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Manuel Vilas (Barbastro, 1962). Poeta, profesor y escritor. Finalista del premio Planeta con su novela Alegría (2019); ganador del Premio Nadal con Nosotros (2023). Autor, entre otras obras, de Ordesa y Los besos.


Avance

Manuel Vilas habló en su ponencia de las I Jornadas de Literaturas Hispánicas de la “extraña relación que tiene la literatura con la vida”, de la soledad del escritor, de la erótica de los libros («que huelen… parecen lebreles, gatos, parecen dioses o momias o ruinas»), y del encuentro que se produce entre autores y lectores.

Le causa desasosiego saber que se morirá sin leer libros excepcionales; y que el destino inexorable de todo escritor, con éxito o sin él, es la inexistencia profunda, como anunció Philip Roth un par de años antes de morir, y como dirá también el propio Vilas, aunque “aún no”, y ese “aún no funda la literatura. Vilas cita a Luis de Góngora que temía la corrupción de la belleza a manos del tiempo, sin embargo siglos después de su muerte, sus sonetos a la belleza perseguida por el tiempo perduran.

Afirma el autor de Ordesa que “un escritor es una soledad con forma de libro, un lector es una soledad encerrada en unas manos que abren un libro; cuando un lector abre ese libro colisionan las dos soledades, colisionan dos misterios”. Y que “necesitamos la literatura porque hace que nos sintamos menos solos. Necesitamos como lectores que un libro nos revele el mundo, nos encienda el alma. Quizá por eso le han acompañado los libros toda su vida, e incluso siembra su casa de “libros amenazantes”, que están a la espera de que él los lea, como la poesía mística de San Juan de la Cruz en la nevera. La forma de burlar la soledad es la lectura y la escritura. “No podemos trascender lo que somos, la frontera de nuestra piel, pero sí podemos adornar nuestra soledad con palabras”.

Termina Vilas recordando a través de los libros a su padre, que siendo él niño compró una colección de grandes obras de la literatura universal, de autores como Dante, Cervantes, Galdós, Dostoyevski y Kafka. Tuvieron que pasar veinte años para que aquel niño convertido en un hombre pudiera leerlos. Comprendió entonces que su padre la había regalado el tesoro de la condición humana, aunque -añade- esto es lo de menos, “lo que me decía mi padre a través del tiempo es que me quería. Y para eso sirve la literatura. Para que nos amemos más”.


Artículo

No concibo la literatura sino como una celebración de la vida. ¿Por qué estoy yo en esto de la literatura y no en otras cosas? Por mi amor ilimitado e infatigable por la vida. Desde el amor infatigable a la vida, nace mi sentido de la literatura. Voy a hablar de la extraña relación que tiene para mí la literatura con la vida, con los libros y con las angustias y desasosiegos que me producen los libros.

Uno de mis principales desasosiegos es que sé que me moriré sin leer muchos libros que me hubieran salvado la vida; se quedarán perdidos en el caos de mi biblioteca. Cientos de libros excepcionales no serán leídos nunca por seres humanos también excepcionales. […] Toda la historia de la literatura está inédita para millones de seres humanos que no leen. A mí, por ejemplo, me quedan muchas novelas de Dickens, Galdós, Dostoyevski por leer; no he leído todo lo que escribieron los griegos y los romanos… miles de libros que me persiguen con su sombra violenta. […] Un hombre contempla hechizado la cantidad de libros que no podrá leer; mejor entonces contemplar los libros que sí has conseguido leer. […]

Los lectores también envejecen y cuanto leyeron envejecen con ellos. La vida es injusta, también lo es la historia de la literatura: unos libros nacen con el viento a favor, otros no. Pero el destino de cualquier escritor, con éxito o sin éxito, es siempre el mismo: la muerte, la desaparición, el desvanecimiento de la conciencia y la inexistencia profunda. “Me encamino hacia la vejez profunda” dijo Philip Roth un par de años antes de morir; una frase perfecta que yo diré, en su día, también pero aún no. Ese aún no funda la literatura y un sentido positivo de la acción y del trabajo. […]

Hay un compromiso ético de la persona que lee libros, un compromiso que busca la redención del pasado, sobre todo cuando lee a los clásicos. Antes que nosotros, hubo escritores que amaron la vida; leer lo que escribieron es tenderles una mano para que regresen al mundo, para absolverlos, no a ellos sino a sus libros. […] Yo no he leído a Aristófanes, he leído muy poco a Sófocles, sí he leído a Homero, sí a Heródoto, y eso me consuela; me faltan páginas y páginas de William Faulkner, me voy olvidando de las tragedias de Shakespeare porque las leí cuando tenía veinte años. […] Pero puedo inventarme el placer moral y el deslumbramiento que me causarían esos libros extraordinarios que nunca leeré, porque mi vida es mortal. No podré releer a Franz Kafka nunca más, porque si me pongo a releerlo me quedarán sin leer las últimas obras de los escritores españoles […], italianos, franceses o alemanes que están escribiendo ahora mismo y que son mis contemporáneos. No leer a tus contemporáneos es como seguir viajando en una diligencia tirada por caballos y no en un tren de alta velocidad.

La vida es un libro y un libro es un objeto que puede convertirse en un cuerpo, y un cuerpo siempre es erotismo. Para mí, los libros son eróticos en sí mismos; en su materia, en su gravedad, pesan, ocupan espacio, tienen tapas, tienen encuadernación, huelen, son visibles, envejecen, son susceptibles a la humedad, acaban oliendo como sus amos, parecen lebreles, gatos, parecen dioses o momias o ruinas. […]”

La literatura, preámbulo de la vida

“La literatura, el cine, el arte funcionan como preámbulo de la vida. La literatura no funcionaba en mi cabeza, durante el confinamiento, porque la vida había dejado de existir. No podía leer literatura con pasión porque la vida que esa literatura reflejaba ya no existía. Y eso me parecía maravilloso porque mi amor por la vida era un amor biológico y no un amor intelectual. […] Uno lee libros para poner en práctica lo leído a través de la vida. No se ha movido un ápice la teoría aristotélica que afirma que la literatura es una imitación de la vida.

El poeta español del siglo XVII Luis de Góngora temía la corrupción de la belleza a manos del tiempo. El mismo temor que él tuvo, lo tengo yo ahora. Góngora murió, pero sus sonetos a la belleza perseguida por el tiempo perduran en el tiempo. […] El poeta Walt Whitman pensó que todos los hombres y mujeres están llamados a la alegría, pensó que la alegría está en el aire, en las montañas, en el mar, en los labios, en la lengua, en las manos, en los ojos, en la fraternidad política, en la democracia. Sin la poesía el mundo sería demasiado pobre”. […]

Homenaje a los lectores

“Quisiera homenajear a los lectores. Quisiera celebrar las mil razones que mueven a un hombre o a una mujer a buscar un libro. De hecho, mi vida como escritor tiene sentido porque existen los lectores. […] Algo que es común a un escritor y a un lector es la necesidad de enfrentarse al misterio de la vida; por eso escribe un escritor, y por eso lee un lector. Eso seguimos buscando en los clásicos, el misterio de la vida. Por eso seguimos leyendo a Kafka, que es el que más me ha influido porque me enseñó a mirar el misterio de la vida, en toda su vastedad, su complejidad, en incluso en su malignidad y en su comicidad. Un escritor es una soledad con forma de libro, un lector es una soledad encerrada en unas manos que abren un libro; cuando un lector abre ese libro colisionan las dos soledades, colisionan dos misterios. […]

La soledad es uno de los grandes enigmas de la condición humana. Nacemos solos y morimos solos, necesitamos la literatura porque hace que nos sintamos menos solos. Necesitamos como lectores que un libro nos revele el mundo, nos encienda el alma. Hay que buscar el libro que te resuelva la vida, por eso sigo leyendo a la búsqueda del tesoro que haga resonar en mi la campana de la alegría. […] Buscamos la alegría en los libros. Los libros no existen en sí mismos, son puentes hacia la vida de los lectores […] la altísima belleza de la vida no podemos callarla, por eso se inventó la literatura, por eso existen los clásicos, por existen Dante, Cervantes, Shakespeare, Proust, Whitman, Faulkner, Kafka y Tolstoi, entre otros muchos. […]

He sembrado mi casa de libros amenazantes. En el dormitorio me amenazan los diarios del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince, en la sala de estar me amenazan los ensayos de Montaigne, en el dormitorio me amenaza una novela titulada El escapista de Javier Sebastián, en la nevera me amenaza la poesía mística de San Juan de la Cruz. […] La poesía la guardas en la nevera, como el pescado o la carne, no se vaya a corromper. La poesía es corruptible, la novela es como la harina o el vinagre, incorruptible. […]

Hace casi veinte años escribí este poema en prosa que se titula Literatura y dice así:

Los pisos praguenses en que vivió Franz Kafka, y sus corbatas negras y sus sombreros y sus zapatos. El pelo enjuto de James Joyce, cuya mano quemó Dublín. Los amantes de Luis Cernuda, riéndose a sus espaldas. La esposa de Shakespeare, vieja y adúltera. Los ojos verdes y estrábicos de la enfermera jefe de la clínica en que murió Nietzsche. La mano de mujer que cogió los botines de piqué de Ramón María del Valle-Inclán y los arrojó por la ventana. La sífilis saltarina que Gustavo Adolfo Bécquer paseó por Madrid. La sífilis idéntica pero paseada por París de Charles Baudelaire. El padrenuestro que reza el fantasma de Rimbaud en una morgue de Marsella y Dios que se hace el sordo. El padrenuestro que reza Jorge Manrique antes de soltar la mano de su padre muerto. La risa de Quevedo mientras evacúa en una esquina de Madrid, en tanto rebota el mundo en su vesícula como una piedra verde. La madre con gota de Flaubert. La autopsia de Mariano José de Larra, su joven cerebelo. La carne de la máscara de Fernando Pessoa. La foto del padre de Dostoievski en la billetera de Vladimir Lenin. La cabeza muy grande de Rubén Darío, tan grande como su miedo. Las sopas de ajo que marea todas las noches el Manco de Lepanto con la mano buena mientras se mira con discreción la mano ausente. Los cien kilos secos que Oscar Wilde exhibe por los cafetines de París con su orgullo marchito. La mano que aúlla de Pablo Neruda. El cadáver de Camilo José Cela servido con guarnición de ministros. El gran desfile de la soledad de todos los tiempos, la soledad y sus palabras, la literatura.

Este poema tiene más de veinte años y sigo estando de acuerdo con el escritor que fui y con lo que dije en él. Porque estamos solos. Están solos los escritores y están solos los lectores […] No podemos trascender lo que somos, el cuerpo en que vivimos, la frontera de nuestra piel, pero sí podemos adornar nuestra soledad con palabras y a través de las palabras nos topamos la cara los escritores y los lectores. La materia no tiene palabras, los seres humanos sí poseemos palabras.

Convertir esa soledad en belleza es lo que hace que un escritor renuncie a suicidarse. Albert Camus nos dijo a través de un personaje lo siguiente: no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. […] Puede haber un momento de dolor insuperable en la vida de un escritor, cuando un buen día descubre que la literatura no es suficiente. Creo que es lo que le pasó a Virginia Woolf, a Cesare Pavese y a Ernest Hemingway, por citas tres ejemplos de grandes de la literatura que padecieron una soledad tan irredimible como mortífera y que acabaron suicidándose”.

Una historia del corazón

“Quisiera contar, para terminar, una historia del corazón, de mi corazón. No sé muy bien el motivo por el cual mi padre compró, a principios de los años 60, una colección de grandes obras de la literatura universal, en la que había varios tomos de Dante, Cervantes, Galdós, Dostoyevski y Kafka. Desde niño esos volúmenes presidieron mi infancia y me intrigaban tanto como resultaban lejanos e incomprensibles. Creo que mi padre compró esos libros pensando en su hijo primogénito, es decir, en mí. […] A mi padre lo quitaron de la escuela a los doce años y no pudo estudiar más allá de la formación básica. ¿Por qué compró esos libros si la dificultad manifiesta de su lectura iba a impedir que los leyera? Su padre, mi abuelo, fue represaliado por el franquismo y después de la guerra fue condenado a diez años de cárcel por el delito de haber colaborado con la República -porque mi pueblo, Barbastro, cayó en zona republicana-, cuando salió de la cárcel fue declarado persona non grata por el alcalde franquista y falangista de mi pueblo. Desolado, desvalido, atemorizado, triste, enfermo, muy enfermo de tristeza y de soledad, murió al poco tiempo de salir de la cárcel.

Mi padre pensó que su hijo viviría en otro momento mejor de la historia de España, en el que hubiera igualdad de oportunidades; […] Y así fue. Yo tuve acceso a una educación superior y fui yo quien acabó leyendo esos libros que mi padre compró. Tuvieron que espera más de veinte años para ser leídos. Aún tenían el celofán original, un celofán momificado que aguantó dos décadas. Me acuerdo el día que lo rasgue de las obras completas de Franz Kafka, casi como un bautizo, como una epifanía.

Desde entonces son la joya más preciada de mi biblioteca. En esos ocho volúmenes, mi padre me legaba un tesoro, el tesoro de la condición humana. Pero esto es lo de menos. Lo que me decía mi padre a través del tiempo es que me quería. Mi padre pensó que tal vez esos libros me ayudasen a no morir de tristeza y de soledad como murió mi abuelo. Y para eso sirve la literatura, al menos la que yo intento escribir. Sirve para que nos amemos más. Y al amarnos más nos enamoremos con más fuerza de la vida y de quienes nos acompañan en esta inconmensurable aventura de vivir y de existir”.

Poeta y escritor. Premio Nadal de novela y finalista del premio Planeta.