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Manuel Lucena Giraldo es investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).


AVANCE

En este artículo se analizan las condiciones del desarrollo histórico y social de la cultura colombiana. Su perspectiva reúne, por una parte, el análisis de las tradiciones institucionales bajo las que se ha formado y, por otra, tras la apertura económica iniciada en la década de los ochenta y la emigración masiva, considera la difusión de estereotipos, negativos, pero también positivos, en el imaginario global.


ARTÍCULO

En uno de sus libros más exitosos, “Del poder y la gramática”, el historiador británico Malcom Deas, referencia de los “colombianistas de Oxford”, intentó explicar, contra todas las supuestas evidencias historiográficas aportadas por el marxismo y sus terminales mediáticos, por qué razón Colombia había disfrutado durante el siglo XIX de una saga de presidentes gramáticos.

La existencia de pobres mas poderosos patriarcas, casi desprovistos de toda riqueza material, sin haciendas, latifundios, menestrales y peones, como prescribía el dogma del materialismo histórico, constituía un enigma insoluble. Entre ellos, el conservador Miguel Antonio Caro, que ejerció la primera magistratura con título de vicepresidente de 1892 a 1898, fue uno de los más ilustres. Caro tuvo fama de ser un magnífico latinista y un retórico formidable. En el congreso de la República, quien quisiera competir con él precisaba dominar las lenguas clásicas y contar con un conocimiento exhaustivo de la española. Consciente de esta circunstancia, su contendiente, el liberal Rafael Uribe, se aplicó durante tres meses con entusiasmo, gracias a la ayuda de un discreto profesor y traductor de tratados religiosos, a mejorar su latín. Un día señaló a Caro en un debate político que ya no era el único parlamentario latinista y le espetó un proverbio clásico a quemarropa. Uribe le contestó: “¡Horror, horror! Cuando ustedes quieran hablarme en latín, les ruego que me pronuncien bien las sílabas finales, porque allí es donde está el meollo de la cuestión”.

Tensión de la fragilidad

La explicación de esta anécdota que tiene el estatuto de una categoría reside en una singularidad colombiana. Su conciencia de país bien hablado y mejor escrito le ha hecho alcanzar, algunos dirán que para bien y otros que no tanto, pues el culto a la palabra encubriría un barroquismo estéril, un nivel idiomático ciertamente excepcional. En 1999 el Instituto Caro y Cuervo, dedicado a estos asuntos, que cuenta hoy felizmente con una sede en el Instituto Cervantes, fue reconocido con la concesión del premio “Príncipe de Asturias”.

Pero las singularidades colombianas no acaban aquí. Pese a la habitual acusación a Colombia como democracia y Estado “fallido” desde poderosas plataformas mediáticas que se tildan de liberales (el New York Times es sin duda una de las más altisonantes), o de organizaciones que se autoarrogan la exclusiva de la custodia de los derechos humanos, lo cierto es que la fuerza de las costumbres y usos democráticos de los colombianos redujeron las dictaduras del siglo XX a un único episodio, acontecido entre 1953 y 1957. Se trató del gobierno del general Gustavo Rojas Pinilla, ligado en sus orígenes a una crisis política absurda (el enfrentamiento suicida entre miembros de las elites constituye una circunstancia no solo colombiana, sino hispánica), depuesto por fin mediante la alianza en el “Frente nacional” de los dos grandes partidos tradicionales, liberal y conservador. Gracias, por cierto, a una pacífica huelga general.

Pese a la habitual acusación a Colombia como democracia y Estado «fallido», la fuerza de las costumbres y usos democráticos de los colombianos redujeron las dictaduras del siglo XX a un único episodio, acontecido entre 1953 y 1957 

En este sentido, el gran tópico de la “violencia” colombiana requiere, como poco, ser colocado en contextos más amplios, ni genéticos ni deterministas. El asesinato el 9 de abril de 1948 del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, un magnicidio de terribles consecuencias, pues desencadenó el “bogotazo”, una suerte de revuelta social, liberal y popular incendiaria y homicida que asoló el centro de la capital cuando se celebraba la IX Conferencia Panamericana con la asistencia, entre otros, de un joven nacionalista cubano llamado Fidel Castro, es considerado el comienzo de una etapa de inacabable violencia, que aún no habría terminado. La indagación sobre las causas de aquellos hechos y su puesta en relación con realidades actuales, institucionales, políticas, culturales, resulta ilustrativa. Por lo que se evidencia en el caso de Colombia, no estamos ante un un exceso de Estado, o de excesos “del Estado”, sino por el contrario, en la inmensa mayoría de los casos, de su ausencia, fragilidad y falta de operatividad.

En otro artículo memorable, “Temas comparativos en la historia republicana de Colombia y Venezuela”, Malcom Deas también señaló que ambas Repúblicas mostraban en su ethos y tradición nacional una tensa oposición, forjada a través de la historia, entre el sentido individualista, la desconfianza frente al Estado y la vocación empresarial de los colombianos y la querencia por el ente fuerte y repartidor (financiado por el petróleo) y la tendencia gregaria de los venezolanos. A diferencia de Venezuela, señaló Deas, los colombianos nunca han tenido, querido o conseguido tener un Estado fuerte. La quebrada y fascinante orografía del país, que cuenta no con un ramal andino sino con tres, dificultó tanto la creación de un mercado nacional como la construcción de una red de transportes de densidad y capacidad suficiente. La única arteria de comunicaciones por siglos –en realidad, casi hasta la aparición del transporte aeronáutico masivo- ha sido el río Magdalena, que atraviesa de norte a sur el país. El ferrocarril nunca formó una verdadera trama, pese a su incontestable –y menospreciado- impacto regional. En una geografía cuyas mitades sur y oriental están salpicadas de llanos y selvas, las carreteras tampoco lograron extenderse como se requería. Sólo el avión (no es una casualidad que SCADTA, línea aérea promovida en 1920 por los alemanes y precedente de Avianca, sea pionera en el mundo) logró reducir de manera definitiva y eficaz tiempos y distancias. De ese modo, cabe conjeturar que la posibilidad de un nacionalismo fuerte, basado sobre fundamentos de regionalidad muy consolidados durante la etapa anterior a la independencia de España, coincidió sólo en términos de símbolos. El colombiano se identificó con una cierta pobreza modesta y una fuerte vocación democrática, leguleya y republicana. Esta se manifestó en procesos electorales regulares y convincentes, que llegaron a incluir hechos tan “extravagantes” como la concesión del voto femenino en el cantón de Vélez en Santander ya en 1853 –aunque se revocó cuatro años después-.

Importancia de la cultura y herencia hispanas

Ligada a esta tradicional fragilidad del Estado colombiano, en especial en vastas áreas marginales y fronterizas, cabe preguntarse por la presencia de la nación, qué es aquello que ha unido a los colombianos y, ante tantas adversidades e incertidumbres, los ha mantenido en marcha. Si contemplamos que la existencia de comunidades emocionales, simbólicas y políticas, todo aquello que es o parece intangible, explica y determina comportamientos individuales y colectivos, vemos posible afirmar que la cultura colombiana, en un sentido nacional y nacionalista, ha jugado y juega un papel determinante.

La nación cultural en Colombia, aglutinadora de un mestizaje barroco multisecular, es la que mejor ha funcionado. Los colombianos saben que lo son porque la nación cultural antecedió, al menos en la mitología criolla republicana, a sus formas de administración política, institucional y administrativa. Antes que Bolívar y su ejército, residió en Santafe de Bogotá y por largo tiempo el sabio gaditano José Celestino Mutis, director de la Real expedición botánica fundada por Carlos III en 1783, gracias a la aquiescencia y apoyo del arzobispo-virrey Antonio Caballero y Góngora. Esto lo sabe cualquier colombiano por el solo hecho de haber asistido a la escuela. Mutis murió en 1808, justo a tiempo de evitarse el disgusto de contemplar la desintegración del imperio español y la desaparición, incluso física, de algunos de sus discípulos criollos más cercanos, como Francisco José de Caldas, al cual, por cierto, acompañó en el cadalso el mismo año nefasto 1816, un ingeniero militar peninsular, Manuel de Anguiano, víctima también de la reacción absolutista.

En el imaginario del nacionalismo colombiano decimonónico, muy institucional –el héroe alternativo a Bolívar, el general Francisco de Paula Santander, un auténtico liberal doctrinario, opuesto a sus irrefrenables tendencias dictatoriales, ha sido conocido como “el hombre de las leyes”-, la amalgama cultural dejó por lo general en buen lugar la relación con España y la herencia virreinal o, como se empeñan en decir allá sin saber muy bien a qué se refieren, “colonial”. Siempre hubo, por supuesto, liberales radicales que intentaron abrir vías de evolución del nacionalismo colombiano hacia un indigenismo rousseauniano. O francófilos que guardaron una devoción por París irracional, réplica de un componente muy difundido y estudiado del nacionalismo hispanoamericano posterior a la década de 1860. Precisamente una de las peculiaridades de las relaciones diplomáticas entre España y Colombia radicó en que fueron antes académicas, idiomáticas, que propiamente estatales. Hasta 1881 no existieron, pero la Academia colombiana de la lengua, la más antigua de las corporaciones americanas vinculadas a la Real academia española, fue fundada diez años antes, por un grupo de lingüistas y escritores de gran prestigio, entre ellos Rufino José Cuervo y el ya mencionado Miguel Antonio Caro. Esta solidez y aprecio de la herencia hispana y la conciencia de uso del español como recurso comunicativo, económico y estratégico, parte integrada al orgullo nacional, hace difícil la comprensión de algunos acontecimientos recientes.

Las relaciones diplomáticas entre España y Colombia fueron antes idiomáticas que propiamente estatales. Hasta 1881 no existieron, pero la Academia colombiana de la lengua vinculada a la española–, fue fundada diez años antes.

En junio de 2021, a fin de justificar la eliminación física y arrumbamiento en un almacén público de las estatuas de Cristóbal Colón e Isabel La Católica, que permanecían ubicadas en Bogotá en un lugar de tránsito obligado, camino del aeropuerto, se anunció por las autoridades políticas que era preciso debatir el pasado (o sea, practicar la llamada “memoria histórica”). Responsables culturales palaciegos, con buenos reflejos políticos, señalaron de inmediato que las habían retirado para protegerlas de posibles nuevos actos vandálicos. En efecto, una cuadrilla de operarios de una autodenominada comunidad indígena Misak ya las había pintarrajeado y no las derribaron porque seguramente no tuvieron tiempo. El fin que buscaban, desde luego lo obtuvieron: la retirada, de facto, de los monumentos, así como la rentabilidad política derivada de la identificación con el radicalismo indigenista. En Colombia, país mestizo como pocos, este ha sido raro, por lo general una importación exótica de México, Perú, Estados Unidos o Europa. Las esculturas, más bien lo que quedó de ellas, fueron hechas por el escultor italiano Césare Sighinolfi, en conmemoración del Cuarto centenario del descubrimiento de América, celebrado en 1892. Fabricadas en bronce, pesan –o pesaban- cerca de una tonelada y tienen (habrán menguado) una altura cercana a los cuatro metros. Ambos monumentos llegaron a Colombia en 1897 y fueron inaugurados para disfrute del público citadino en 1906. Han estado en varios puntos de Bogotá, con una particularidad. Cada sitio ha sido peor que el anterior. Más expuesto, más periférico y desde luego nefasto, desde el punto de vista de la conservación material de cualquier obra de arte. Contra lo que podríamos pensar, esto es importante, España se ocupó por entonces de manera renuente, más allá del debate del centenario y los honores del descubrimiento, por la colocación cívica de estatuas celebratorias de hazañas históricas, en todo caso compartidas con los países del otro lado del Atlántico. Se trata, por así decirlo, de monumentos hispanoamericanos.

La historia constituye una versión del pasado ajustada por la crítica de fuentes. El riesgo actual, en Colombia y en todas las sociedades occidentales abiertas, radica en su sustitución por la memoria, que no es verdad sino ficción

La oleada de ira indigenista, perfectamente organizada y financiada, va eliminando el patrimonio cultural hispánico común de colombianos, argentinos, colombianos, venezolanos y chilenos, o de los propios españoles, tan ensimismados en su propia e insólita fragmentación. entre otros. Las políticas de la “identidad”, como en el resto de Occidente, muestran toda su capacidad disolvente del Estado de derecho y comienzan por la erosión de los símbolos y estructuras culturales. A Colón todo esto, desde el más allá, le habrá divertido. Entre otras cosas porque el nombre de la República de Colombia, a los operarios del desatino y el resentimiento se les habrá escapado el hecho, celebra y conmemora sus gestas de descubridor. En realidad, hasta la gran era del imperialismo victoriano, durante la segunda mitad del siglo XIX, su figura importó poco o nada. En lo que hoy consideramos la celebración obligatoria de los centenarios, ha atravesado por todas las situaciones posibles. Que una universidad estadounidense echara hace unos años una lona vergonzante y patética sobre los frescos de las paredes que conmemoraban su llegada a América, o que un guerrillero urbano de nombre impronunciable arroje ahora pintura roja a una estatua suya en una urbe de las alturas andinas colombianas, donde por supuesto él jamás estuvo, lo hubiera interpretado como señal inequívoca de su genio y misión divina. Colón, que firmó desde 1501 como “Cristóferens”, el portador de Cristo”, buscó toda la vida reconocimiento. Tras su fallecimiento triste y humillado en 1506, sus herederos pasaron medio siglo enredados en los llamados “pleitos colombinos” contra la monarquía española, en defensa de sus derechos. Fueron tan abrumadores en argumentos, expresaron de tal modo el triunfo de lo que hoy llamamos “razón de Estado” que, al final, vinieron a reconocerle derechos y razones. Existía una deuda histórica pendiente con él. Había una injusticia por reparar. El ducado de Veragua, detentado todavía por los descendientes del almirante, la dejó resuelta, al menos en parte. El derribo de sus estatuas lo único que logra es resaltar su impronta.

Colombia global y globalizada

Dicen los que saben de conmemoraciones y celebraciones que cuando una sociedad es ignorante respecto a su pasado sustituye la Historia, que sirve para restaurar la complejidad del pasado y alumbrar las opciones de libertad presentes y futuras, por una memoria mítica, un relato ficcional que responde a intereses particulares, partitocráticos, demagógicos o populistas. Este relato cobra la forma de héroes imposibles de criticar, recuerdos constantes de batallas y gestas militares, o de griterío nacionalista contra pacíficos vecinos. Es el viejo argumento del enemigo externo para acallar la oposición y eliminar garantías democráticas. El razonamiento plantea que la historia llamada “oficial” no tiene por qué ser, como declararon algunos pontífices del realismo mágico, tan cultivado en Colombia por novelistas y cuentistas, una sarta de mentiras de las oligarquías y los “enemigos del pueblo”. La historia constituye una versión del pasado ajustada por la crítica de fuentes y siempre mejorable, por estar sometida a continua revisión y escrutinio. El riesgo actual, en Colombia y en todas las sociedades occidentales abiertas, radica en la persecución de la historia como humanismo y su sustitución por la memoria, que no es verdad sino ficción. De ahí que la cuestión de la revisión de la cultura colombiana y su poderío cohesionador merezca unas líneas.

En este año 2022 existe una oportunidad para que la imagen de Colombia cambie y se fije en el imaginario global de modo que no se difunda más un estereotipo negativo contra el país y sus gentes que afecta todos los días

Colombia, una nación en la que los extranjeros no pasaban de algunos reductos costeros como Barranquilla y carente de emigración hasta los años setenta, se ha convertido en una nación global, impactada por la llegada de foráneos y organizada en redes migrantes que ya van, en el caso español, al menos por la tercera generación. Cabe preguntarse cómo repensar el gran contraste entre la densidad y fortaleza de los vínculos históricos y culturales (reforzados por esta experiencia migratoria), con la segunda lengua global, el español, como patrimonio común, y la debilidad del conocimiento mutuo –también entre los nacionales de diferentes países latinoamericanos-. El fortalecimiento de las relaciones empresariales y humanas no ha ido acompañado de un entendimiento político de largo alcance y de alguna manera equivalente, y lo que es peor, el patrimonio representado por la lengua, la historia y la cultura compartidas no es valorado como se debiera, cuando no es directamente combatido. Somos comunidad, pero no sabemos cómo.

Aprovechar la Colombofilia

Por eso resulta importante consultar el diccionario. El de la RAE indica que “colombofilia” es “cría y adiestramiento de palomas mensajeras” y “conjunto de técnicas y conocimientos relativos a la cría y adiestramiento de palomas mensajeras”. Si habláramos en españombiano, según el título del magnífico libro de Néstor Pardo, podríamos pensar que “colombofilia” es también una querencia apasionada por Colombia. Como el idioma es una máquina en invención permanente, basta entrar en Facebook (ahora Meta) para descubrir (con espanto) que existe una Asociación (por las fotos, gente encantadora) Colombófila Colombiana. Parece una intolerable redundancia. ¿O no lo es tanto? ¿Implica la nacionalidad la querencia cultural? Sabemos demasiado bien que no es así, pero visto desde fuera resulta llamativo ese rasgo tan común a españoles y colombianos de hablar mal de sí mismos, como una especie de velo impenetrable delante de los ojos, que impide ver lo positivo. La imagen de Colombia fuera del país y especialmente en Europa ha cambiado mucho y para bien en años recientes, pero da la sensación de que el empeño en contar sólo lo malo perdura. Obviamente lo contrario a que todo sea malo resulta falso, porque no todo puede ser bueno. Pero sin duda en este momento, a comienzos del 2022, tercer año postpandémico, existe una oportunidad para que la imagen de Colombia cambie y se fije en el imaginario global de modo que, por ejemplo, no se difunda más un estereotipo negativo contra el país y sus gentes que afecta todos los días. Hay que apostar por la complejidad y contar también realidades que cursan en positivo.

En contraste con cierta industria cultural de la pornomiseria narco que vende una imagen deformada -pero demandada- de Colombia, hay un empeño instintivo de muchos colombianos de a pie por mostrar un balance equilibrado. Es llamativa la necesidad de reconocimiento inmediato. En cuanto un extranjero desciende del avión en Colombia, le preguntan si se encuentra a gusto, lo cual es un contrasentido aparente, porque acaba de llegar. El visitante no puede haber formado todavía un juicio, pero el local avisa con amabilidad que espera una valoración positiva. Sin duda, es cuestión de tiempo que la logre.