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El congreso sobre la Biblioteca de Occidente plantea la cuestión de si se debe proponer una lista de los libros que deberían continuar en forma impresa en la librería de toda familia mínimamente cultivada cuando la lectura digital se haya extendido universalmente.

No podría intentar responder directamente a esta cuestión, pues soy incapaz de hacerlo. Y soy incapaz pues no he conseguido franquear la etapa preliminar, que consiste en tomar las medidas de cómo será en el futuro el reparto entre la lectura digital y la lectura de libros impresos. Como un mal alumno que repite y no llega nunca al final en reflexiones inacabadas sobre este tema. Presento mis excusas porque así esquivaré la cuestión. Debo presentarlas también porque no tengo competencia particular en el dominio de la lectura digital y he de limitarme, como todo el mundo, por otra parte, a suposiciones, proyecciones e hipótesis.

En sí misma, la cuestión de la Biblioteca de Occidente es esencial para definir la cultura de Occidente y para asegurar su supervivencia. Pero, tal como está planteada, parece que considera como adquiridos dos presupuestos:

1) La lectura digital va a expandirse en detrimento de la compra y de la lectura de libros impresos. 2) En el reparto entre los dos modos de adquisición y de lectura de libros, el fondo clásico de una biblioteca privada estará constituida por libros impresos, las compras de ocasión y la lectura de distracción o de información inmediata caerán del lado digital.

Ninguno de estos dos supuestos puede, sin embargo, ser admitido sin examen ni discusión, aunque el primero parece imponerse como una intuición evidente.

Resultados de la encuesta sobre lectura de libros digitales en Francia en marzo de 2013: ciertamente, la lectura de libros digitales aumenta. Pero dos tercios de los lectores de libros digitales declaran que lo digital no ha cambiado sus hábitos de lectura. Los lectores de libros digitales son lectores cuya práctica se intensifica y que estiman que leen y compran cada vez más libros impresos. En fin, el 55% piensan que su uso de libros electrónicos va a aumentar, pero eran el 53% en septiembre de 2012; el 58% piensan que su uso de libros electrónicos permanecerá estable.

Incluso sobre el primer punto, la respuesta no es quizás tan clara como se podría pensar. Sin embargo, no cabe duda de que a medio plazo y sobre todo a largo plazo, la lectura digital ganará terreno. Se impondrá casi fatalmente en las generaciones que habrán aprendido a vivir con una pantalla ante sus ojos al mismo tiempo que a caminar y a hablar.

Los lectores de libros digitales son lectores cuya práctica se intensifica y que estiman que leen y compran cada vez más libros impresos.

Queda por saber en qué dominio se expandirá primero. Miremos primeramente los resultados de la encuesta: los lectores de libros electrónicos son mayoritariamente masculinos, jóvenes (menores de 35 años) y con estudios. La literatura es la materia que está a la cabeza de los libros electrónicos leídos. Y, como acabamos de ver, los lectores de libros electrónicos eran antes, siguen siendo e incluso se convierten en más lectores de libros impresos.

Como en toda encuesta, estos resultados pueden ser interpretados de muchas maneras. Pero sugieren en todo caso que la lectura de libros electrónicos progresa principalmente entre un público educado y cultivado.

No desmiente, pues, la duda siguiente: ¿Estamos seguros de que será el fondo clásico el que permanecerá en forma impresa en las casas particulares y que la lectura de distracción o de información se hará de forma electrónica? ¿Ocurrirá lo contrario?

La hipótesis aceptada, al parecer, por este coloquio es que el hombre cultivado tendrá en su casa un mínimo de obras impresas correspondiente al zócalo de su cultura y de sus conocimientos y que cargará en su lectora electrónica las novelas policíacas que leerá en el tren o en el avión. ¿Estamos seguros de esto? ¿No podría ocurrir que comprase para el tren o el avión novelas policíacas en formato de bolsillo y que consultase la literatura clásica o las obras serias en soporte electrónico?

Pues estamos viendo penetrar la lectura electrónica por dos canales diferentes. De una parte, la lectura cotidiana y, si se quiere, no profesional mediante las lectoras digitales. De otra parte, la lectura de información profesional o de saber universitario, vía ordenadores (las tabletas pueden ser utilizadas de una manera o de otra, pero se sitúan actualmente más bien en el rango de las «lectoras»). El lector de libro electrónico cuyo retrato sale de la encuesta (hombre joven y con titulación) es evidentemente también un lector de informaciones suministradas por los motores de búsqueda que utiliza constantemente, espontáneamente en sus estudios o en su vida profesional.

¿No podría ocurrir que el hombre cultivado comprase para el tren o el avión novelas policíacas en formato de bolsillo y que consultase la literatura clásica o las obras serias en soporte electrónico?

Por otra parte, los motores de búsqueda permiten también, cada vez más, leer en línea las obras colgadas en dominio público (por ejemplo, para la BnF, mediante Gallica), es decir, las obras clásicas. También, cada vez más, acceder a obras que tienen aún derechos de autor pero que no son explotadas por un editor en forma impresa (por ejemplo, ReLire en el caso de la BnF). En fin, permiten, cada vez más, acceder, mediante pago o gratuitamente según los casos, a investigaciones en punta bajo todas sus formas: ediciones críticas con todo su aparato, trabajos críticos, reproducción de fuentes primarias: manuscritos (BVMM de l’IRH), incunables, etc.

Nuestro lector joven, cultivado y diplomado, ¿experimentará en el futuro la necesidad de tener su biblioteca de obras clásicas en forma de libros impresos, es decir, en ediciones que, incluso si son excelentes, están condenadas a envejecer, mientras que su terminal digital ofrecerá el acceso a las ediciones y trabajos más recientes?

Dicho de otra manera, un lector educado y cultivado es más susceptible que otro de recurrir a la lectura digital en el caso de las obras de fondo, porque probablemente será más exigente, se sentirá menos cómodo con el texto desnudo y estará más atento al aparato erudito y crítico que acompaña una edición. Y este aparato se renueva.

Un lector educado y cultivado es más susceptible que otro de recurrir a la lectura digital en el caso de las obras de fondo, porque probablemente será más exigente.

La verdadera cuestión, que yo he despachado de mala manera en dos palabras hace un instante, es la de los costos y de quién va a soportarlos, cuestión ahora debatida y que no se sabe demasiado actualmente cómo será regulada: ¿qué estará o permanecerá en acceso libre? ¿Qué será de pago y a qué precio? ¿Cómo se resolverá la cuestión del mantenimiento científico de los «sitios» y, más aún, la de la salvaguarda, muy costosa, de las bases, frente al riesgo del deterioro de los sistemas y, sobre todo, a su obsolescencia, que exige la transferencia de datos? Nuevos usos y reglas aparecerán en los años venideros. Todo dependerá de esas reglas. Si la consulta de las obras digitales sabias es cara, la biblioteca clásica impresa tendrá su oportunidad. Si no, las obras clásicas impresas serán las primeras en tornarse cada vez en menos frecuentes.

Así, la Biblioteca de Occidente, impresa, que cada uno tendrá en su casa, no será la del «hombre cultivado», sino la del «semiculto» que tendrá en su salón una fila de libros para enseñarlos. No serán libros verdaderamente leídos. Actualmente, en Francia, todo el mundo posee una colección de volúmenes de La Pléiade (colección muy cara que se vende muy bien), pero no se lee en esta colección salvo que no se pueda hacer de otra manera: si se posee la misma obra en colección de bolsillo (hoy, en la lectora digital o en tableta) es de esta forma como se lee.

¿Cómo se resolverá la cuestión del mantenimiento científico de los «sitios»?

El congreso tiene razón, sin embargo, al proponer la cuestión, pues España es por excelencia el país que le aporta una buena respuesta. La colección de clásicos publicados por la Real Academia Española constituye verdaderamente la biblioteca del «hombre de bien» al mismo tiempo que la del «especialista», pues ofrece ediciones de referencia, ediciones sabias, presentadas de forma accesible. La alta instancia académica se hace garante de su memoria literaria. Pero ¿quién podría jurar que esta colección no conocerá un día una versión digital?

Si la lectura digital conoce en los años que viene una extensión decisiva, los libros impresos pueden quedar confinados al espacio de la bibliofilia. Poseer libros impresos será un lujo, una elegancia, un gusto de anticuario. Se exigirá de los libros un sello de autenticidad. Se privilegiarán las ediciones antiguas como hoy se prefiere el mobiliario Luis XV auténtico a las imitaciones que se venden en los grandes almacenes. La biblioteca impresa del «hombre de bien» será una biblioteca de antigüedades.

Queda un punto que opone una dificultad a mi hipótesis. La edición digital es una verdadera edición. No es la simple puesta en línea del texto. Esta edición tiene un costo, incluso si es inferior al del impreso (no hay transporte ni almacenaje): el costo del operativo tecnológico necesario; un costo que es, ya lo he dicho, el de su salvaguarda. La esperanza de ver las obras digitales eruditas o sabias constantemente actualizadas es, sin duda, utópica. Esto deja una oportunidad al impreso.

La edición digital es una verdadera edición. No es la simple puesta en línea del texto.

Lo que también deja una oportunidad al impreso, en un orden diferente, es el probable desarrollo de la impresión por demanda (cuatro minutos para imprimir un libro, encargado por correo electrónico o por teléfono, y a un precio módico, según me decía hace algunos días Robert Darnton). En estas condiciones, las fronteras entre impreso y texto digital se imbrican a favor de una complementariedad, en función de necesidades y gustos individuales.

En cuanto a la verdadera cuestión, que yo he eludido hasta aquí, la de la Biblioteca de Occidente, cualquiera que sea su forma, impresa o digital, se plantea menos a causa de que la lectura es digital que por el hecho de que la literatura occidental no tiene ya canon o porque el canon no es ya el de Occidente. El verdadero cambio de la cultura no es el desarrollo de lo digital a costa de lo impreso, sino el hecho de que la Biblioteca de Occidente no la verá ya en adelante el Occidente, sino como una biblioteca entre muchas otras. La cuestión es saber si se puede mantener un canon en el interior de un conjunto que no es el canon universalmente admitido y reconocido. En el tiempo en que Occidente no conocía y no admiraba sino su propia literatura, en el tiempo en que el canon de esta literatura era el de la literatura antigua, constituida por un número de obras bastante reducido como para poder ser más o menos dominado por un espíritu cultivado, en el tiempo mismo en que la lectura y el teatro eran los únicos entretenimientos del espíritu o en el que haber leído una novela importante era una obligación de la vida social, existía un corpus más o menos definido y relativamente limitado, que cada uno conocía por supuesto (el Lagarde et Michard). Hoy, todas las literaturas del mundo tienen a nuestros ojos una dignidad igual. Tenemos acceso a todas. Tenemos la posibilidad teórica de leerlo todo. El resultado es que tenemos todas las excusas para no haber leído tal o cual obra (cuya ignorancia hubiera hecho enrojecer a nuestros padres) porque podemos haber leído otra cosa en su lugar. El resultado es sobre todo que, incluso si suponemos que se lee tanto como antes, no podemos suponer que hemos leído lo mismo que el vecino: la connivencia e intersubjetividad nacida de una cultura literaria común ha desaparecido. Para las nuevas generaciones, la música es claramente, me parece, quien ha reemplazado a la literatura en este papel.

El verdadero cambio de la cultura no es el desarrollo de lo digital a costa de lo impreso, sino el hecho de que la Biblioteca de Occidente no la verá ya en adelante el Occidente.

Una vez más, a mi parecer, es esto, más que la revolución digital lo que amenaza la Biblioteca de Occidente.

Último punto. ¿Quién propone hoy sistemáticamente al lector una biblioteca básica de clásicos? Las lectoras y las tabletas electrónicas. Generalmente están provistas de un fondo de un centenar de obras gratuitas en las principales lenguas occidentales (inglés español, francés, alemán, italiano). La expresión biblioteca básica de clásicos es, a decir verdad, demasiado halagadora en cuanto supone una elección reflexiva (como la que se propone este congreso). En cambio, la biblioteca básica de una lectora parece reunida al azar, teniendo como único criterio la notoriedad de las obras seleccionadas. Son obras necesariamente clásicas (son de dominio público), casi únicamente en prosa (de hecho, casi únicamente novelas) y van poco más allá del siglo XIX. Pocos poetas (fuera de Baudelaire), pocos filósofos (fuera de Nietzsche), nada de teatro, fuera de Shakespeare (Ricardo III en alemán en la lectora de Bookeen), nada de historiadores (la escritura de la historia se renueva y solamente historiadores muy antiguos pueden ser considerados como canónicos porque testimonian un estado desaparecido de la ciencia histórica). Las tabletas ofrecen el texto pelado, desde luego, porque es preciso que sea de dominio público. Las lectoras compiten, pues, directamente con las colecciones básicas de bolsillo que ofrecen también solamente el texto, pero no con las que proponen verdaderas ediciones. No obstante, ¿no serán para muchos suficientes estas mínimas ediciones electrónicas gratuitas? ¿Quién va a comprar, sea en digital, sea en impresión, estas obras que están disponibles de forma gratuita? ¿Estará limitada la Biblioteca de Occidente impresa a lo que desdeñan los fondos gratuitos de las lectoras: viejos poetas y filósofos? No estaría nada mal que esta «rareza» les valiera una pequeña moda paradójica.

¿Quién propone hoy sistemáticamente al lector una biblioteca básica de clásicos?


(-Este texto se publicó por primera vez en Nueva Revista, número 144, pp. 16-24. Lo hemos reproducido por su actualidad. En su origen está la conferencia pronunciada el 19 de junio de 2013 por el profesor Zink en el Monasterio de Yuso, en el marco del Congreso sobre la Biblioteca de Occidente, organizado por Nueva Revista.

-El vídeo corresponde a la conferencia arriba mencionada.

-La traducción del francés ha sido realizada por Miguel Ángel Garrido Gallardo.)

Profesor del Collège de France. París