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George Bernard Shaw (1856-1950) compuso Pigmalión en 1913, tras haber publicado y estrenado varias piezas con éxito, y siendo crítico teatral del Saturday Review. Es,junto con Santa Juana, la obra más conocida y visitada de esta figura fundamental de la lengua inglesa, activista político y pensador de la primera mitad del siglo XX.

De origen humilde, el joven Bernard Shaw se empeñó en ser escritor, y unió su crítica hacia a la desigualdad social a una afilada lengua y a su capacidad de análisis de la realidad. La lectura de Karl Marx le impactó profundamente, y desde su juventud se mantuvo firme en su defensa del socialismo, que concretó algunos años en la doctrina del fabianismo, movimiento liderado por la clase media, y crítico con las consecuencias sociales del capitalismo. Shaw fue defensor del reparto igualitario de la renta, del sufragio universal y figura clave dentro de las turbulencias políticas irlandesas en su proceso de independencia del Reino Unido. Su revisión permanente de la realidad social le hizo aproximarse en algún momento al fascismo, al que criticó su defensa de la propiedad privada, raíz para Shaw de «pobreza general y riqueza excepcional». Shaw concentró gran parte de su pensamiento en aforismos, punzantes, irónicos, ingeniosos, fruto de la pasión del autor por las innumerables posibilidades del lenguaje.

Pigmalión nos habla de la relación que nace entre el autor y su creación, una relación de dependencia y necesidad, que refleja nuestras limitaciones, objetivos y metas, y que a la vez está viva. El telón de fondo es el mito antiguo de Pigmalión, enamorado de la estatua que crea y en la que confluyen todos los rasgos hermosos que no consiguió ver en las mujeres. La historia, conocida fundamentalmente a partir de Las metamorfosis de Ovidio, ha sido transmitida a través de los siglos por diversas creaciones artísticas, y se une en varios autores, como en Goethe y en Shaw, con el personaje de Dido/Elisa. Retoma uno de los mitos más tratados en la literatura de todos los tiempos: el del creador que hace cobrar vida a su obra, que vemos en Frankenstein de Mary Shelley, El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde y en una larga lista de títulos más.

Shaw construye un poderoso y atractivo personaje de Eliza, y hace de sus diálogos con el profesor Higgins uno de los elementos más interesantes de la obra. No recurre al sentimentalismo ni al previsible happy-end de la estupenda versión de Hollywood My fair Lady (1964), sino que defiende una Eliza fuerte, segura en sus decisiones, y que mantiene con Higgins una relación compleja de enorme afecto y deuda sin perder por ello su capacidad de decisión a la hora de trazar su propio camino, ni su libertad en las acciones.

El interés y la preocupación de Bernard Shaw por la mejora de la política y la sociedad a partir de la educación y del cuidado del lenguaje le empuja a defender la necesidad de un teatro didáctico, como se ve por los interesantes prefacio y epílogo a la obra, síntesis entre la inquietud poética y la necesidad de reforma social que marcaron al autor.

Profesora ordinaria del Dpto. de Dramaturgia y Ciencias Teatrales. Escuela de arte dramático de Castilla y León