The Pursuit of the Millennium, el más conocido de los libros de Norman Cohn, publicado hace ahora exactamente cuatro décadas, no descubrió el milenarismo como objeto de estudio para las ciencias sociales. El mismo año, por una de esas curiosas casualidades que se dan a veces en la vida editorial, apareció The Trumpet shall sound, de Peter Worsley, el otro clásico vigente del tema; pero mientras éste, ocupándose de los cultos «del cargo» melanesios, atendía a las manifestaciones contemporáneas del fenómeno (entre quienes la Antropología llamaba «primitivos actuales»), Cohn revisaba y explicaba su significación en los movimientos heréticos medievales. Si se tiene en cuenta que por las mismas fechas diversos estudiosos se referían a su presencia en movilizaciones de masas que tenían lugar en el sertao brasileño (muy poco después publicaba María Isaura Percira sus investigaciones sobre la etnohistoria del profetismo), o en otros lugares y momentos, se puede decir con fundamento que no fue el tema en sí lo más singular del libro de Cohn.
Tampoco había, a primera vista, excesiva originalidad en el enfoque. Frente al acercamiento etnográfico de Worsley, el suyo era eminentemente histórico y erudito, trabajado, y muy a fondo, desde las bibliotecas, a través de la relectura y el análisis de textos en su mayoría bien conocidos, pero en los que sabía descubrir facetas hasta entonces no advertidas. Se trataba, pues, de un trabajo de historia de las ideas, bien que de una variante de las mismas no muy cultivada por la tradición canónica más interesada, sobre todo entonces, por autores «eminentes» y escuelas bien diferenciadas, cuyas doctrinas se exponen y difunden por medio del libro. Eso al margen, también ahí había antecedentes abundantes y en no pocos casos valiosos. El complejo mundo de la herejía medieval y las convulsiones sociales que a veces acompañaban su difusión habían atraído la atención de algunos estudiosos, y hasta Engels y Kausky llegaron a entrever en ellas expresiones de la lucha de clases y esbozos de revolución social, abortados por la insuficiencia del desarrollo de las fuerzas productivas, y las contradicciones sociales sobre cuya base se explicaban esos acontecimientos en los esquemas del materialismo dialéctico. A las sutilezas del profetismo joaquinita o las implicaciones del Libre Espíritu, por ejemplo, se habían dedicado desde hacía muchos decenios libros informados y valiosos. Incluso el concepto mismo de milenarismo se había abordado, desde comienzos de siglo, por autores cuyas aportaciones permitían contar con algunas ideas claras al respecto: varios trabajos de Alphandéry, el curioso libro de Gry Le millénarisme dans ses origines et son développement (1904), o el de Case, The Millennial Hope (1918); incluso, en algunos aspectos, aquel fascinante compendio de Lovejoy y Boas que fue Primitivism and Related Ideas in Antiquity (1935).
La originalidad de Cohn estuvo, por un lado, en su interpretación sistematizada del milenarismo, no como una fe exótica y delirante, sino como una creencia capaz de articular una doctrina o una visión del mundo. Junto a ello, supo rastrear las manifestaciones de esa manera de enfrentarse a la realidad en distintos movimientos sociales y agitaciones colectivas, cuya primera apariencia era la discrepancia y el enfrentamiento con la ortodoxia dogmática y disciplinar de la Iglesia. El primer contenido, pues, de En pos del milenio, es el precisar qué cabe entender por «milenarismo». De acuerdo con la exposición de Cohn, el milenarismo se puede interpretar como una doctrina salvacionista cuyo meollo es la creencia en el advenimiento inminente de un cambio radical e inexorable de origen milagroso o trascendente, en cuya virtud se abrirá una era de bienestar material y ausencia del mal, que traerá recompensa para los justos y castigo para los impíos. En la Europa medieval esa doctrina se formuló por medio de la tradición mesiánica judeocristiana y se concretó en la esperanza de un reinado de Cristo en la tierra, de mil años de duración, que habría de preceder al Juicio Final. Bajo formulaciones distintas, esas creencias se manifestaron intermitentemente durante más de diez siglos, entre el Bajo Imperio y el final de la Edad Media, y aunque no falten brotes milenarios de igual en tiempos posteriores, el período que pudiera llamarse clásico de su vigencia es el de los tiempos medievales.
Lo que el milenarismo promete en las distintas variantes en que se encarnó es, por tanto, una recompensa terrenal a los justos y un castigo igualmente terrenal para los malvados, como parte o complemento de las expectativas escatológicas propias del credo cristiano, sin que quepa confusión entre una y otra cosa. El carácter temporal, aunque de duración quiliástica, y terrenal de ese reinado de paz se une en la fantasía de los creyentes a otras peculiaridades, que lo diferencian nítidamente de la salvación o condena anunciada para el fin de los tiempos. Se trata, por un lado, de una salvación colectiva, no personal e individualizada, y es, sobre todo, una compensación tanto espiritual como material o sensual, y más a veces de lo segundo que de lo primero. Así, las fantasías milenarias anuncian un mundo sin trabajo y sin privaciones, presidido por la abundancia y el goce. No es sorprendente, entonces, que tales convicciones arraigaran entre grupos marginados y desposeídos como promesa de redención social, y que llegaran a inspirarles acciones violentas contra grupos privilegiados (clérigos, pudientes) o diferenciados (judíos), convertidos en encarnación del mal y obstáculo para el advenimiento del milenio. Ni es tampoco extraño que, transformando viejos mitos sobre la igualdad originaria y la comunidad de bienes, se articulasen doctrinas de transformación social a medio camino entre el anarquismo místico y el comunismo. Doctrinas y movimientos carentes de objetivos definidos y limitados y centrados en el anuncio y la búsqueda de todo un mundo nuevo, antítesis del conocido, que habría de surgir del enfrentamiento con quienes se opusieran a él. La Cruzada de los Pastores, Tamquelin, Eón de la Estrella, los taboritas, Müntzer, Münster o el radicalismo anabaptista, y varios otros fenómenos y personajes en hábito de profetas o de héroes míticos reaparecidos pueden entenderse, así, como variantes y adaptaciones de un mismo paradigma, y encuentran sentido ideas, conductas y grupos que Cohn no duda en considerar «revolucionarios».
La descripción que lleva a cabo de cada uno de esos episodios de agitación social y religiosa, y su explicación de los mismos, permite inferir algunas sólidas analogías entre los fenómenos revolucionarios medievales y los de los tiempos modernos. Aunque él no usa explícitamente esa noción, muy en boga cuando redactó su libro en pleno esplendor de la historiografía Annaliste, Cohn entiende que la mentalidad revolucionaria y muchas de sus manifestaciones son fenómenos de «larga duración». No fue ése el único motivo por el que su libro fue contemplado con algo más que suspicacia por los historiadores marxistas, pero sí uno de los principales, al punto que Hobsbawm, quien al publicarse el libro de Cohn escribía los ensayos que aparecieron recogidos en Primitive Rebels (1959), descalificó en el dedicado a los lazaristas la tesis de éste, con el argumento de que no contribuía a mejorar ni el conocimiento de los movimientos antiguos ni el del comunismo moderno.
Hay, sin embargo, algunas cosas que resultaría simplista ver como meras casualidades. La fe en el milenio confortó a individuos y grupos sometidos a circunstancias adversas, persuadiéndoles de que las cosas tenían que cambiar y su situación mejorar radicalmente, de forma que el infortunio presente era solo certeza del triunfo futuro. Certeza que se completaba con la de que ese cambio sería colectivo e implicaría necesariamente el exterminio de quienes eran responsables de las adversidades presentes y enemigos del cambio esperado. Las ideologías revolucionarias de los siglos XIX y XX construyen una explicación estructuralmente similar: en ellas, inspiradas en filosofías materialistas, la certeza de lo ineluctable del cambio no deriva de una inspiración divina, sino de las seguridades que proporciona la interpretación correcta del curso de la historia gracias al auxilio de la Ciencia. La Ciencia (naturalmente con mayúscula) también ratifica la identificación de los grupos sociales enemigos y la seguridad de su derrota final, incluso de su extinción. Salvadas las distancias que hay que salvar, no deja de ser cierto que de igual modo que para el anarquista místico o el comunista milenario Dios está de su parte, y esa convicción autoriza e incluso motiva todos sus excesos y violencias, para el revolucionario moderno la historia y la ciencia están con él y su causa, e indulgen las demasías. Para unos y otros la fe en el triunfo final así confirmado ayuda a sobrellevar los sinsabores de la marginación, la persecución, las privaciones y la resistencia de los hechos a plegarse a lo que se desea. Unos y otros, agitadores quiliásticos y revolucionarios modernos, comparten también una misma concepción de la historia y el tiempo; un modo de ver su curso en términos dicotómicos y cualitativamente inconciliables; dos edades distintas separadas por un acontecimiento excepcional: la Segunda Venida, para unos; la Revolución para otros. Tras eso nada es igual; desaparecen la opresión y el trabajo penoso, la necesidad y las desigualdades en medio de la armonía social y la fraternidad. Ese tiempo nuevo implica, además, la desaparición del grupo antagónico: puesto que representa cuanto hay que destruir, no cabe con él entendimiento o conciliación; solo es posible o que se extinga o destruirlo. Sin duda son ésos algunos de los componentes de la «estructura mental profunda» del milenarismo a la que se refirió Mannheim, y son parte también de la estructura mental profunda de la creencia revolucionaria.
Pero las conexiones, al hilo del estudio de Cohn, son más numerosas. Otro de los rasgos propios de la concepción milenaria es la identificación y deionización de un grupo antagonista, revestido de rasgos incompatibles con las propias nociones de justicia y humanidad. Quienes quedan caracterizados por esos atributos adquieren también en la imaginación simplificadora de los fieles milenaristas una capacidad casi omnipotente para perseguir e imponer sus fines: intrigan, engañan, abusan, pervierten. En Europa, y desde tiempos muy remotos, las comunidades judías han sido objeto de tales acusaciones, y las convulsiones quiliásticas con mucha frecuencia desembocaban en pogromos. Cohn rechazó en su libro el que esa animadversión fuera fruto de la actividad financiera de una parte significativa de las minorías hebreas, y sí resultado de una intolerancia religiosa ingrediente de la mentalidad milenaria. El estereotipo quedaría, con todo, arraigado en la imaginería social de Occidente con proyecciones culturales diversas y complejas, que él mismo analizó en un libro posterior (Warrantfir Genocide. The Myth of the Jeu/ish World-conspirancy and the Protocols ofthe Elders of Zion, 1967). En él se señalan algunas analogías entre las obsesiones nazis sobre complóts semíticos y las quimeras de algunos pseudoprofetas medievales. Un segundo grupo, revestido de análogas características reprobables, fue el más el más indefinido de «los ricos»; desconociendo, quizá, la transcendencia de su estigmatización en la tradición profética hebrea y en la temática evangélica, Cohn sostenía que entre los sectarios milenaristas del siglo XII o del XIII se elaboró una caracterización, cuyo final sería el capitalista del universo mental revolucionario de los siglos XIX y XX: el ser hábil, egoísta y destructivo presentado por la propaganda.
Es probable que tales conexiones, que establecen continuidades tan a largo plazo y en contextos tan distintos, puedan levantar algún escepticismo. Cohn, sin embargo, en las posteriores ediciones corregidas de su libro (las de 1961 y 1970), no modificó esos aspectos de su texto, si bien continuó interesándose por la cuestión y revisando aspectos de su propia explicación; ello le ha llevado a ampliar aún más la cronología de su esquema. En su último libro, Cosmos, Chaos and the World to Come. The Ancient Roots ofApocalyptic Faith (1994), Cohn se remonta al estudio de las más antiguas cosmovisiones míticas del Antiguo Oriente, señalando la excepción de las enseñanzas del zoroastrismo entre ellas por su doctrina de la progresiva consumación de un plan divino hacia la perfección final, y viendo en ello la raíz última de la creencia de que el mundo de miserias y sufrimientos es solo una fase pasajera, anunciadora del reino de los justos. La apocalíptica judía, y en su estela la cristiana, darían forma a tan viejas y reconfortadoras creencias. Las circunstancias materiales y morales que pudieran pesar sobre grupos postergados y perseguidos les darían la capacidad movilizadora que fue propia del milenarismo medieval, en una transmisión reiteradamente milenaria de lo que fue en origen una concepción escatológica.
La pobreza y la opresión no serían, con todo, elementos suficientes, ni siquiera principales, para alimentar los delirios quiliásticos. Cohn no desconoce que, con diferentes causas y resultados, los siglos medios fueron pródigos en revueltas urbanas, que oscilaron entre simples estallidos de furor incontrolado y movilizaciones orientadas al logro de objetivos concretos y casi siempre realistas; algo muy distinto, pues, de la ilimitada y absoluta esperanza de cambio milenaria. Lo que pudiera determinar la diferencia entre una y otra forma de agitación lo cifraba Cohn en la base social de cada uno de esos movimientos. Mientras los que se marcaban objetivos concretos y parciales surgían en comunidades estables, con pautas claras de organización social y referencias culturales sólidas, el milenarismo tendría su caldo de cultivo entre grupos o individuos desarraigados, producto de la desarticulación de formas de trabajo o convivencia afectadas por cambios de carácter económico o social; entre sujetos en situación anémica determinada por hambres, plagas y epidemias, o bien por circunstancias de vacío de poder y graves trastornos políticos. No es una explicación suficientemente sólida ni adecuadamente argumentada en el libro y deja, desde luego, cosas sin respuesta, aunque no por ello se invaliden sus intuiciones básicas, esto es, la secularización de las viejas profecías que, con lenguaje e imágenes extraídos de antiquísimos prototipos, prometían un mundo perfecto y una completa y placentera emancipación individual.
Cuando la historia de las ideas al uso se hace tan cerradamente contextualista, y la de los movimientos sociales tan limitadamente empirista, libros como los de Cohn resultan atípicos y polémicos, y no faltan en ellos motivos para el desacuerdo. Pero se trata de libros basados en una erudición admirable y rezumantes de sugerencias e incitaciones intelectuales. No es improbable, pues, que En pos del milenio pueda contarse entre los mejores libros del siglo XX