Cervantes, creo, amó y desdeñó la literatura en igual medida. Desde mozo se sintió atraído por las letras romances y aspiró a labrarse una reputación cultivándolas con una resuelta vocación de originalidad. Jamás le faltó la confianza en sí mismo, la convicción de que era capaz de escribir obras largamente superiores a cuantas corrían en lengua vulgar: las comedias que apalabraba en 1592 iban a ser «de las mejores (…) que se han representado en España»; con las Novelas ejemplares, «no imitadas ni hurtadas», se sabía «el primero» en ilustrar el género en castellano; el Persiles había de «llegar al estremo de bondad posible».
Tenía la literatura en un concepto no poco alto, pero no sacralizado, y le complacía ensayar nuevos caminos, pero sin experimentalismos a cualquier precio, consciente de cuáles eran los límites de los «libros de entretenimiento», como los suyos, y de hasta qué punto los condicionaban el «deseo de gloria» y de ganancia y el imperativo de asegurar el placer de la lectura. Nunca quiso, con todo, ganarse al público a costa de traicionar los ideales estéticos que había hecho suyos de joven, al arrimo de Italia.
Cuando rondaba la cuarentena, llevó a las tablas con buen éxito «hasta veinte o treinta comedias, que todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza», y no es dudoso que lo hizo conjugando «los preceptos del arte» y una clara voluntad de renovación. «Entró luego el monstruo de naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía cómica». Volvió Miguel a componer algunas piezas, templadamente abiertas a las orientaciones del Fénix, pero sin renunciar al meollo del neoclasicismo. Ningún empresario se interesó por estrenarlas. No había «pájaros en los nidos de antaño».
Jamás le faltó a Cervantes confianza en sí mismo, la convicción de que era capaz de escribir obras largamente superiores a cuantas corrían en lengua vulgar
En la España de Felipe III, en efecto, Cervantes (1547-1616) es un «poetón ya viejo», un superviviente de otro siglo, otros principios y otros gustos. Las luminarias del momento lo sentían distinto y distante, y él desdeñaba la teoría y la práctica de la literatura que entonces contaba con más crédito. El Prólogo al Quijote, hacia agosto de 1604, dice precisamente esa doble marginación.
El Quijote es declaradamente «una invectiva contra los libros de caballerías», pero el Prólogo solo lo explica al final y casi al desgaire, y en cambio enfila con complacencia dos blancos capitales: por un lado, la fácil exhibición de «letras humanas», que da a los autores patente de «hombres leídos, eruditos y elocuentes», y, por otra parte, «la inumerabilidad y catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que al principio de los libros suelen ponerse». Que en el Quijote falte toda esa balumba lírica, porque Lope y las demás estrellas no quisieron aprestarla, pudo depender de piques personales, pero en última instancia responde a la disidencia cervantina que tan cristalinamente expresan las andanadas contra el primer blanco.
Es que las modas de la época ponían en los altares la literatura de la literatura, la literatura como ostentación de un saber cuyo prototipo eran las aulas de los jesuitas
—entre humanismo en declive y cuatro ochavos de escolástica—, la literatura para iniciados y selectos, menos alerta a la enjundia de los conceptos que a la manera de «intricarlos y escuiecerlos ». Cervantes, por el contrario, creía en una literatura de la verdad, de la experiencia y de la vida: una literatura abundante en casos estupendos, no ajena siquiera al prodigio, pero atenida fundamentalmente al criterio de la verosimilitud, como tertium quid entre la realidad de la historia y la fantasía de la fábula; una literatura amena y ejemplar, escrita «a la llana, con palabras significantes», para que, pongamos, «el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla».
Cervantes, por el contrario, creía en una literatura de la verdad, de la experiencia y de la vida: atenida fundamentalmente al criterio de la verosimilitud
Los libros de caballerías, pese a los buenos ratos que le dieron a Miguel, eran una contravención andante de toda verosimilitud y ejemplaridad. Pero Cervantes, con un pelo de abuso, los presenta asimismo como espejo (por no decir que alegoría) de algunas de las direcciones que más le desagradan en la literatura contemporánea. Así (bastará una muestra), los laberintos al modo de «la razón de la sinrazón que a mi razón se hace… » y los períodos hinchados por «el rubicundo Apolo» y la «meliflua armonía» están lejos de ser tan arquetípicamente caballerescos como nos proponen los dos primeros capítulos del Quijote, y más bien reflejan, al sesgo, el creciente prurito de «intrincar y oscurecer» que Cervantes contemplaba con tanta alarma (y con cuánta clarividencia: a cortísimo plazo, ese prurito desembocó en un callejón sin salida y desbarató la suprema aportación del Renacimiento español y la novedad también suprema de las letras europeas, la novela realista).
«Con estas razones» perdió Alonso Quijano el juicio: la mala literatura de los libros de caballerías lo decidió a «irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras». Despojada de la función militar que otrora le había correspondido, gran parte de la nobleza del Quinientos sentía tentaciones semejantes. En la corte y en las ciudades, la nostalgia de las glorias guerreras de la Edad Media se mitigaba con juegos de cañas, entradas, saraos…, y particularmente con torneos y pasos de armas en que a menudo se escenificaban episodios de los relatos caballerescos y los contendientes asumían la personalidad de sus más célebres protagonistas. Alonso Quijano hubiera querido participar en tales escapes imaginativos, «y lo primero que hizo» para completar el arnés de sus bisabuelos fue justamente fabricarse una celada de papier maché, como las de esas mascaradas. Pero no las había en su pequeño «lugar», y no puede sorprendernos, por ende, que de leer y proyectar escribir libros de caballerías pasara al cabo a vivirlos de otra forma, en la locura de recuperar el papel de relieve que sus antepasados habían tenido en la sociedad y a él, sin más ocupación que no decaer de su rango de hidalgo, tan penosamente le tocaba ahora preservar.
Cervantes revoluciona la ficción concibiéndola no en el estilo artificial de la literatura, según la norma de mayor prestigio entre 1605 y 1615, sino en la prosa familiar de la vida
El delirio anacrónico de Don Quijote es, pues, social y literario, consistiendo como consiste en tomar en tanto modelo de vida una literatura inverosímil y corrigiéndolo como el narrador lo corrige con una perspectiva que toma la vida como modelo de la literatura. Pero menos que en el desarrollo de ese tema y, desde luego, en las incidencias de la trama que lo sirve, el realismo profundo del Quijote está en el lenguaje con que se cuenta. Cervantes revoluciona la ficción concibiéndola no en el estilo artificial de la literatura, según la norma de mayor prestigio entre 1605 y 1615, sino en la prosa familiar de la vida. «A la llana», con la libertad, los cambios de registro, los zigzagueos de una conversación entre amigos bienhumorados, hasta los lances más implausibles desde el punto de vista del naturalismo decimonónico quedan situados en el ámbito de la experiencia diaria (con el sentido común, clave principal a su vez del pensamiento de Cervantes).
Esa radical innovación tiene que ver con la teoría literaria, pero aún más con el mercado del libro y, sobre todo, con el talante humano del bueno de Miguel.