En el último recodo del camino, Antonio Fontán pensó que sacar a la calle otra revista de pensamiento era una buena idea. Al país no le vendría mal que, en medio de cierto desconcierto, alguien ofreciese «un espacio dedicado al análisis de la realidad contemporánea y a la reflexión sobre ella en los órdenes de la cultura, de las mentalidades, del arte y de la política». No era una empresa sencilla, pero tampoco suponía volver a los tiempos heroicos de La Actualidad Española. Fontán tenía una gran experiencia profesional y algunas cosas que decir. En el fondo, esa búsqueda de la verdad a través de la reflexión le había acompañado toda la vida. Ya en 1956, en uno de sus primeros trabajos («Los tópicos y la opinión»), había escrito: «Tenemos un deber de claridad al mismo tiempo. Porque la historia es siempre irreversible y, en definitiva, lo que nosotros digamos o escribamos ha de ser el báculo en que apoyarán su vacilante caminar todos los hombres».
Ese espacio era como un fuerte en el camino de la conquista del Oeste ideológico, una empresa siempre inacabada en la que había que avanzar y saber resistir.
El socialismo se había quedado con la herencia de la llamada Transición. Tras las dos victorias electorales de Suárez, UCD había empezado su desintegración. Había sido, como tituló Rodolfo Martín Villa sus memorias de aquel periodo, «una empresa para la Transición». Pero el cóctel preparado por Suárez con la colaboración de diversos políticos centristas, a la izquierda de la Alianza Popular de Fraga y a la derecha del PSOE de González, se fue desestructurando, como algunos platos de la «nouvelle cuisine». La tortilla española (más bien una tortilla paisana, llena de ingredientes, y no la clásica francesa, el sobrio plato preferido y casi habitual de Adolfo Suárez), que era la Unión de Centro Democrático, se fue desintegrando. Francisco Fernández Ordóñez se pasó a los socialistas tras fundar un partido transitorio, provisional y polivalente, de esos cuyos militantes caben todos en un taxi, llamado PAD (Partido de Acción Democrática) y que en el fondo era un diminuto Partido Socialista deseoso de ser acogido en la casa paterna, como ya ocurrió con la formación de Tierno Galván. Otros, como Miguel Herrero, uno de los padres de la Constitución, descubrieron que el liderazgo de Suárez hacía aguas por todas partes. La metáfora del «ruido de sables» acompañaba el creciente malestar, que llevó a la enigmática dimisión de Suárez y dejó a Leopoldo Calvo Sotelo muy disminuido ante las elecciones de 1982, que supusieron un resonante triunfo para el hombre que se había apropiado del eslogan del cambio, Felipe González.
El rodillo socialista fue implacable. Tras su primer éxito en las urnas, y una segunda legislatura controlada por aquel abogado laboralista sevillano, al que en los tiempos peliculeros de una clandestinidad tolerada por el tardofranquismo se conocía por «Isidoro», Fontán decidió hacer algo: él y sus afines tendrían que opinar. Era como un torero retirado que vuelve a la arena. Así nació Nueva Revista, de Política, Cultura y Arte, un ambicioso empeño que, afortunadamente, le ha sobrevivido.
El primer número de Nueva Revista salió a la calle en febrero de 1990 y fue presentado en sociedad el día primero de ese mes con un cóctel al que asistieron los miembros del amplio consejo editorial (que entonces eran 32, pero que fueron aumentando con el tiempo), políticos, académicos, empresarios, periodistas, diplomáticos, amigos y viejos lectores del periódico que había dirigido Fontán y había saltado por los aires hacía quince años, pero que durante mucho tiempo, como se comprobaría más tarde, mantendría flotando en el ambiente la nube provocada por su voladura.
En una de las fotos de la reseña del acto, publicadas en el número de marzo de Nueva Revista, Fontán levanta la copa brindando por el futuro de la publicación, rodeado del ambiente feliz que acompaña este tipo de actos a los que acude «el todo Madrid». Antes había explicado las pretensiones de la naciente publicación con un breve discurso que era un trasunto del primer editorial, titulado, significativamente, «Libre y plural»: «Nueva Revista se propone ofrecer un espacio de reflexión y un lugar de encuentro en torno a las cuestiones políticas, culturales, sociales, artísticas y económicas que afectan a nuestra vida de españoles responsables de finales del siglo XX. Queremos examinar, ahondando en ello, lo que pasa entre nosotros y por qué, e interpretarlo y contribuir con nuestros análisis a la modernización de la mentalidad española. Los promotores y realizadores de Nueva Revista participamos de una visión del mundo que se inscribe en las coordenadas de un liberalismo español, solidario de la historia y que proclama sin rebozos su respeto y su fidelidad en relación con los valores de la tradición cultural de origen grecorromano, enriquecida y sublimada por el cristianismo, que definen la civilización de Europa y, en general, del hemisferio que suele llamarse occidental. Hay otros espacios culturales que también nos interesan y que aspiramos a comprender y a valorar. Pero el nuestro es, al fin y al cabo, el de la tierra física y de la tierra histórica de nuestras raíces, el del suelo en que se asientan nuestros pies».
Un hombre con bigote oscuro, de mirada honda y escrutadora, le observaba desde el fondo del salón del hotel Villa Real de Madrid. Era José María Aznar, que, seis años más tarde, llegaría por fin al Palacio de la Moncloa, armado de la ardiente paciencia que, según el poeta Rimbaud, (como había recordado Pablo Neruda en su espléndido discurso de recepción del Nobel en 1971) era necesaria para entrar, al amanecer, en las espléndidas ciudades.
Fontán ya no aspiraba a conquistar nada. Solo, como el Nobel chileno que había citado al desdichado poeta francés en su discurso de Estocolmo, «a cantar y a que tú cantes conmigo». El poder y las espléndidas ciudades, que lo conquistasen sus amigos y discípulos. Y así pasó. En los equipos que accedieron a las tareas de Gobierno con José María Aznar tuvieron una presencia destacada los que algunos llamaban «los chicos de Fontán». Aznar conocía muy bien la historia de Fontán y el diario Madrid. Con ocasión de la entrega del IV Premio de Periodismo Rafael Calvo Serer a José Javier Uranga, en 2003, destacó la labor de los profesionales que trabajaron en el periódico, que «resistieron con coraje moral y personal frente a los que querían hacerlos desistir de sus ideas y pagaron por ello un alto precio».
La experiencia de Nueva Revista, como la de tantas publicaciones, ha sido un duro camino, con dificultades crecientes, pero con satisfacciones indudables.
Ser una revista cultural desde la orilla conservadora, en un país donde el llamado progresismo parecía una mercancía de consumo obligatorio, tenía un objetivo claro: que se viera que, frente al pensamiento único, había discrepancia y pluralismo. Nueva Revista se movía con eficacia en un terreno pantanoso. No era ruidosa ni pedante. En vida de su fundador (que contaba 66 años cuando lanzó la publicación) se alejó tanto del sectarismo dominante como del complejo de inferioridad. Los consejos de redacción, presididos por la figura patriarcal de un Fontán en aparente buena forma física, que tenía buen apetito y al que quizá le sobraban algunos kilos, iban seguidos de animadas cenas en el restaurante Jai Alai, en las que se pasaba revista a la vida nacional.
La colección personal de Fontán de la revista, encuadernada en tela y cuero negros, con letras doradas y las iniciales A. F. en el lomo, ocupa una pequeña estantería en la sede de la Fundación Diario Madrid. Repasar esos tomos es como asomarse a la historia reciente de España y a los problemas de nuestro tiempo.
En el número 91 de la revista, correspondiente a los meses de enero-febrero de 2004 (la publicación había pasado a ser bimensual en su decimoquinto año, porque empezaba a ser económicamente muy gravosa), Antonio Fontán conmemoraba la efeméride con un artículo titulado «Nueva Revista, año XV», en el que volvía a resumir lo que dijo en la presentación a principios de febrero de 1990, «en un acto sencillo, pero bastante concurrido», definiendo a la revista como «libre y plural, sin adscripción a partidos políticos u otras disciplinas ideológicas», condiciones que, según Fontán, se habían cumplido con bastante rigor. «No quería ser la empresa de una persona ni una bandera a la que apuntarse», señalaba, «sino un lugar de encuentro de periodistas, políticos y profesores universitarios que compartían análogas convicciones acerca de unos cuantos principios».
Tras recordar que varios de los miembros del consejo editorial habían hecho algo parecido, veinte años antes, en el Diario Madrid, y resumir esos principios en tres —la solidaridad, sin confesionalismos, con la cultura cristiana; el renovado patriotismo democrático español y el liberalismo político, económico y social con toda la gama de variedades dignas de ese nombre—, Antonio Fontán repasaba la amplia nómina de responsables de la revista, los socios de la empresa editorial, la variedad de colaboradores y articulistas y, sobre todo, el amplio mosaico de temas que habían aparecido en sus páginas (cerca de 3.000 trabajos en catorce años), en los renglones de la poesía, las bellas artes, el cine, la música, la economía, la religión, la ciencia y, por supuesto, la política.
Nueva Revista ha contado con varios directores (Antonio Fontán, Pilar del Castillo, Rafael Llano y Álvaro Lucas) y un consejo de dirección del que han formado parte Manuel Fontán del Junco, Manuel Barranco, Javier Gomá, Rafael Llano y Julio Martínez Mesanza. Todos coinciden en destacar el ambiente estimulante que rodeaba aquella empresa, hecha, como escribió Fontán, «sin estrechos ni miopes sectarismos de escuela».
Hoy Nueva Revista es una publicación de la Universidad Internacional de La Rioja (unir), y su director-editor es el catedrático de Universidad, filólogo y profesor de Investigación del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del csic, Miguel Ángel Garrido Gallardo, que, si cabe, ha acentuado el perfil científico y la exigencia cultural de la publicación. El profesor Garrido Gallardo no trató a Fontán en sus años primeros, pero «se lo sabe» muy bien: «Mucha gente me ha hablado de él, sobre todo como profesor: como el hombre que sabía latín, pero al que las circunstancias le empujan a hacer más cosas, al periodismo, a la política. ¿Eso es así?».
Le digo al profesor que sí que era así, claro. La famosa polipragmasia, que Miguel Hernández, el pastor de cabras que era sobre todo perito en lunas, resumía en un endecasílabo: «Un amor hacia todo me atormenta». A Antonio Fontán le interesaba casi todo y la política también, por supuesto, como tan reiteradamente se ha venido contando en esta crónica. Pero supo hacer de Nueva Revista una publicación tolerante («era tolerante con los intolerantes», me dice Garrido), que analizaba los grandes asuntos sin prejuicios y dejaba la letra pequeña de la política para las sobremesas de las cenas de Jai Alai.
Muchos de los «chicos de Fontán» siguieron yendo a esas cenas después de la conquista del ala oeste de la Moncloa, aunque algunos participaron menos, quizá para no contaminarlas de doctrina oficial. Garrido me había explicado qué era, según Fontán, lo esencial: «Fontán sentía un compromiso personal con la política, como parte de lo que tenía que hacer en la vida. Había que comprometerse con el servicio público. Él sostenía que lo importante era traer la democracia y, después, los matices».
A aquellos primeros quince años siguieron muchos días más. Si Claves (editada por Prisa) era una publicación afín al psoe, Nueva Revista lo era, prudentemente, al Partido Popular. Un día, en un consejo editorial, alguien planteó —con ese síndrome de Estocolmo ideológico que tantas veces aparece entre los conservadores— lo preocupante que era el desconcierto que vivía el Partido Socialista, hundido en las encuestas, sin liderazgo interno y dando bandazos en cuestiones esenciales. (Situación que volvería a vivir cuando, en plena crisis, con Zapatero imposibilitado para un nuevo mandato, Rajoy mandó a Rubalcaba a la oposición.) Fontán —«fortiter in re»— cortó la sugerencia de quien quería pedir ayuda para salvar al socialismo: «A Nueva Revista no le preocupa nada lo que le pase al PSOE».