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A pocos kilómetros de Orense, en la cima de un monte desde cuyas estribaciones se divisa el cauce majestuoso e imponente del Miño, tenía don Ramón Otero Pedrayo su pequeño pazo rural. Poca cosa. En contra de lo que parece sugerir la resonancia aristocrática del nombre, nada en su arquitectura hace pensar en un palacio. En el exterior, sólo el corredor de madera pintado de verde que acota la solana, y que fue diseñado por Castelao, le confiere un cierto rango de superioridad jerárquica frente a otras casas grandes de la zona. En el interior, nada hay que lo diferencie, a no ser la amplitud de las habitaciones y la calidad de algunos muebles, de cualquier vivienda campesina habitada por una familia de renta media o alta.

Por supuesto, en la casa, y éste es otro detalle que la singulariza entre todas las demás, en un pequeño cuarto situado encima de las cuadras, hay una biblioteca. No es muy amplia, aunque sí selecta, con un número considerable de libros que hov podrían llamar la atención por su rareza. En una estantaría de madera de castaño, sobre el lienzo de pared que queda a la izquierda según se entra, se ve un ejemplar manoseado del Ulyses de James Joyce. Está allí desde 1923, poco más o menos. El mismo Otero Pedrayo tradujo algunas de sus páginas al gallego en el año 1926 y las publicó en «Nós», la revista cultural más importante de la Galicia de su tiempo. Algunos pensarán que se trató de una extravagancia.

Tal vez. Por lo menos, si se tiene en cuenta que era la segunda traducción parcial que se hacía del célebre y polémico libro de Joyce, hasta entonces sólo vertido fragmentariamente al francés por Valéry Larbaud en 1922 y publicado también en una revista, l.a Nouvelle Revue Française. Mayor extravagancia aún, si se piensa que el capítulo elegido por Otero Pedrayo fue ni más ni menos que el XVII, uno de los preferidos por el novelista irlandés, que un día se refirió a esa parte de su novela como una sublimación matemático – astronómica – físico – mecánica geométrica química de Bloom y Stephen: y que si tenemos en cuenta el paralelismo con (a Odisea, la acción de esas páginas se desarrolla en la ítaca del mito homérico.

Hablar en gallego

Homero, ítaca, Bloom, sublimación matemático-astronómica.,. ¿qué diría el viejo Tenacio, un fiel criado de Otero, que mientras el señor estaba encerrado en su cuarto de los libros ocupado en tan prestigiosos menesteres, apenas un par de metros por encima de su cabeza, cuidaba él de vacas y cerdos, preparaba las hoces y restauraba con mimbres la cesta rola de recoger las patatas? Por las noches, después del trabajo de la jornada, cuando amo y criado se sentaban al fuego en la cocina, mientras el viento y la lluvia alborotaban y sembraban el miedo en la oscuridad medieval de la aldea, el uno podría pensar en las dificultades de traducir a Joyce al gallego; el otro no dejaría de considerar los problemas que planteaba conseguir un buen injerto. Ambos hablaban en gallego.

Ese era el lazo que los unía. Para el criado, un hecho natural, su habla de siempre, una jerga paleta que no servía ni en la iglesia ni en la escuela, pero la única que podía utilizar para expresarse. Para el señor, una lengua que no era la suya propia, ni la de sus padres, pero que cultivaba literariamente desde que en el año 141K, después de un viaje de Francesc Cambó a Galicia, decidió cambiarla por el castellano, la lengua en que había escrito sus primeras paginas inéditas, en pleno triunfo y prestigio del modernismo. Privada de ninlas v nenúfares, con el olor del estiércol subiendo desde el establo a la biblioteca, el refinamiento cultural de Joyce debía contribuir a perfumarla, a arrancarla de la tosquedad campesina de la que nunca había salido. Ése era el propósito de Otero. Más de cincuenta años después, un rosario de escolares de toda Galicia circula en peregrinación todos los inviernos por la casa solariega de Ramón Otero Pedrayo, actualmente convertida en museo. Ellos, y probablemente tampoco sus profesores, no saben, cuando éstos les explican algunos aspectos de la vida y la obra del ilustre escritor, que el coqueto salón de actos en el que transcurre la lección, antes era la cuadra. Todos ignoran además que cuando Otero Pedrayo iniciaba sus primeras conferencias en gallego, incluso sus más fervientes admiradores de! Liceo de Orense, o del Club, se miraban unos a otros con una sonrisa cómplice para subrayar la curiosidad o la rareza de que un hombre sabio en varias lenguas y culturas tuviese aquella manía de querer convertir en lengua de cultura el idioma tosco de los criados.

Al terminar la lección, estos muchachos de hoy se dispersan en pequeños grupos. Unos suben a ver la casa del escritor; otros pasean por la huerta; muy pocos compran algún libro en las dependencias del museo. Lo que esperan con más inferes es Ja hora de bajar a Orense, dar unos paseos por la ciudad para situarse en un ambiente y preguntar después por los lugares de moda. A media tarde, entrarán en las discotecas. A las diez, los más diligentes llegarán los primeros a los autobuses. Una hora más tarde, irán apareciendo los remolones o los que son capaces de enamorarse en una larde. Una vez que todos estén dentro, contados y acomodados, el conductor pondrá los primeros vídeos o las primeras cintas de música. Eso bastará para animarles hasta llegar al destino.

Al día siguiente, en la clase de gallego, los profesores que promovieron la excursión. harán con fe, algunos incluso con entusiasmo de militantes de una causa en la que creen, la recapitulación pedagógica de lo que han visto el día anterior. Durante una ñora. Otero Pedrayo, el Ulyses de Joyce, la revista Nós, la generación que lleva el mismo nombre V otros datos relacionados con aquella época ocuparán de nuevo su atención, esta vez sin la novedad del viaje, ahora en condiciones de igualdad con la his toria, las matemáticas, la física o la filosofía. Es decir, con la conciencia de que todo lo que puedan aprender sobre literatura gallega. en realidad, les va a servir de muy poco el día de mañana. Un poco menos incluso que la literatura española, que están convencidos de que no les sirve para nada.

Es cierto que les parece normal que el gallego sea materia de estudio en las escuelas. Tampoco tienen nada en contra de que algunos profesores, más bien pocos, les expliquen sus asignaturas en la lengua del país. Desde que nacieron ha sido así y no se sabe bien por qué habría de ser de otra manera. Después de todo, la elaboración de los programas escolares no les compete y si por cualquier motivo impensable o pintoresco, algún día llegaran a tener opinión al respecto. se quedarían con las asignaturas prácticas. Los de letras, ya se sabe, abogarían por mantener algunas disciplinas inútiles, pero es que resulta inevitable que se deje algo para aquellos que, por alguna razón, no son capaces de enfrentarse a las matemáticas o la física.

Utopía realizada

Si a esto se llama la normalidad, no hay duda de que la cultura gallega, hasta hace poco convertida en objeto de veneración en ¡as catacumbas, goza del prestigio con que cuenta la vida que transcurre al aire libre, en la superficie. El viejo ejemplar inglés del Ulysses propiedad de Otero Pedrayo, gracias a una generosa subvención del gobierne) gallego, ya no se guarda encima de la cuadra que cuidaba el viejo criado Tenacio, sino que ahora descansa sobre la atmósfera impoluta, perfumada en los días de fiesta con un ambientador que huele a flores, de un hermoso, funcional y aséptico salón de actos que preside un moderno retrato del dueño de la casa. Desde luego, a los hombres de la época de Otero ése les hubiera parecido un sueño o una utopía absolutamente irrealizables.

En parte, entregaron sus vidas a esa causa. El modesto régimen autonómico que se afanaban en conseguir en 1936. cuando aquel viento huracanado de la historia arrumbó con tantas cosas, hubiera sido, tanto en el orden de las competencias como en el de los presupuestos o la atención a la cultura gallega, un pálido reflejo del actual. Aquella era una Galicia infinitamente más pobre, y las personas, entidades y organizaciones políticas y sociales que estaban a favor de la recuperación de la lengua y la cultura del país no eran más que una minoría que ni siquiera las nieblas del pasado, que tantas veces acostumbran a engrandecer hechos históricos intrascendentes, se atrevería a convertirla en algo más que una simple anécdota.

Y sin embargo, la utopía hubiera sido entonces más fácilmente realizable. La cultura humanística gozaba de una veneración que hoy casi nadie le profesa, cuando la técnica se ha visto favorecida por el prestigio que le otorga la eficacia. Al abrigo de aquel manto protector, amplio y generoso, se acogía la cultura gallega, que. procedente del campo humilde de la tradición campesina, ¡letrada y oral, aspiraba ¿i conseguir un puesto al lado de las demás culturas de Europa, rodeadas por el nimbo y la aureola de un pasado glorioso basado en la escritura. Para hacer méritos a favor de su país. Otero Pedrayo traducía en su casa de Trasalba un capítulo del Ulyses, entonces considerado una de las manifestaciones más eminentes de la modernidad.

Hoy se ha convertido en un simple episodio curioso que ya no es preciso citar como prueba de que la lengua gallega ha salido del ámbito rural en que fue cultivada y estuvo durante siglos, sin otra manifestación culta que la producción de sus poetas, insuficiente entonces para conquistar el estatuto de un idioma normal Esa batalla hace tiempo que fue ganada. El gallego figura desde hace años, no sin esfuerzos, en el mapa de la Romanía. Es la lengua de la Administración autonómica, del Parlamento y la Universidad. Y como corona de gloria, dispone de una cátedra en la Universidad de la Ciudad de Nueva York, además de un lectorado en la Universidad de Oxford. No hace falta añadir más pruebas a la evidencia.

Lo que ocurre es que el prestigio está hoy en otro lugar y ya no corresponde a las lenguas. que son meros instrumentos o herramientas materiales al servicio de esa vastedad informe y poderosa que llamamos comunicación, ni a la literatura, un adorno cada vez más costoso dado el alto valor que ha adquirido el tiempo, esa condición necesaria para leer. Un tiempo que le sobraba a Ramón Otero Pedrayo, señor de la aldea, en donde los días se alargaban siguiendo el ritmo pausado de las horas y la lentitud armoniosa de las estaciones. Por supuesto que eran otros tiempos y que nunca más van a volver. La verdad es que. de habérselo propuesto, hubiera sido capaz de traducir el Ulysses entero. Un prestigio entonces, una simple curiosidad en el mundo de hoy.