No es extraño que la pintura del italiano Giorgio Morandi interese a los poetas. Es el caso de dos contemporáneos españoles que le dedican sendos poemas: Juan Luis Panero («Ceniza eterna») y Juan Lamillar («Giorgio Morandi»), y aun de otros, citados por Bonet en su ensayo «Fortuna hispánica de Morandi», incluido en el catálogo. Y es que, si se me permite la generalización, sus cuadros representan plásticamente todo lo que la poesía es o, acaso, aspira a ser. Al vocabulario morandiano pertenecen palabras como sugerencia, misterio, armonía, esencia, secreto, silencio o pureza, esto es, las mismas que sirven para nombrar, siquiera sea paradójicamente, el inefable mundo de la poesía. Cuando aplicamos a Morandi adjetivos como claridad, sencillez o levedad, ¿no estamos subrayando cualidades ligadas íntimamente a lo poético? Su tono es, según Ráfols-Casamada, el de una «pintura ensimismada, silenciosa, mejor dicho, susurrante, que habla en voz baja, como si hablase para sí». ¿No es ése también el tono ideal de la poesía, el de la conversación, el del diálogo —consigo mismo o con los demás—, el de lo dicho a media voz, el tono donde lo que se dice pesa tanto como lo que se insinúa o calla? Sin embargo, en un momento dado, el pintor afirma: «El pensamiento de Galileo late dentro de mi antigua convicción de que los sentimientos y las imágenes que nos suscita el mundo visible, que es un mundo de formas, son muy difíciles, cuando no imposibles, de expresar por medio de palabras. Son en realidad sentimientos que no tienen relación alguna, o la tienen muy indirecta, con los afectos y con los intereses cotidianos, pues vienen determinados precisamente por las formas, los colores, el espacio, la luz».
Desde ese punto de vista, el de un pintor genuino, habrá que considerar la singular obra de un artista único que nació en Bolonia en 1890 y que murió en la misma ciudad, de la que apenas salió, setenta y cuatro años más tarde, en 1964. Su vida no daría para una novela de acción, qué duda cabe, pero encierra, como todas, una novela. Fue, ya se dijo, un viajero inmóvil, aunque nunca negara que más por la fuerza de las circunstancias que de las convicciones o de los deseos. Tal vez por culpa de aquéllas, Morandi llevó una existencia provinciana y gris, impropia (para su bien) del modelo de artista mundano de su época; una vida silenciosa y solitaria, al margen de los manifiestos, de las escuelas y de los «ismos», de maestro antiguo, dedicada a la creación, que el boloñés pasó recluido, primero, entre los muros de su ciudad natal y, después, entre los de su monacal estudio, tan austero, no podía ser de otra manera, como su pintura y como él mismo, si es que ambos conceptos son disociables.
No en vano la sobriedad es otra de las grandes categorías aplicables a la mejor poesía. Si algo es su pintura es antirretórica y, por su impecable sesgo clásico, intempestiva, ajena a las veleidades de algo tan frivolo como las modas o de algo tan serio como el tiempo, plena de «sosiego, equilibrio y belleza» (Bonet-Llorens). Pertenece a la estirpe de Giotto, de Masaccio, de Piero della Francesca, de Bellini, de Ttziano, de Chardin, de Corot, de Renoir, de Cézanne, de los primeros cubistas; en fin, a la tradición de todos y cada uno de sus maestros reconocidos y amados a los que se aplicó con la misma fidelidad que a sus escasos motivos pictó-ricos, reiterados, unos y otros, con la insistencia del que camina no a lo largo sino a lo hondo, no con afán de extensión sino, antes bien, de penenetración e intensidad, no hacia fuera sino hacia dentro.
En este sentido, el de Morandi es, además de un viaje inmóvil (que, por cierto, le permite como a los grandes artistas —de Miró a Hopper, de Machado a Torga— ser universal y cosmopolita desde lo particular y local), un viaje interior, al fondo de las cosas: unos cuantos objetos, una misma mirada. Fruto de esa obstinada tarea (por lo mismo que se dice de alguien que está siempre escribiendo «el mismo libro», se podría decir de Morandi que está siempre pintando «el mismo cuadro»), sus variaciones: bodegones, o naturalezas muertas y paisajes. Sus cuadros surgen de la prodigiosa mezcla de unas cuantas técnicas (el aguafuerte, la acuarela, el óleo, el lápiz), determinados objetos (botellas, jarras, floreros, los mismos, repetidos cacharros cotidianos de vidrio y loza), y de la visión reiterada (siempre igual, siempre distinta) tanto de los alrededores de su ciudad natal (de la que apenas toma un par de motivos concretos y unos cuantos colores: sienas, rojizos) como del campo de Grizanna (su locus amoenus, su lugar de la duración, su territorio en suma). En ellos, más que nada, uno entrevé o vislumbra. Se adivina algo más de lo que se ve, una dimensión escondida y secreta que se hace presente en el sutil escenario pintado sobre el papel o la tela, suspenso entre sus luces y sus sombras. Por eso no es gratuita su afirmación de que «nada es más abstracto, más irreal que aquello mismo que vemos»; nada más abstracto, que la realidad. No es raro que Avigdor Arikha le denominara «pintor abstracto». Sus obras parecen el fruto de largas horas de meditación y de contemplación; un fruto que habría ido madurando lentamente gracias a la observación y al pensamiento.
Mantengo desde el principio que la pintura de Morandi puede ser calificada de poética o, dando por supuesto que la poesía puede formulárse no sólo con palabras, de poesía, a secas; por eso no resulta extraño que Morandi (del que Tomás Llorens destaca su condición de «lector constante») tuviera entre sus tres libros de cabecera los Canti de Leopardi. Hay mucho en sus cuadros de la serena desolación del poeta de Recanati, otro solitario como él. Ambos podrían hacer suyo el verso de Cirlot: «Mi alma es un paisaje con murallas». Los dos, como en el memorable poema de Cavafis, podrían haber dicho: «silenciosamente me tapiaron el mundo». Los dos, en fin, fueron, con todo, capaces de trascender sus limitaciones y levantar una obra estable y poderosa, construida desde dentro del laberinto, un dédalo circular que proyecta las imágenes del espíritu y adopta la forma de una calle con soportales, un soto que mira al infinito o una tapia con barda a las afueras de una ciudad provincial de Italia.
Alude Longhi a la «decorosa tristeza de Morandi». Aunque uno sustituiría la palabra tristeza (referida a su persona) por melancolía (referida a una sensación que se desprende inevitablemente de su obra), creo que por ahí podemos encontrar el lazo de unión de Morandi con la pintura metafísica; a pesar de su decidida voluntad de mantener para con ella, como para con todo, las debidas distancias. Quiero decir, siguiendo al incisivo Jean Clair, que sus cuadros serían metafísicos en tanto que encierran y muestran (¡qué oportuna la cita de Heráclito que abre el texto de Marilena Pasquali!) un halo o un aura de profunda malinconia. No es el único rasgo chiriquesco. En su pintura hay, por ejemplo, una búsqueda de orden o un aliento geométrico propios también de ese anómalo pero fascinante movimiento. No en balde Longhi calificó, en su Exit Morandi, la ejemplar y coherente trayectoria de su amigo como «larga, incansable, solemne elegía luminosa».