Quien haya tenido la suerte de conocer a Peter Berglar (1919-1980), en su día profesor de la Universidad de Colonia, quien haya sido testigo de sus conferencias y charlado con él, sabe que nunca habría escrito una biografía al uso de Tomás Moro (1477/78-1535). Berglar se convirtió en un historiador de renombre tras doctorarse primero en Medicina en Fráncfort, y ejercer la profesión de médico internista hasta 1966. Como historiador, este sabio alemán busca el núcleo central de la persona, y a partir de ahí, con una prosa brillante y precisa, despliega su arsenal de conocimiento psicológico y de dominio de las fuentes para acabar retratos que son mucho más que biografías en las que mande el mero encadenamiento de hechos.
«Con gran claridad me daba cuenta de que mi exposición amenazaba con quedarse en lo convencional-biográfico» (p. 399), confiesa Berglar en el epílogo de La hora de Tomás Moro. Superó ese inconveniente haciendo que su biografía basculara en torno a lo específico del gran humanista inglés: coherencia de vida (unidad entre lo que era, lo que pensaba, lo que quería y lo que hacía) y convencimiento de que estaba siempre en las manos de Dios, aun en las horas de mayor tiniebla. Desde la Torre de Londres escribió a su hija Margaret en 1534: «Nada sucede contra la voluntad de Dios. El destino que me tiene preparado solo puede ser el mejor, por muy duro que parezca a los criterios humanos» (p. 189).
De Moro todo el mundo sabe que fue decapitado por orden de Enrique VIII, por oponerse a que el rey se divorciara de Catalina de Aragón, su legítima esposa, y por la pretensión del Tudor de convertirse en el sumo pontífice de la Iglesia anglicana, es decir, por no firmar el acta de supremacía. Quería el sanguinario monarca ser su propio Papa, y como señala Chesterton sustituyó la cabeza de san Pedro por la suya. De Moro todo el mundo sabe también que antes de caer en el desfavor real, fue un brillante abogado y alcanzó la cumbre del escalafón estatal como lord canciller.
Menos conocida es su faceta de buen y cariñoso padre de familia, de leal amigo, de intelectual de gran cultura y de magnífico escritor. Utopía es su obra más conocida. Pero su Diálogo de la fortaleza contra la tribulación, redactada estando ya preso en la Torre de Londres, es para muchos uno de los mejores relatos en lengua inglesa de todos los tiempos; también, claro está, desde el punto de vista literario.
La depravación de Enrique VIII no se improvisa. La capitulación total va precedida de innumerables capitulaciones parciales. La excelencia de Moro tampoco se debe al azar. «Quien esté acostumbrado a ver el sufrimiento y el dolor como enemigos, y no puede verlos de manera distinta si los considera al margen de la relación del amor a Dios, de penitencia y salvación del alma […] se sentirá desbordado, será presa del pánico […] si llega a verse en una situación en la cual ha de escoger libremente el sufrimiento y el dolor, aun pudiéndolos evitar» (p. 346), nos recuerda Berglar. Nota: La cárcel de Moro en la Torre de Londres duró cuatrocientos cuarenta y cinco días. Podía haber salido de allí en cualquier momento, en cuanto se hubiera plegado a los deseos de su soberano. La presión y el sufrimiento de todo tipo que sufrió, quizá los más duros los ruegos de su propia esposa y de su queridísima hija Margaret, son de una magnitud difícil de calibrar.
Sabio, listo, prudente, brillante, famoso, alegre. Pero una personalidad como la de Moro no habría sido posible si hubiera despreciado los medios «que son buenos y practicables también para el hombre más sencillo del pueblo: la santa misa, la oración con regularidad, la consideración de los misterios de nuestra Redención, el rezo de los salmos, el rosario, el ascetismo» (p. 30).
Es imposible entender a Moro sin la clave teológica. Para él, y para los cristianos, el morir y la muerte son, como el nacer, una llamada del Creador, ya sea una rápida y sin dolor u otra con grandes padecimientos. Cada uno tiene «su» muerte y es la muerte que le conviene, según los inescrutables planes providenciales divinos. Por eso, «allí donde se odia la muerte o no se la toma en serio, también la vida se desprecia y se deshonra» (p. 31), nos advierte Berglar.
Moro fue sencillo, austero, ingenuo sin caer en el infantilismo. Era un adelantado en el uso de la broma de buen gusto, de la ironía, del buen humor. Solo una muestra de esta última característica, entre las muchas que nos han llegado. Su esposa Alice, cuando estaba en la Torre, le apremiaba a la apostasía, a que reconociera el divorcio de Enrique VIII y su autoproclamación como «Papa». En una de esas ocasiones, le dijo: «“Bueno, Alice, y ¿cuánto tiempo crees que aún podría disfrutar de la vida?”. “Por lo menos veinte años, si Dios quiere”, contestó ella. “Querida mujer, no vales para negocios. ¿Quieres de verdad que cambie la eternidad por veinte años?”».
Quizá se pudiera pensar que Moro es una figura solo para admirar, pero que su mundo no es nuestro mundo, y que difícilmente a nosotros nos pasan las cosas que le ocurren a él. ¿No detectamos, entonces, las fuertes coacciones que hay en nuestra sociedad para uniformar las opiniones y el comportamiento, para dejar de lado las convicciones interiores y la autenticidad de las personas?
Peter Berglar: La hora de Tomás Moro. Solo frente el poder. Palabra, Madrid, 2012 (sexta edición, la primera edición en castellano es de 1993), 435 págs., 28 euros. Título original: Die Stunde des Thomas Morus. Einer gegen die Macht, Walter-Verlag, Olten, 1978.