Desde que entró en vigor la Ley de Reforma Universitaria, la Universidad española ha vivido un continuo proceso de transformación que lentamente ha ido configurando las bases sobre las que se sustentará la Universidad de las décadas venideras.
La estabilización del profesorado fue una de ¡as primeras transformaciones que, a pesar de instituir un modelo funcionarial no deseado por muchos sectores, presenta indudables ventajas operativas sobre un modelo contractual, más flexible, pero en la práctica mucho más difícil de gestionar.
El soporte presupuestario a la investigación, importante por su cuantía y por su continuidad, ha propiciado un gran cambio que no sólo se refleja en el espectacular aumento cuantitativo de la actividad investigadora, sino también en sus propios resultados, que han adquirido un pleno reconocimiento internacional.
Ciñéndonos a fechas más recientes, durante el último año el proceso transformador de la Universidad se ha materializado esencialmente en tres aspectos, a los cuales dedicaré algunos comentarios en lo que sigue. Se trata de la aprobación de los complementos económicos de la retribución del profesorado universitario asociados a la actividad docente e investigadora, la aprobación del decreto que regula las universidades privadas y la aprobación de los catálogos y de las directrices que han de regular la elaboración de los nuevos planes de estudio.
A la funcionarización del profesorado universitario se la modula con unos complementos salariales que se perciben cumpliendo unos requisitos de antigüedad y habiendo sido evaluada positivamente la actividad docente e investigadora. La evaluación de la actividad docente recae en las propias universidades y se dan garantías de que genéricamente será evaluada positivamente. En resumen, el complemento por este concepto se reduce a un aumento salarial generalizado con un reconocimiento tácito de que para la administración todos los universitarios cubren con excelencia sus obligaciones docentes.
La evaluación de la actividad investigadora ha seguido otro camino. Ha sido un grupo de expertos quien ha evaluado a los investigadores, y la culminación de su trabajo se ha traducido en la evaluación positiva de tan sólo la mitad de los complementos solicitados.
Se ha consumado, en suma, un proceso cuyo espíritu de inyectar un incentivo económico, de prestigio y de competitividad a la estructura universitaria, se queda a medio camino, al reconocerlo para la investigación pero no para la docencia.
Universidades privadas
Esta misma idea de competitividad y de estímulo a la calidad es la que habitualmente se esgrime al evaluar la posibilidad, a la que un decreto ley recientemente aprobado proporciona el adecuado marco legal, de creación de universidades privadas. Desde un punto de vista universitario, hay que acoger estas iniciativas con gozo y satisfacción. Nada es más grato que dar la bienvenida a nuevos organismos que se dediquen al cultivo y transmisión de la ciencia, de la técnica y de la cultura. No obstante, no se puede ocultar que bajo el epígrafe de Universidad se configuran a veces proyectos que no pasan de ser centros de enseñanza superior especializados. En efecto, el organizar unos estudios superiores que capaciten para el ejercicio profesional tanto en el ámbito público como en el privado no parece suficiente como para otorgar a un centro el rango universitario.
Así como al evaluar la actividad de sus profesionales universitarios, la administración se «olvida» de contrastar sus méritos docentes, en algunos proyectos de universidades privadas parece que sólo se pone el acento en este punto, olvidando que sin un extenso y continuo cultivo del conocimiento, es decir, sin una permanente e intensa labor investigadora, no se puede conseguir una formación de calidad. Resulta difícil entender, a la luz de los costes que ésta última conlleva, la proliferación de proyectos de nuevas universidades privadas y el optimismo con que la opinión pública los ha acogido. La tendencia a considerar bueno aquello que aún no funciona quizá sea una explicación, pero en cualquier caso los poderes públicos deberían actuar con cautela para que los aspectos positivos de la libre competencia no tengan la contrapartida de una degradación global y una progresiva mercantilización de todo el sistema universitario.
El objetivo fundamental de la Universidad es el proporcionar formación. Hace seis años, la administración y las universidades iniciaron el proceso de reforma de su catálogo de titulaciones y la elaboración de unos nuevos planes de estudio, proceso que actualmente todavía no se ha completado. La necesidad de la reforma era patente. Por una parte, el catálogo de títulos no respondía a las demandas de la sociedad actual, y, por otro, hacía falta revisar en profundidad la estructura de los estudios ya existentes.
Formación práctica
La revisión del catálogo goza, en general, de una aceptación generalizada. En cambio, donde se discute acaloradamente y donde se dan posturas más irreductibles es en la estructura de las distintas carreras. A priori. la idea del legislador parece acertada. Es dudoso que un título superior como los que se ofrecen en la actualidad pueda garantizar una formación muy especializada. Parece correcto, pues, reservar la especialización para los cursos de tercer ciclo y los programas de postgrado, dedicando los estudios de primer y segundo ciclo a la formación básica. Naturalmente, esta filosofía aconseja una reducción de la duración de los estudios de las actuales licenciaturas, ya que, a la postre, la especialización posterior tiene un coste de tiempo importante.
También resulta acertado que se ponga énfasis en la formación práctica y personal del estudiante, dado que actualmente nuestros estudios adolecen de exceso de teoría y falta de trabajo personal y de prácticas. En cuanto a la posibilidad de confeccionar currículos flexibles, la marcada interdisciplinariedad de muchas materias actuales exige que sea contemplada muy seriamente. Sin embargo, ya desde sus primeros pasos se alzó una fuerte contestación a algunos puntos de esta reforma, planteándose preguntas del tipo: ¿cómo asegurar el rigor docente y un aprendizaje a fondo en carreras de menos duración?, o ¿cómo vehicular las presiones corporativas y la legítima aspiración de las distintas universidades de consolidar y ver crecer sus grupos de trabajo para obtener una mayor capacidad investigadora? La respuesta probablemente pasará por el pacto entre todas las partes implicadas y con toda seguridad conducirá a soluciones de compromiso que en cierta medida pueden diluir las buenas intenciones que el legislador plasmaba en el redactado de la ley. Se repiten así aquellos problemas que ya agobiaron en su día a los que planificaron la Universidad actual. Quizás una estructura más jerárquica y ejecutiva y menos pactista y acomodaticia obtendría mejores resultados.
Estas reservas no deben ocultar, sin embargo, que el proceso emprendido es globalmente positivo y que la Universidad que actualmente se está forjando será capaz de responder de una forma más eficiente y dinámica a las necesidades de la sociedad del futuro.