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José Manuel Ferrary Merino.  Doctor en Historia. Máster de Contemporary History and Politics por el Birkbeck College de la Universidad de Londres. Docente e investigador CEIT.


Avance

Perú arrastra desde hace una década un deterioro de las instituciones que podría perpetuarse en una estabilización de la inestabilidad, debido a una clase política cuyo objetivo no es otro que mantenerse en el poder. Durante años, la economía marchó muy bien, pero cuando en 2014 las tasas de crecimiento bajaron quedaron al descubierto las carencias democráticas del país, comenzando por la corrupción que salpicó a cuatro presidentes desde la caída de Fujimori: Toledo, García, Humala y Kuczynsky, todos ellos implicados en la trama orquestada por la constructora Odebrecht. Desde que Kuczynsky fue obligado a renunciar en 2018, ninguno de los cuatro presidentes que le sucedieron hasta 2022 acabaron un mandato completo. Carente de apoyos parlamentarios, y a pesar de su popularidad por su lucha contra la corrupción, su sucesor, Martín Vizcarra, cayó por una moción de censura, lo cual provocó fuertes protestas, en el primer estallido social del Perú posterior al fujimorismo. Gracias a la presión en las calles el nuevo gobierno renunció, y llegó a la presidencia Francisco Sagasti, que lograría gestionar la crisis sanitaria. Los siguientes ciclos de protestas —en 2022 y 2023—, se produjeron por el intento de autogolpe de Estado del presidente Pedro Castillo y la moción de censura por la que fue destituido. En los dieciocho meses en los que ocupó el cargo, no fue capaz ni de aplicar sus propuestas ni de contentar siquiera a su base política en el Congreso.

El freno del autogolpe podía haber sido una oportunidad para la regeneración democrática, pero se malogró y la actual mandataria, Dina Boluarte se ha convertido en una de las dirigentes más impopulares de la historia reciente del país. Y no solo ella, sino también los partidos políticos, el Congreso y al poder judicial, cuyo grado de credibilidad se ha desplomado en las encuestas. El ranking de referencia mundial sobre calidad democrática de The Economist ha rebajado a Perú de democracia imperfecta a régimen híbrido, etiqueta que designa a países con elementos autoritarios una fachada democrática. La vigente alianza Ejecutivo-Legislativo supone una perversión del sistema, hasta el punto de que algunos analistas hablan de la «guatemalización» del Perú, en referencia del precario Estado de derecho en el país centroamericano. El deterioro de las instituciones y la creciente brecha entre políticos y ciudadanía abona el terreno a la aparición de mesías populistas, apunta el autor. Lo cierto es que los sucesivos estallidos sociales de estos últimos años no han sido capaces de impulsar una alternativa regeneracionista a la degradación democrática en el país.


Artículo

n nEoviembre de 2008, el entonces presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), Luis Alberto Moreno, bautizó públicamente a Perú como el «tigre andino», en referencia al espectacular crecimiento económico que ese país venía experimentando de un modo sostenido desde el año 2002, con tasas superiores al 5,5% del PIB anual. Un lustro después, a pesar del bache que supuso la gran recesión de 2008 a nivel global, economistas, medios e instituciones de prestigio internacional seguían alabando a una economía sobre la que pronosticaban altas tasas de crecimiento para los siguientes años.

La favorable situación económica pudo ocultar esas carencias durante un tiempo, alimentando la esperanza de que un futuro mejor estaba por llegar al Perú. Pero el fin en 2014 de las tasas de crecimiento del PIB superiores al 5%, dejaron en evidencia la precariedad de la estabilidad del país andino, sumido desde entonces en una permanente crisis a todos los niveles.

Especialmente duras para la credibilidad y funcionalidad de la democracia peruana resultaron, a partir de 2016, las sucesivas revelaciones acerca de la implicación de los cuatro hombres que habían ostentado la presidencia de la República del Perú desde la caída del autócrata Alberto Fujimori en el año 2000 (Alejandro Toledo, Alan García, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynsky) en la trama de corrupción orquestada a nivel continental por la constructora Odebrecht.

El presidente en ese momento, Kuczynsky, fue obligado a renunciar por el Congreso en marzo de 2018, entre acusaciones de corrupción que iban más allá de los sobornos de Odebrecht. Desde entonces, ninguno de los cuatro presidentes que desfilaron por el cargo entre esa fecha y 2022 consiguieron ejercer el cargo durante un mandato completo. Dos de ellos, destituidos por un Congreso en extremo fragmentado y caracterizado por las alianzas volátiles, en cuya conformación priman desde hace años los factores individuales sobre el criterio de las formaciones partidistas.

El primero en sufrir una moción de censura por parte del Congreso fue, precisamente, el sucesor de Kuczynsky, Martín Vizcarra, y este hecho fue el origen del primer estallido social del Perú post-fujimorista. En los dos años que ejerció la presidencia, Vizcarra consiguió labrarse una notable popularidad en la calle por su lucha contra la corrupción y sus intentos reformistas, incluso a pesar del grave impacto de la pandemia COVID-19 en el país. Sin embargo, apenas contaba con apoyos parlamentarios, y en noviembre de 2020 una alianza circunstancial de varios grupos políticos en el Congreso consiguió reunir los votos suficientes para expulsarle del cargo aduciendo su posible implicación en casos de corrupción.

El nuevo gobierno, liderado por un político de segunda fila, apenas aguantó una semana en el poder. Contra todo pronóstico, la destitución de Vizcarra generó una ola de indignación y movilización que se tradujo en fuertes protestas, protagonizadas en buena medida por jóvenes menores de 30 años que se organizaron a través de las redes sociales. La dura represión gubernamental (que se saldó con dos víctimas mortales y cientos de heridos) no hizo sino avivar las protestas, y reafirmar a sus protagonistas en su hartazgo con un sistema dominado por unas élites políticas desconectadas de la sociedad, productor de una desigualdad creciente, y acostumbrado a buscar la solución a sus problemas en intrigas palaciegas poco transparentes.

La presión en las calles consiguió su objetivo inmediato: el nuevo gobierno renunció, y la presidencia recayó en Francisco Sagasti, un hábil académico que lograría gestionar de un modo razonable la crisis sanitaria y llevar al país a sus siguientes elecciones presidenciales, celebradas en abril de 2021. Sin embargo, en contra de las esperanzas que semejante movilización popular suscitó a algunos observadores, —en contraste con la experiencia chilena en 2019, y a pesar de involucrar a más del 50% de los jóvenes de entre 18 y 24 años—, las protestas en Perú no dieron origen a ningún proyecto de regeneración política. El estallido social de 2020 fue espontáneo, heterogéneo, y no contó con una estructura organizativa sólida por lo que, del mismo modo que surgió para oponerse al nuevo gobierno, desapareció tras conseguir su renuncia. Lo mismo iba a suceder con movimientos análogos en los años siguientes.

Los siguientes ciclos de protestas, acaecidos en 2022 y en 2023, guardaron una estrecha relación tanto con el camino que llevó a la segunda moción de censura promovida por el Congreso peruano, como con su desenlace. Esa vez, el afectado fue Pedro Castillo, que en diciembre de 2022 fue desposeído de la presidencia entre denuncias de haber intentado perpetrar un golpe de estado. Lo cierto es que esas acusaciones no carecían de fundamento. Castillo, que se autodefinía como «marxista leninista», consiguió capitalizar en las elecciones de 2021 parte del descontento ciudadano. En su campaña electoral prometió poner en vereda a la oligarquía peruana, iniciar un proceso constitucional dirigido a empoderar a los sectores populares y limpiar instituciones clave como el Tribunal Constitucional, a cuyos integrantes acusaba de «fallar en contra del pueblo» sistemáticamente.

Un discurso encendido, populista, con posibilidades de conectar con la desafección ciudadana, pero que se demostró vacío de contenido en cuanto Castillo accedió finalmente al poder en julio de 2021. En los apenas dieciocho meses que ostentó la presidencia, no fue capaz ni de aplicar sus propuestas ni de contentar siquiera a su base política en el Congreso. Especialmente sintomáticas de su creciente desprestigio fueron las manifestaciones populares que surgieron en todo el país a lo largo del mes de abril de 2022. A las protestas en provincias promovidas por gremios de transportistas, agricultores y comerciantes del sector ambulante, se sumaron las movilizaciones en Lima de grupos contrarios al presidente.

Freno al autogolpe

Si bien la contestación social no fue a mayores, el prestigio de Castillo quedó seriamente dañado: en el último trimestre del año solo un 26% de los peruanos aprobaba su gestión, y hasta un 60% de los ciudadanos se mostraban partidarios de que el Congreso le apartara de la presidencia. En este contexto de creciente rechazo, y ante la seria amenaza de ser sometido a una moción de censura parlamentaria, Castillo decidió en diciembre de 2022 cerrar la cámara legislativa. Sin embargo, fracasó en su intento y acabó preso.

El freno al autogolpe de Castillo probablemente sea uno de los pocos actos loables realizados por el Congreso peruano en los últimos años, y bien pudo suponer una oportunidad para iniciar un proceso de reconexión entre la ciudadanía, por un lado, y las instituciones y los partidos políticos, por otro. Pero, desgraciadamente, no fue ni mucho menos el inicio de una nueva fase de regeneración política. Más bien, todo lo contrario. La presidencia recayó en Dina Boluarte, exvicepresidenta de los gobiernos de Castillo, quien a día de hoy es una de las dirigentes más impopulares de la historia reciente del país.

Esa impopularidad, al igual que en el caso de su predecesor, tuvo desde el inicio su reflejo en las calles, lo que a su vez aceleró el desprestigio de la nueva presidenta. Entre diciembre de 2022 y marzo de este año se sucedieron jornadas de protesta de alta intensidad en el país, y en julio hubo un nuevo intento de revitalizarlas. La fuerte represión (no exenta de víctimas mortales) que ejerció contra los partidarios de Castillo —que se manifestaron tras el cese y la posterior detención del expresidente—, y que extendió después a las marchas de otros sectores político-sociales que se opusieron a su negativa a convocar elecciones inmediatas, provocaron una caída continua de los índices de aprobación de Boluarte: estos pasaron de rozar el 20% a los pocos días de asumir la jefatura del Estado a alcanzar tan solo el 10,5% en julio.

Pero esta crisis de credibilidad no se limita a la presidencia, sino que afecta a casi todas las instituciones clave del sistema político. Según las encuestas publicadas en los últimos meses, el 91% de la población está insatisfecha con el funcionamiento general de su democracia, el 90% tiene una opinión negativa de los partidos políticos y del Congreso, un 73% desconfía del poder judicial y un 63% de las fuerzas del orden. Unas cifras dramáticas, que expresan un descontento creciente, y que no se reducen a una mera percepción por parte de la ciudadanía.

No en vano, en la edición publicada a principios de 2023, el ranking de referencia mundial sobre calidad democrática de The Economist rebajó a Perú de la categoría de «democracia imperfecta» a la de «régimen híbrido», en la que se incluyen a aquellos países que mantienen una fachada democrática pero en los que se pueden encontrar significativos elementos de autoritarismo (desequilibrios en el grado de independencia de los altos poderes del Estado, carencias graves en la representatividad de los partidos políticos, limitación de procesos electorales, altos índices de corrupción, inseguridad ciudadana, excesivo peso de los sectores pudientes en el gobierno del país, debilidad de la independencia y pluralidad de los medios de comunicación…). Es de esperar que para 2024 The Economist ofrezca una calificación considerablemente más baja aún, teniendo en cuenta la evolución de la política peruana a lo largo de los primeros once meses de este año.

Horizonte poco halagüeño

El futuro del Perú se muestra, de esta manera, incierto. Aunque el horizonte no es nada halagüeño. Los únicos datos que suscitan alguna esperanza son los relativamente altos índices de aprobación de la democracia como sistema (50%) y el poco apoyo que recibe entre la ciudadanía la idea de una hipotética alternativa abiertamente autoritaria (17%). A pesar de todas las decepciones que han experimentado en los últimos tiempos, parece que la mayoría de los peruanos siguen prefiriendo la democracia sobre cualquier otro sistema. Ojalá las fuertes protestas ciudadanas que proliferaron en estos últimos meses fueran capaces de incubar una alternativa política viable, popular, responsable y respetuosa con el funcionamiento de las instituciones, capaz de abanderar un proyecto de regeneración democrática.

Desgraciadamente, aquello es improbable. No parece que las protestas, de nuevo dirigidas por grupos fragmentados e incoherentes (o no dirigidas en absoluto), sean capaces de originar un frente unido y duradero de oposición democrática. Por el contrario, la intensidad de la contestación social ha bajado drásticamente desde los últimos intentos de reactivación en el mes de julio, y no sería descabellado imaginar un escenario en el que Boluarte consiguiera mantenerse en el poder hasta, por lo menos, el siguiente periodo electoral, previsto para 2026. A pesar de su bajísima popularidad, el actual gobierno peruano goza del apoyo de la clase pudiente del país. También se beneficia de un pacto tácito con un Congreso más atento a los intereses de los poderosos y de los grupos de presión que a ejercer la representación de la ciudadanía. La vigente alianza Ejecutivo-Legislativo podría sintetizarse del siguiente modo: el Gobierno deja hacer al Congreso y este le posibilita la continuidad al frente de la República. Una auténtica perversión de lo que sería una responsable política de consensos y de checks and balances, y que más bien se parece a un «gran pacto entre corruptos».

Una de las más graves consecuencias de esta situación es la actual debilidad institucional de un país que en los últimos meses ha asistido a un intento de asalto por parte del Congreso al principio de neutralidad de algunos organismos clave, como son el Tribunal Constitucional o el Jurado Nacional de Elecciones. En ambos casos, la cámara ha sido fuente de iniciativas dirigidas convertir a estos organismos en instrumentos en sus manos, incapacitándoles para ejercer su labor de vigilancia (impidiendo, por ejemplo, que las decisiones de los legisladores puedan ser revisadas por los tribunales) y revirtiendo así su función de órganos de control del poder político. A raíz de todo ello, algunos analistas de prestigio hablan de la «guatemalización» del Perú, en referencia al desmantelamiento padecido en los últimos por el precario Estado de derecho en Guatemala, un país controlado por una élite que ha capturado las grandes instituciones de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial para, vaciándolas de sus funciones democráticas, utilizarlas en su propio beneficio.

Evidentemente, esa situación no puede sino conducir a un agravamiento del preocupante distanciamiento que ya existe entre las instituciones peruanas y una ciudadanía que observa y padece con un creciente hastío cómo la crisis de liderazgo del Perú imposibilita la solución de sus problemas más acuciantes. En especial, la corrupción, la seguridad ciudadana y la inestabilidad económica. Un terreno abonado, por tanto, para la aparición de mesías populistas que prometan un drástico giro de timón a costa de los principios de la democracia liberal.

Esa podría ser la otra gran alternativa posible al elitista «pacto de corruptos» antes descrito. No quedan excesivamente lejanos en el Perú los años en los que el país estuvo gobernado por Fujimori, autócrata populista que accedió al poder en un contexto de crisis política, institucional, económica, social y de seguridad ciudadana que puede recordar en algunos puntos a la situación actual. La región también ofrece otros ejemplos de líderes populistas surgidos de contextos de fuerte contestación social, como fue el caso de Evo Morales en Bolivia, quien a principios de la década de los 2000 consiguió articular un proyecto político coherente a partir de las protestas contra una clase política totalmente desacreditada ante la opinión pública. 

Estabilización de la inestabilidad

Otra posibilidad es que, simplemente, se produzca una estabilización de la inestabilidad. Es decir, que de aquí a un tiempo el Perú prosiga su rumbo errático hacia ninguna parte, guiado por una incompetente clase política incapaz de proponer nada que vaya más allá de la propia supervivencia en el poder durante un periodo limitado, hasta su sustitución por una nueva hornada de políticos amateurs de la misma clase tras un nuevo ciclo de protestas.

En cualquier caso, lo que está claro es que los sucesivos estallidos sociales no han sido capaces de generar una alternativa clara y coherente a la degradación democrática en el país, puesto que su naturaleza ha sido por ahora más contestataria que propositiva. ¿Surgirá alguien capaz de corregir su rumbo?


Imagen: © Shutterstock / colaboración de Dancing Man

Doctor en Historia. Máster de Contemporary History and Politics por el Birkbeck College de la Universidad de Londres. Docente e investigador CEIT.