercen las redes y el control que tienen sobre quienes se suscriben a ellas. Los usuarios no tienen la misma capacidad de cambiar de redes como de cambiar de canal de televisión, por ejemplo, ya que en el primer caso tiene mayores implicaciones: puede aislarlos de amigos y conocidos.

¿Qué decir, por otro lado, de los perjuicios ocasionados por el propio funcionamiento interno de las redes? Confiar la difusión de los contenidos y su viralización a claves algorítmicas deja la información también al albur de manipuladores y extremistas, que se aprovechan de todas las virtualidades de la redes para esparcir falsedades o crear bots, erosionando la fiabilidad del entorno digital.

Más competencia

Uno de los remedios para solventar estas deficiencias es el cambio en el modelo de negocio. O, lo que es lo mismo, contrarrestar las tendencias monopolísticas para introducir mayor competencia. Se han valorado diversas opciones, como reconocer la propiedad, individual o colectiva, de los usuarios sobre los datos, de modo que estos pudieran transferirlos, si aquellos decidiesen cambiar de entorno. Esto obligaría a las empresas a competir por ofrecer mejores servicios a los clientes. Se trata sin embargo de una solución controvertida porque acarrearía la caída del valor bursátil de las GAFA. Otra alternativa pasaría por otorgar más poder al usuario sobre los contenidos o reconocer su derecho a elegir fuentes fiables, restando protagonismo a los algoritmos.

Sea cual sea la solución a adoptar, lo cierto es que los estados deben establecer una reglas para proteger el discurso público, partiendo del reconocimiento internacional del derecho a la libertad de expresión que, aunque permite excepciones, exige siempre que las limitaciones sean “proporcionadas y pertinente”.

Eso no significa que las tecnológicas no puedan establecer determinados criterios sobre el contenido que permiten difundir, pero estas siempre se han de establecer  respetando los principios de transparencia y previsibilidad: como guardianes de la discusión pública, las tecnológicas deben someter sus directrices al “escrutinio público” y reconocer a los usuarios el derecho a interponer reclamaciones.

La solución no es fácil: “Cuando las sociedades están divididas y el límite entre el discurso privado y el político se difumina, las decisiones a la hora de intervenir con toda seguridad serán siempre polémicas. Es posible que las empresas tecnológicas pretendan identificar y detener los abusos (…) pero deberían evitar inmiscuirse en todos los debates. Salvo incitación a la violencia, no deben bloquear el discurso político”, concluye el semanario.

Profesor de Filosofía del Derecho (Universidad Complutense de Madrid).