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Paul Ricoeur, a la sombra de Mounier

Paul Ricoeur es uno de los filósofos contemporáneos más notables. Profesor en la Sorbona y en la Universidad de Chicago, ha sido miembro del Consejo de la Revista Esprit y dirige la Revue de Metaphysique et Mórale.

En su larga trayectoria (nace en Valence en 1913) se ha ocupado de la fenomenología, de la filosofía de la existencia y de la filosofía de la narración, en obras como «Lo voluntario y lo involuntario», «Finilud y culpabilidad», «La metáfora viva» o los tres volúmenes de «Tiempo y relato». En su último libro. «Soi méme comme un autre» (1991), en su búsqueda de la constitucción de una identidad personal que él ha llamado «identidad narrativa», Ricoeur ha profundizado aún más en su radicalidad personalista.

Paul Ricoeur participó en el seminario «Ética y Modernidad», dirigido por Manuel Maceiras.

P. Usted fue discípulo de Mounier, vivió en la casa que él había puesto para sus alumnos y fue compañero de Jean-Maric Domenach y otros intelectuales católicos franceses. Podíamos comenzar hablando de la influencia que hoy ejerce Mounier en los dominios del pensamiento o del lugar que el personalismo ocupa en vuestro sistema ético, sobre todo en relación a la consideración del sujeto. Asimismo, de la importancia de Mounier en su formación.

R. Yo era estudiante cuando tuve la enorme suerte de conocer a Mounier. Ocurrió cuando él acababa de publicar el primer número de la revista Esprit, que llevaba por título «Rehacer el Renacimiento». Comenzó entonces una profunda amistad que continuó hasta el día de su muerte, siendo él tan joven, en 1950. Cuando estuve más cerca de él fue durante los tres años inmediatos a la posguerra. Tengo ahora la ocasión de decir que los problemas planteados entre 1932-1936, problemas que tenían un sentimiento muy vivo de crisis de la cultura y de la civilización, recuerdan enormemente a los que ahora resurgen. Debido a ello, debido a esa semejanza, yo pude abordarlos con cierta confianza. Si queréis, en 1932 el problema era el avance de los totalitarismos y existía una duda enorme sobre la capacidad de la democracia para hacer frente a este peligro. Y hoy, cuando hemos finalizado este ciclo de la Gran Guerra y entramos en el ciclo de la renovación de Europa, surge la misma duda concerniente a la solidez de los valores de referencia, y con ella abordamos este periodo. Estoy muy impactado por la enorme semejanza entre los problemas de hoy y los de la inmediata anteguerra.

P. Mounier, aun en los peores momentos, mostró siempre una gran apertura hacia la Europa del Este. En sus obras completas hay ensayos dedicados a Checolovaquia una vez consumados los sucesos del año 48.

R. Es verdad. Por otra parte, la influencia de Esprit ha sido muy grande en Polonia y contó con nombres como el de Mazowiecki, que había sido amigo suyo. Ya en Esprit, en años diversos, se tuvo noticia de Geremek, Kuron, Michnik y de todos los grandes intelectuales polacos. Había, pues, una gran proximidad entre ellos y nosotros. Pero yo creo que es necesario resaltar el hecho de que ellos compartían con Esprit la idea de que no había que separar la idea de la reforma interior de la persona de la reforma de la sociedad. El equilibrio entre lo personalista y lo comunitario es, a mi juicio, muy importante. Y lo es, sobre todo, ante el peligro de, por un lado, el repliegue sobre la vida privada, el individualismo y el consumismo que retira a la democracia los soportes del compromiso del ciudadano, y, por otro, frente al sutil totalitarismo del reino de los expertos. El sentimiento comunitario es el sentimiento de la unión con los otros y de la deuda que tenemos contraída con los pobres, tal es el sentido de la vida asociativa. Lo que yo he amado tanto en Mounier ha sido el sentimiento de que la cultura de la interioridad personal, espiritual, no era contradictoria con un compromiso social muy vivo.

P. ¿Usted cree que su sistema ético explicitado en «Soi méme commme un autre» tiene raíces personalistas?

R. Completamente. Yo he definido la estructura ética de la persona en tres términos: el deseo de una vida plena con y para los otros dentro de instituciones justas. Y usted encuentra estos tres elementos: la anterioridad, la solicitud de un «otro» muy preciso y el sentido de la justicia. Yo doy una gran importancia a esa relación entre los tres pilares básicos.

P. Pero esa ética del diálogo del sujeto con el otro guarda alguna relación con la «acción comunicativa» de Habermas.

R. Sí, hay alguna proximidad en el sentido de que la interacción comunicativa se sitúa en un primer plano. Pero la diferencia con Habermas radica en que él parte del ideal, muy abstracto, de una sociedad de la comunicación ilimitada. Y su gran rémora, si así pudiera decirse, va a consistir en cómo descender desde la altura de estos principios a los problemas concretos de comunidades históricas que no son sociedades universales de comunicación. Yo no afirmo esto como una objeción absoluta hacia Habermas, sino, simplemente, para señalar posturas diferentes, puntos de arranque distintos. Mounier partía, y creo que hoy seguiría partiendo, de problemas mucho más concretos. Por ejemplo, le preocuparía profundamente cómo ligar una economía de mercado a un sistema de protección social muy avanzado como el cristianismo, que ha devenido minoritario en Europa, y realiza su función en la sociedad civil aportando proposiciones aceptables para los otros.

P. En la modernidad, en nuestra época, ¿puede triunfar una ética de profundas raíces cristianas?

R. El problema estriba en crear, desarrollar y mantener una ética común a todos los hombres que repose principalmente en la prioridad de las personas sobre las cosas. A esta ética, nosotros, los cristianos, podemos aportar motivos o razones que los no-cristianos no poseen.

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