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“¿Para qué sirve la crítica literaria? Es pregunta que vale la pena plantearse una y otra vez, aunque no hallemos una respuesta satisfactoria”. Así comienza el conocido ensayo de T.S. Eliot, Criticar al crítico, cuyo título, tan dado a malinterpretaciones, no debe llevar a engaño: lejos está el autor de los Cuatro cuartetos de ofrecer un panfleto en contra del ejercicio crítico; teniendo sobre todo en cuenta los capítulos analíticos que componen el ensayo, bien podría decirse que Eliot realiza un ejercicio de desmitificación de su propio trabajo crítico, ejercicio al que aludirá, algunos años después Paul de Man en Crítica y crisis: “la literatura llega finalmente a lo suyo, llega a ser auténtica, cuando descubre que la posición de privilegio que pretendía a favor de su lenguaje no era sino mito. La función del crítico se hace entonces extensiva a la intención desmitificadora que se encuentra presente de manera más o menos consciente en la mente del autor”. La función de la crítica puede así definirse como el mostrar las aporías del lenguaje o, en palabras del autor de Crítica y crisis, el mostrar la no fiabilidad del lenguaje en su estructuración y, consecuentemente, la aporética naturaleza lingüística de las obras, construcciones que el crítico desgrana en su adentrarse lingüístico y estructural a las mismas. Sin embargo, la propuesta de Paul de Man o las mismas palabras de Eliot, ¿identifican aquello que comúnmente se entiende por crítica literaria? Si, como afirmaba Eliot, la pregunta en torno a la crítica es una pregunta destinada a su no resolución, ¿permanecemos en un torniquete de la indefinición? “La mejor crítica es la que es amena y poética; no es esa otra, fría y algebraica, que, bajo pretexto de explicarlo todo, no siente ni odio ni amor, y se despoja voluntariamente de toda clase de temperamentos”, escribía Charles Baudelaire en 1846 en un breve artículo de elocuente título: ¿Para qué la crítica? Como Eliot, el autor de Las flores del mal se interroga sobre el ejercicio crítico y su funcionalidad, un interrogante que, además, Baudelaire plantea siendo consciente de que hablar de crítica implica, por lo menos, abrazar dos acepciones que, reunidas en un mismo signo gráfico, aluden a dos realidades distantes: “la crítica debe ser el cuadro reflejado por un espíritu inteligente y sensible”, comenta el poeta, para quien este “género de crítica está destinado a los libros de poesía y a los lectores poéticos”, mientras que la “crítica propiamente dicha”, continúa Baudelaire, “para ser justa, es decir, para tener su razón de ser, ha de ser parcial, apasionada, política, es decir, hecha desde un punto de vista exclusivo, pero desde el punto de vista que abra el máximo de horizontes”. Baudelaire define la verdadera crítica como una crítica que tiene su razón de ser, pero ¿cuál es actualmente su razón de ser? Y, sobre todo, ¿qué entendemos hoy en día por una “crítica propiamente dicha”? Como parecía vislumbrar Eliot en los años cincuenta, la pregunta en torno a la crítica no sólo está condenada a reproponerse, sino que parece atraparnos en un torniquete interrogativo.

 “La crítica literaria es una forma particular de lectura (metódica, relacional, creativa y, sólo si se descuida, dogmática)” afirma Nadal Suau, que de inmediato matiza: “lo que se ejerce en la prensa es un oficio muy relacionado con la crítica, pero que también tiene mucho de periodismo”. Suau apunta a una divergencia entre el ejercicio de crítica literaria y el ejercicio que, si bien emparentado con aquel, se realiza en la prensa: “el campo semántico del término crítica es muy extenso, y, si nos ponemos rigurosos, no cabe poner en un mismo plano, ciertamente, un ensayo crítico de T. S. Eliot y una reseña de suplemento”, apunta Ignacio Echevarría, que, sin embargo, observa cómo, si bien aceptando la incuestionable separación de planos entre el ensayo crítico y el ejercicio crítico periodístico, “cuando hablamos de la crítica coloquialmente, todos entendemos que aludimos a la crítica periodística, la única que, dentro de lo que cabe, tiene cierta influencia”. ¿Es la crítica periodística aquella “crítica propiamente dicha” a la que aludía Baudelaire? ¿Es, asimismo, a la crítica periodística a la que aludía no de forma particularmente complaciente el poeta francés cuando, en la introducción de Salón de 1845, señalaba que lo que allí iba a decir “no se atreverían a imprimirlo los periódicos”?

 “Hace no mucho leí un librito de Reich-Rainicki que ponía de manifiesto que ya en Alemania, ¡en el siglo XVIII!, existían las mismas miserias en la crítica literaria que hoy día en España”, nos comenta Fran G. Matute, que parece no sorprenderse del carácter crítico, incluso, polémico de Baudelaire hacia el ejercicio de la crítica, aparentemente condenado desde siempre a estar rodeado de un halo de descrédito. Sin embargo, para Matute el caso español es particularmente desesperanzador y la crítica literaria no es más que un reflejo del contexto social en el que, como apunta el crítico de Sevilla, son muchas las piezas por pulir: “en España falla todo: desde las escuelas que no son capaces de formar a los lectores; desde las editoriales que publican textos de escasísima calidad, que por inercia hacen bajar el listón de las expectativas de los lectores; desde esos mismos lectores que no se rebelan ante lo anterior; desde los medios que convierten la crítica y el periodismo cultural en un mecanismo más de promoción; desde los críticos que no respetan a los lectores…”. El escritor y crítico Luisgé Martín suscribe las palabras de Matute: “creo que la crítica que se hace en España no brilla por su calidad. Está contagiada de muchos males: mediocridad, academicismo, subjetivismo fundamentalista, amiguismo, pereza”. El autor de La vida equivocada encuentra en su doble posicionamiento –como crítico y como escritor- el beneficio de “ponerme en el lugar de aquel a quien critico. Entender todo lo que ha sido puesto en esa obra y esquivar el instinto depredador. Sobre todo guardar el respeto que merece el autor, incluso en libros que me parecen fallidos o menores”.

 Luisgé Martín no es el único escritor que se dedica a la crítica literaria, son muchos los autores que semanalmente firman reseñas en los distintos suplementos literarios y, en cada uno de los casos, se pone la misma pregunta: ¿Cómo mantenerse en la objetividad y la neutralidad cuando se es susceptible, a su vez,  de ser objeto de crítica? “No reseño nunca a amigos, evidentemente, sino a autores a los que no conozco, por una evidente razón de higiene y honradez”, comenta el escritor y crítico Antonio Orejudo. Narrador, crítico en la prensa escrita y autor de estudios críticos de Lope de Vega, Cervantes o Antonio de Guevara, Orejudo es consciente no solo de las distintas acepciones del término crítica, sino también de la distinta función y, consecuentemente, de las distintas problemáticas de cada una de las acepciones: “la crítica de periódicos se dirige a un público general,  sin conocimientos especializados” y, por tanto, “debe proporcionar información objetiva del libro, pero también debe emitir un juicio y sobre todo debe defender al lector de la propaganda, de los falsos prestigios, del bullying cultural”. Por ello, Orejudo, subrayando que “nunca me he sentido presionado”, no solo evita escribir acerca de las obras firmadas por amigos, sino que a veces publica sus lecturas con el objetivo de “hacer un bien a la comunidad para que los lectores no compren un libro por la presión del  mercado cultural, sea quien sea el que lo haya escrito, sino porque el libro (a mi juicio, evidentemente) resulta interesante por alguna razón”.

 De las palabras de Orejudo se desprende un compromiso con respecto a la tarea crítica que sobrepasa el mero ámbito estético para constituirse como un discurso que desde la autonomía de quien escribe se imponen a los condicionantes del mercado cultural y a las estrategias promocionales que lo conforman. Y hablar de estrategias promocionales no es solamente referirse a las campañas –legítimas- de las editoriales, sino de todos los mecanismos y a todas las estructuras –desde los propios suplementos literarios hasta los críticos amigos- que intervienen, sin duda no desinteresadamente, en dicha promoción: “la clara connivencia que pueda existir entre ciertos medios y ciertas editoriales, entre ciertos críticos y ciertas editoriales”, comenta con particular explicitud Matute, “anula automáticamente los contenidos, por muy honestos que sean o pretendan ser”.

Como Orejudo, como Nadal Suau o como el mismo Fran G. Matute,  la periodista y crítica Laura Fernández niega haber recibido nunca presión alguna: “nunca he tenido ningún tipo de presión directa por parte de los suplementos ni de las editoriales, aunque sí que una vez que han salido las críticas, me han escrito de la editorial preguntándome por qué no me había gustado, y diciéndome que, en algún caso concreto, era la única a la que no le había gustado el libro en cuestión. Pues muy bien, es lo que me pareció, les dije en ese caso”. En perfecta sintonía con Fernández, aunque poniendo el foco en el periódico y no en las editoriales, Jordi Amat confiesa que “En el Cultura/S siento que disfruto de una libertad de opinión notable. El diálogo con el responsable del suplemento cultural es constructivo en el mejor sentido de la palabra. Y en la relación con el periódico existen implícitos que asumo con relajada complicidad. No me siento sumiso, pero tampoco soy un kamikaze”. Y puede que precisamente la clave esté en estos “implícitos” a los que alude Amat, a ese no ser sumiso, pero tampoco kamikaze, puesto que no resulta en absoluto revelador afirmar que no es necesario recurrir a presiones fácticas para poder hablar de presiones. Si bien es cierto que Echevarría comenta que “por desgracia, la crítica es en la actualidad algo demasiado irrelevante como para ser objeto de presiones o de censuras significativas”, la existencia de las mismas no puede ser negada y, asimismo, la connivencia de intereses a la que aludía Matute adquiere una particular relevancia en cuanto subterfugio para obtener beneficios críticos sin tener que optar por presiones o censuras particularmente llamativas. Por ello, irremediablemente vuelve a plantearse la pregunta acerca de la neutralidad cuando la amistad, el compartir editorial o el formar parte de un mismo grupo configuran el contexto desde el cual se escribe.

 “Es inevitable que alguien que escribe recomiende la obra valiosa de amigos, pero si engaña hace un flaco favor al amigo, al posible lector y a sí mismo”, señala Antonio Rivero Taravillo, cuyas palabras pueden ser apostilladas por las de Luisgé Martín, que, consciente de las implicaciones que puede tener la amistad con el autor reseñado y al engaño al que dichas implicaciones pueden llevar, recuerda que “en Babelia, por ejemplo, existía la norma de no criticar obras de tu misma editorial. Los afectos, los intereses creados, las vecindades… son terribles en este oficio. Las susceptibilidades envenenan relaciones que merecen la pena. De modo que soy partidario de los controles de rigor”. De susceptibilidades habla también Taravillo al sostener que “hay autores ególatras que el más mínimo reparo se lo toman como un ataque personal”, pero, como se deduce de las palabras de Amat y de Martín, en cuestiones de crítica literaria, las susceptibilidades son solo uno de los elementos, quizás incluso el menor de ellos: “el problema de la crítica, creo, es un problema de la dimensión de nuestro sistema cultural en que dicha crítica se inscribe. Se trata de un sistema más bien reducido donde hay poco que repartir y todos, más o menos, sabemos quiénes somos y todos, coincidimos aquí y allí, y, además de críticos, escribimos libros que también serán reseñados” comenta Jordi Amat. En efecto, los “implícitos”, los interrogantes ante una crítica no elogiosa, el autocontrol o la norma, destinada solo a los autores-críticos, de no criticar autores de tu misma editorial – ¿no cabría también mencionar  la paradójica coincidencia de recomendar los libros del grupo empresarial al que pertenece el suplemento?- son expresión de los muchos contaminantes de los que el crítico, en nombre de su coherencia y honestidad personal, debe protegerse. Al respecto, Nadal Suau es particularmente elocuente: “a mí me parece que en la crítica española hay una cantidad de amiguismos, corporativismo y rencor muy similar a la que se da en casi cualquier otra parte”. Ante estas constataciones compartidas,  Taravillo sostiene que “habría que insistir en que lo que de verdad importa es el texto, con sus virtudes o defectos, que suelen venir combinados. Leyendo una publicación modélica, el Time Literary Supplement, se ve que el crítico puede, y debe, mostrar los flancos débiles del libro, sin dejar de señalar sus puntos fuertes. De lo contrario, le estaríamos pidiendo a la crítica lo que Coleridge pedía para la fe poética: la suspensión voluntaria de la incredulidad”.

Y es precisamente la incredulidad el sentimiento receptivo que despierta la crítica literaria –“ni los medios, ni los lectores ni siquiera los propios críticos parecen creer mucho en el sentido de la crítica”, apunta al respecto Echevarría-, una incredulidad, sin duda, motivada en parte por los fallos inherentes al propio sistema crítico, pero también por la consolidación de una serie de prejuicios, en absoluto inocentes, cuyo objetivo no ha sido otro que el desacreditar la crítica en tanto que expresión que, en su teórica y deseada independencia, debe contrarrestar, como bien apuntaba Orejudo, los mecanismos promocionales y, por tanto, debe ofrecerse, obviamente desde el honesto subjetivismo de quien firma la crítica, como ejercicio informativo para el lector y no como expresión de manipulación o de persuasión en nombre de unos intereses numéricos. “Para mí, la crítica que se ejerce en periódicos es necesaria para orientar al lector, pero también y sobre todo, en mi caso, que tengo la suerte de poder elegir los libros que reseño, para llamar la atención sobre ciertos títulos que no pueden pasar desapercibidos a cualquier amante de la literatura”, afirma desde Barcelona Laura Fernández. Es precisamente la idea de “orientación” aquella que más presente está para los críticos consultados, una idea que, plasmada de distintas formas, prevé, por una parte, un sentido de honestidad con respecto al lector –“el respeto al potencial lector, más que al autor, es lo que debería primar. Yo, honestamente, he procurado no vender carne por pescado” concluye Jordi Amat– y, por otra parte, un sentido de independencia, aceptando o gestionando los ambages del sistema que de forma más o menos explícita todos terminan por reconocer, con respecto a la opinión expresada. En este sentido, rechazar la opción de reseñar a amigos o a compañeros de editorial no es más que una manera gestionar los ambages que convierten la crítica no en expresión informativa y orientativa de una obra, sino en discurso construido a partir del objetivo que, a priori, se busca obtener, una gestión indispensable puesto que, como bien apunta Echevarría, “es tarea del crítico tratar de sortear mientras puede esas u otras limitaciones explíticas o implícitas que condicionan su trabajo, haciéndolas directa o indirectamente manifiestas”.

Dicho esto y asumido la ética rectora de la crítica literaria, ¿es posible concretar su “deber ser”? “Una buena regla sería ser riguroso, incluso severo, con los que ya gozan de prestigio, y benévolo, aun señalando las posibilidades de mejora, con los que empiezan. Y cierta proporción áurea, como la del número pi, para no ser repipi y siempre superlativo, recomendaría alternar con cada cierto número de críticas elogiosas alguna dura de un embeleco, preferiblemente que sea paradigmático de un vicio generalizado”, apunta Taravillo. Por su parte, Nadal Suau apunta: “la crítica tiene que distinguirse por completo de la publicidad. Una buena reseña muy positiva sigue sin ser publicidad del libro; una buena reseña muy negativa no es publicidad del crítico”: el objeto, concluye Suau, de la crítica, no es ni la promoción del libro ni la autopromoción del crítico que busca, a través de sus textos, construirse un personaje dentro del contexto. Tan nociva es la benevolencia como el ser un enfant terrible por principio: ambas estrategias, parece decirnos Suau, forman parte de un perverso mecanismo promocional en el que ni el texto ni el lector, en tanto que receptor, cuentan.  “Al escribir una reseña, yo intento sobre todo ser útil al lector y al libro. El escritor viene después”, concluye Nadal Suau en perfecta sintonía con lo dicho anteriormente por Fran G. Matute que, reclamando una crítica más rigurosa y lamentándose por la falta de “calidad objetiva”, recuerda el carácter subjetivo de todo ejercicio crítico, afirmando que “del mismo modo que un libro debe encontrar a su crítico idóneo, cada lector debería localizar a su crítico de cabecera entre los distintos periódicos o suplementos, porque al ser subjetivo hay de todo en la viña de Señor”.  Como Matute, Laura Fernández hace hincapié el carácter subjetivo de la crítica y la interrelación que se establece entre el crítico y el lector, una interrelación basada principalmente en la condivisión de gustos literarios: el crítico en tanto que “alguien que lee mucho y que lee bien, o eso creo, puede ejercer como prescriptor, pero sólo y sobre todo para aquellos que entienden la literatura de la misma manera en que la entiende el crítico en cuestión”.

 Sin embargo, de poco sirves estos apuntes si, ante todo, la crítica literaria no recupera, si es que alguna vez lo tuvo, un espacio central dentro del debate literario, si no recupera su papel de interlocutor riguroso y honesto de las obras, es decir, si no se (re)propone, como señalaba en una ocasión Terry Eagleton, como interlocutor del texto, como elemento indispensable del diálogo literario. “Mientras la crítica sea tomada como una tarea secundaria, al servicio de la industria editorial y de la divulgación cultural, poco cabe hacer” señala apropiadamente Ignacio Echevarría: “en el marco de la crisis que padece actualmente la prensa periódica es difícil señalar caminos. Tampoco internet ofrece por el momento un horizonte claro de actuación. En cierto modo, está todo por hacer, por reinventarse: desde los formatos y la retórica de la crítica hasta su modo de plantearse la relación con sus destinatarios. Lo que falta es imaginación y voluntad”.

 Frente a un todo por hacer, estos apuntes, en palabras de Gaziel, pueden no ser otra cosa que unas meditaciones en el desierto, en un desierto que requiere, retomando lo afirmado por Echevarría, imaginación y sobre todo voluntad. Puede que, en parte, todavía permanezcamos en un torniquete interrogativo ante una posible definición de crítica literaria, sin embargo, más allá de la perspectiva árida que la imagen del desierto evoca, la posibilidad de reinventarse resulta sin lugar a duda una ocasión excelente para poder realizar un ejercicio de auto-crítica y de análisis con respecto a lo que debe ser una crítica literaria rigurosa, orientativa e independiente. Para ello, no basta solamente con una reflexión por parte de los críticos literarios, sino que se requiere una toma de conciencia por parte de todos los mecanismos que componen la escena editorial-literaria, desde los periódicos hasta las propias editoriales, pasando indudablemente por los autores que, como señala de forma acertadísima Nadal Suau, si son inteligentes sabrás que “una reseña positiva pero tonta, errada en su lectura, perjudica mucho más al libro que una reseña negativa pero lúcida. Y que cuando aparece una reseña honesta y seria que discute aspectos de un libro, vale la pena atenderla con serenidad”. No se trata, en definitiva, de pretender una crítica literaria indulgente, amable o comprensiva con el incuestionable trabajo que supone todo acto de escritura; no se trata, tampoco, de pensar la crítica como un irremediable azote, más bien de entenderla como un ejercicio analítico-interpretativo, como una lectura atenta que desde la honestidad y teniendo como objeto de análisis el texto –la crítica literaria nunca puede ser ad hominem-, busque de orientar al lector en una escena literaria donde los excesos de novedades son solo comparables con la virulencia de determinadas campañas de marketing, ese bullying al que aludía Orejudo, que lejos de proponer lecturas, proponen la compra por inercia de libros reconvertidos en meros productos para cuadrar cuentas. Frente a ello, como concluye Taravillo, el crítico fiable es aquel que “orienta en la navegación y lleva a puertos en los que es digno atracar”.

Anna Maria Iglesia (1986) es licenciada en filología italiana y en Teoría de la literatura y literatura comparada; Máster en Teoría de la literatura y literatura comparada por la Universidad de Barcelona. Es colaboradora habitual de El Asombrario, El Confidencial, Letras Libres, The Objective, Llanuras o Altair.