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Si el poemario Los mapas interioresse abre con una borgiana cita sobre la crisis de las disciplinas geográficas no es por accidente o por simple laudatio al viejo maestro. Su pro­ pio autor, Juan Van-Halen,  ha confesado, paladinamente,  que lo borgiano es el paisaje del libro; no sus espacios interiores. Porque acaso en este texto, premio Rafael Alberti, que viene a sumarse (si se puede hablar de matemáticas en poesía) a más de quince libros de lírica, una novela, varios ensayos y una buena cosecha de relevantes premios literarios, podría pensarse que su autor  consigue  con  plenitud  mostrar aquello que lo distingue y señala entre los creadores de su generación. Se trata de su particular transvaloración de aquel tradicional sistema hegeliano en el que la lírica era el polo opuesto de la narrativa, la primera por subjetiva y la segunda por objetiva.

Porque Juan Van-Halen sabe combinar, como casi nadie de las últimas vanguardias poéticas, lo externo y lo interno, tradición y emoción (y así, de forma sabia, está expuesto en el prólogo que escribió Luis Alberto de Cuenca en su antología de la obra lírica de Van-Halen, La piel del agua), amor a la geometría y pasión por las fuentes ocultas del corazón. De ahí mi afirmación al principio de que, para el lector atento, tanto el título como la cita  introductoria son elementos que le pueden guiar hasta las últimas intenciones del escritor, que ya en la estructura del libro encabalga poemas de textura histórica («Inscripción en la tumba de Fernando Pessoa» o «Recordando al brigadier Van-Halen en los campos de Peracamps»), con invenciones de la realidad (la magnífica serie de «Espejos»), o los buceos de la interioridad («Los límites del beso» y «La rosa en el viejo libro»). Y todo ello -y ahí también descubrimos la «reliquia de las disciplinas geométricas» de la cita de Borges- sirviéndose de una métrica sutil y cuidadísima, y a través de sonetos, cuartetos al modo inglés, en­ decasílabos…

El autor quiere que el lector le re­ conozca en la bifurcación de sus senderos, pero que también se reconozca a sí mismo. Por ello, en el último poema del libro, admite que sus palabras son «herramientas de un ávido conjuro» y que nacen de un «inconstante manantial», cerrando el ciclo iniciado con el primer poema, donde se precisa que «los mapas interiores crecen», con esa tentación de oscilar en los límites que caracteriza a la obra de Van-Halen, que así ya podíamos ver en  uno de sus libros iniciales y que a mí más me gustan: «La frontera», de  1967.

El autor, periodista, viajero, heredero de personajes vitalmente literarios -el barojiano Van-Halen-, conocedor de los vericuetos políticos, indagador de sus propias máscaras, intuye que lo primero que hace todo buen caminante es comprar mapas. Sin embargo, luego, según  el audaz consejo de Nietzsche, ha de tirarlos para poder hacer los suyos propios en su corazón: cuidando del alba que vence, en «Esas pequeñas  cosas»;  urdiendo  laberintos donde esconderse, en «Buscadme en la Biblioteca» o, al fin, luchando contra el tiempo, en «Todo fue escrito».

Obra poética en la frontera, la lírica de Juan Van-Halen es, quizá, uno de los más ricos testimonios de su tiempo (como se puede ver, por ejemplo, en el Cuaderno de Asia, reciente­ mente reeditado), donde la alta telaraña de la sabiduría verbal caza continuamente el fugaz  sentimiento,  con los espejos, al fondo, de cierta desesperanza cernudiana y el hálito amoroso de Salinas.

Porque, al fin, es la  indagación que se realiza en ese continente perdido del corazón, en esa África inexplorada de las pasiones,  la que va levantando las coordenadas de un verdadero imperio por decubrir, allí donde el arte de la coreografía logra tal perfección que el mapa de una provincia ocupa toda una ciudad, y el mapa del imperio, toda una provincia, bajo las inclemencias del sol y de los inviernos, en las despedazadas ruinas de todos los mapas anteriores.

Crítico literario