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«Every step and every movement of the multitude, even in what are termed enlightened ages, are made with equal blindness to the future; and nations stumble upon establishments, which are indeed the result of human action, but not the execution of any human design.» (Adam Ferguson, Civil Society, 1767).  («Cada paso y cada movimiento de la multitud, incluso en las llamadas edades ilustradas, se dan con la misma ceguera sobre el futuro; y las naciones tropiezan con ordenamientos sociales y políticos que de hecho son el resultado de la acción humana, pero no la ejecución de ningún designio humano»).

«¿Por qué capitalismo?» es una pregunta que puede entenderse de dos maneras: una, si puede llamarse capitalista al mundo en el que vivimos; otra, si queremos que nuestro mundo sea cada vez más capitalista.

El apelativo «capitalismo» para designar un sistema social tomó vuelo en la obra de Karl Marx, especialmente en el Manifiesto comunista de 1848. El supuesto de partida era que la historia de la humanidad debe analizarse en términos del progreso de un sistema social a otro, del imperio romano al feudalismo, y luego al mercantilismo, la Ilustración, el capitalismo burgués, y por fin el socialismo y comunismo… Tal era en efecto la visión de ese profeta alemán, del que parece que nunca nos libraremos. Esta visión «científica» de la historia es un error que ha tenido graves consecuencias, no solo filosóficas sino también humanas. En verdad, no es científica sino utópica y la Utopía es una bella muchacha con los pies bañados en sangre.

No hay tales «sistemas sociales», que son un espejismo. Pueden esos sistemas usarse como modelos heurísticos, como instrumentos para clasificar datos e interpretar la realidad, cuando no la deforman. Los cognoscenti hablan del capitalismo como un estado social con su propio motor y lógica interna. Lo convierten en cuasi-persona, como una totalidad que hay que atacar o defender en nombre del progreso humano. No son solo Marx y los socialistas quienes han concebido el capitalismo como un sistema real, sino también historiadores económicos como los reunidos en los dos notables volúmenes de la Cambridge History of Capitalism (2014). Ellos también ven el capitalismo como un sistema, con variantes, sí, pero con su propia autónoma vida, para algunos como el monstruo del Dr. Frankenstein.

Sin quererlo nadie fue naciendo un mundo de intercambios comerciales, de ahorro e inversión, de servicios financieros, de maneras de contratar

La visión del llamado sistema capitalista es muy distinta cuando se lo enfoca desde el individualismo metodológico. Si nos colocamos en el punto de vista del individuo en busca de riqueza y respeto, si destacamos la importancia de costumbres surgidas en las sociedades occidentales, el «capitalismo» ya no aparece como un fenómeno total, explicable por leyes históricas y movido por la lucha de clases o los conflictos entre Estados.

Se revela como un inesperado fenómeno que los países sin tradición de libertad encuentran difícil de imitar, pero cuya sorprendente consecuencia ha sido el crecimiento extraordinario de la población mundial, el aumento inesperado de los ingresos per cápita y la mejora del bienestar humano más allá de nuestras más halagüeñas esperanzas, primero en Europa y Norteamérica y luego aunque de manera más frágil en los más diversos lugares del mundo.

Hablando con propiedad y si no nos obsesionamos con la búsqueda de prolegómenos, veremos que la autonomía económica en el marco del libre mercado es la consecuencia de un corte histórico, de un corte iniciado por los burgueses de algunas ciudades católicas del norte de Italia y de las plazas protestantes de Holanda, Escocia e Inglaterra. Los parteros fueron contables, feriantes, banqueros, comerciantes, científicos, no legisladores ni políticos, con una importante excepción: la de los reyes y señores, siempre alcanzados de fondos, que pagaban altos intereses a sus banqueros por sus ingentes préstamos y por remitir dineros a los teatros de guerra naval y terrestre, que sin saberlo echaron las bases de nuestras instituciones financieras, esas instituciones que facilitan la transformación económica al creer ofrecer a la inversión fondos no ahorrados previamente. Así, sin quererlo nadie, fue naciendo un mundo de intercambios comerciales, de ahorro e inversión, de servicios financieros, de maneras de contratar, en el que han surgido nuevas formas más libres de comportarse los hombres en sociedad. Y lo más importante es que todo ello ha sido la matriz de las actividades verdaderamente transformadoras de nuestras sociedades, a saber, la innovación y la invención: innovaciones como la letra de cambio de los mercaderes y banqueros italianos o inventos como la aplicación del vapor a la minería, los telares y el transporte por ferrocarril.

David Hume extrajo de su conocimiento de la historia tres condiciones para que las sociedades se civilizaran: el respeto de la posesión, la transmisión voluntaria de las propiedades y el cumplimiento de las promesas

El filósofo David Hume (1711-1776), muy crítico de la teoría racionalista del derecho y la política, extrajo de su conocimiento de la historia tres condiciones para que las sociedades se civilizaran: el respeto de la posesión, la transmisión voluntaria de las propiedades y el cumplimiento de las promesas. Para que estas tres condiciones tuvieran a lo largo del tiempo el efecto de hacer crecer la población, además del ingreso per cápita y el bienestar era necesaria una cuarta condición: que los individuos respondiesen a los cambios de precios en vez de intentar congelarlos.

A esta visión evolutiva de las sociedades, Adam Smith añadió su análisis del avance de las economías. Resumió en tres las causas de la transformación ocurrida dentro de ese marco institucional: la división del trabajo, la extensión de los mercados y la innovación técnica. La división del trabajo, que tan milagrosos efectos tenía en la fábrica de alfileres, necesitaba un mercado cada vez más amplio para permitir la especialización; el trabajador, aburrido por la rutina, buscaba automatizar partes de su labor y poner en práctica inventos e innovaciones. Smith mismo concluyó que el libre comercio internacional amplía los mercados y la productividad del mundo entero. La aplicación de la ciencia transforma las técnicas de producción. La competencia, que es una forma de colaboración, nos transporta a planos de mayor productividad. Y no se olvide que la demanda de los humanos es infinita.

Sin embargo, nos convence Deirdre McCloskey cuando nos dice que la explicación del mundo burgués de los siglos de la revolución industrial no puede ser exclusivamente legal o económica. En el siglo XVII tuvo lugar en Europa del Norte un cambio moral. Tanto en Holanda como en Inglaterra, las clases negociantes y fabriles accedieron a lo que ella llama «la dignidad burguesa». Para ser respetado ya no era necesario vivir de las rentas y obtener un título nobiliario. El comerciar en el Báltico o en el Caribe, el crear un banco sólido y próspero, el obtener crecidos beneficios con una fábrica textil dejaron de ser causa de desprestigio para convertirse en fuente de aprecio social. Además, fueron precisamente esos inconformistas los que a principios del siglo XIX limpiaron el sistema mercantil de viejas lacras prohibiendo el tráfico de esclavos y aboliendo la esclavitud misma.

Se quejan algunos historiadores de que tradicionalmente se dé excesiva importancia a la personalidad de los innovadores de la primera mitad del siglo XIX. También insisten algunos en el tardío efecto de las innovaciones de la Revolución Industrial en el crecimiento de las economías en su conjunto. La cuestión importante es si esos avances innovadores sirvieron para volcar la ideología hacia la admiración por lo nuevo y materialmente productivo. La aplicación del bombeo del agua de las minas de carbón por bombas movidas por vapor, la transformación de la industria textil gracias a Arkwright, la máquina de Watt para producir movimiento con la energía de vapor, la locomotora Rocket de los Stephenson, el refino del hierro por pudelación de Cort, no transformaron inmediatamente la producción industrial inglesa, pero sirvieron para difundir la idea del progreso económico y social, y reducir la resistencia al cambio de los partidarios del status quo.

Las pensiones de reparto dan lugar a dispendios financieros que no pueden seguir acumulándose sin peligro para las libertades y la propia productividad de las sociedades democráticas

La obsesión con la parte mecánica de estas transformaciones y el alto coste de capital que se suponía necesario indujeron a los industrializadores marxistas de la Rusia revolucionaria a un grave error. Pensaban que la industrialización exigía un alto grado de capitalización inicial. Esa «acumulación primitiva» había de realizarse, creían, por la cruel extracción de plusvalía de una población semiesclava, cuando la esencia de la transformación estaba en novedosas ideas aplicadas.

PASADO Y FUTURO DEL CAPITALISMO

El capitalismo tiene mala prensa, sobre todo en las postrimerías de crisis graves, como han sido la financiera de 2008 o la pandemia de 2020. Muy al contrario, el pasado de los sistemas de libre mercado es sencillamente glorioso, pese a tropiezos, como salvajes guerras mundiales, mal diseñadas intervenciones, ciegas promesas de bienestar social. El ensayo de Leandro Prados de la Escosura en la mencionada Cambridge History recoge una continua evolución al alza del desarrollo humano desde 1870 hasta hoy, y sin visible interrupción. El gráfico 15.2 del volumen 2 es muy elocuente. Cierto que gran parte de esta evolución positiva en los países adelantados se atribuye a la creación del llamado Estado de bienestar, que, no se olvide, ha podido financiarse gracias a la productividad de la economía. Cierto que hay gastos sociales que mejoran esa productividad, como son lo invertido en educación y sanidad públicas. No hay que olvidar, sin embargo, el efecto de la catequesis progresista sobre la libertad individual ni tampoco los gastos difícilmente sostenibles de la salud gratuita. Más generalmente, los llamados entitlements, especialmente las pensiones de reparto, dan lugar a dispendios financieros que no pueden seguir acumulándose sin peligro para las libertades y la propia productividad de las sociedades democráticas.

No podemos estar seguros de que el libre mercado de las sociedades abiertas no vaya a desaparecer. El mayor peligro nace de la utilización de la economía como un arma de poder

No podemos estar seguros de que el libre mercado de las sociedades abiertas no vaya a desaparecer. El mayor peligro nace de la utilización de la economía como un arma de poder. La economía es un juego de suma positiva; la política, un juego de suma negativa, en especial cuando se buscan votos prometiendo panem et circenses. Casi más peligrosa es la tentación de utilizar la productividad del libre mercado para crear Estados e Imperios. No sería la primera vez que los defensores de las libertades individuales se sublevaran contra el imperialismo de sus gobernantes. Cobden y Bright intentaron inútilmente detener la bulimia territorial de los gobiernos victorianos. Bismarck y sobre todo el emperador Guillermo de Hohenzollern crearon una Alemania fabril y proteccionista empeñada en gobernar a Europa. La moda del colonialismo se extendió tras el Congreso de Berlín de 1885, incluso los Estados Unidos de Teddy Roosevelt también se infectaron. Hoy vuelven los sátrapas que buscan reforzar sus poderes por medio de la industrialización y la tecnología. El futuro no está escrito.


REFERENCIAS:

Neal, Larry y Williamson, Jeffrey G. (2015): The Cambridge History of Capitalism. Vol. I The Rise of Capitalism. Vol 2 The Spread of Capitalism. Cambridge University Press.

McCloskey, Deirdre N. (2010): Bourgeois Dignity. Primer volumen de una trilogía. Chicago University Press.

Catedrático de Economía de la Universidad Camilo José Cela