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Michael J. Sandel. Nacido en Minneapolis (EE. UU.), en 1953, es uno de los pensadores de referencia en el ámbito de la filosofía política y la divulgación. Catedrático de Ciencias Políticas en Harvard, es autor de numerosas y exitosas obras sobre justicia, ética, democracia… Este año ha revisado y actualizado su libro, publicado por primera vez en 1996, El descontento democrático.


Avance

Michael J. Sandel: El descontento democrático. En busca de una filosofía pública. Debate, 2023

Sostiene Michael J. Sandel en esta entrevista que el tiempo ha venido a darle la razón y que la democracia hoy está en peligro por los motivos que dio a mediados de los 90 en «El descontento democrático». La globalización neoliberal no contribuyo a la paz, la prosperidad y la expansión de la democracia: «la fe y la complacencia asociada a los mercados se ha agotado después de la crisis económica de 2008, provocada por la desregulación financiera, y después de la pandemia, cuando nos dimos cuenta de que las cadenas de suministro globales y la deslocalización de empresas a países productores a bajo coste no era tan eficientes como nos creíamos». Además se han sumado otros problemas como la polarización, la ruptura de consensos básicos o mínimos: «No existe consenso sobre conceptos como justicia o libertad. Para la izquierda y la derecha significan cosas distintas. Con demasiada frecuencia el debate partidista acaba siendo una trifulca. De eso es de lo que tenemos que alejarnos». Porque impiden todo debate. Alejan el entendimiento. Impiden cualquier acuerdo. Sandel manifiesta su deseo de un mejor debate público, «que en las últimas décadas ha estado vacío de significado y propósito moral. Ha habido muy poco debate sobre cuestiones fundamentales. ¿Qué significa una sociedad justa? ¿Qué nos debemos unos a otros?».

A la polarización y al descontento actual en relación a la democracia, se une la promesa rota de las redes sociales que, nacieron «para unir al mundo y paradójicamente lo han dividido como nunca antes. Su modelo de negocio se ha convertido en un peligro. Por un lado, porque promueve la indignación más incendiaria y no encierra en burbujas de opiniones afines en lugar de animarnos a deliberar, argumentar, razonar, debatir, relacionarnos con las personas con las que no estamos de acuerdo. Y por otro, porque atenta contra la privacidad».

En este contexto, paradójicamente, la guerra en Ucrania ha actuado como una poderosa fuerza integradora de las democracias occidentales. Pero, ¿se extenderá más allá del apoyo a Ucrania? Es una pregunta difícil, responde Sandel. «Para que el proyecto europeo tenga éxito es necesario cultivar un sentido de ciudadanía común».


Artículo

A

Michael J. Sandel, profesor de Filosofía Política de la Universidad de Harvard y Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales en 2018, no es difícil verle cada cierto tiempo en nuestro país. Su mujer, Kiku Adatto, socióloga y profesora en el mismo campus, logró la nacionalidad española gracias a su origen sefardí y el matrimonio y sus dos hijos disfrutan a menudo de la que consideran su patria espiritual. 

Sandel (Minneapolis, 70 años) aprovechó para presentar con su esposa el libro infantil Babayán y la estrella mágica (Nagrela Editores), que ofrece a padres y educadores una guía adaptada del curso Justicia, con el que hace una década el docente llenó estadios de fútbol americano y logró audiencias millonarias online. Su trabajo más reciente, sin embargo, es la edición revisada de El descontento democrático (Debate), el descomunal análisis político-histórico publicado en 1996 en el que denunció la división social y el rechazo a las élites que han acabado por estallarle en la cara a la democracia occidental un cuarto de siglo más tarde.

Pregunta. Alertó de lo que estaba sucediendo en el cénit de la globalización y bajo su capa de autocomplacencia. ¿En algún momento sintió la soledad del profeta?

Respuesta. Supongo que podríamos definirlo así, en efecto [risas]. Hubo mucha gente que no estuvo de acuerdo conmigo. De hecho, participé en encendidos debates con economistas y periodistas que estaban mucho más entusiasmados que yo con cómo la globalización neoliberal iba a contribuir a la paz, la prosperidad y la expansión de la democracia. Eso era lo que se pensaba en los 90. ¿Me siento reivindicado? Quizá sí, pero no satisfecho con mi análisis. Los hechos han confirmado mis preocupaciones. La democracia hoy está en peligro por razones que identifiqué entonces. La pregunta ahora es cómo abordar la polarización.

P. ¿Podría ofrecer tres razones para ser mantener la esperanza incluso en un panorama sombrío?

R. La primera razón podría ser el reconocimiento de la necesidad de reconsiderar la doctrina económica que empujó a la desigualdad de las últimas décadas y al agravamiento de la polarización. Una segunda razón es el cuestionamiento por parte de la ciudadanía de la fe en los mercados. Durante cuatro décadas, los principales partidos y destacados economistas abrazaron unos postulados que se remontan a Ronald Reagan y Margaret Thatcher y que sugerían que el gobierno es el problema y los mercados, la solución. Se mantuvieron vigentes incluso después de que sus promotores abandonaran el escenario político y fueran relevados en los 2000 por políticos de centroizquierda: Bill Clinton en EE. UU, Tony Blair en Reino Unidos, Gerhard Schröder en Alemania… Estos políticos limaron las aristas de dicho credo, pero no cuestionaron su premisa fundamental: la idea de que los mecanismos del mercado proporcionan los principales instrumentos para conseguir el bien común. La fe y la complacencia asociada a los mercados se ha agotado después de la crisis económica de 2008, provocada por la desregulación financiera, y después de la pandemia, cuando nos dimos cuenta de que las cadenas de suministro globales y la deslocalización de empresas a países productores a bajo coste no era tan eficientes como nos creíamos. La tercera razón es el deseo de un mejor debate público, que en las últimas décadas ha estado vacío de significado y propósito moral. Ha habido muy poco debate sobre cuestiones fundamentales. ¿Qué significa una sociedad justa? ¿Qué nos debemos unos a otros ? Ahora donde quiera que voy encuentro hambre de una mejor ciudadanía, verdadero apetito por un mejor tipo de debate público. Uno que se comprometa más directamente con las grandes cuestiones morales y cívicas. Los jóvenes están especialmente entusiasmados por participar en dicho debate. Otra cosa es que los partidos mayoritarios estén respondiendo a tal demanda.

P. ¿Qué lado del espectro ideológico está mejor equipado para hacer frente a los retos del presente?

R. El espectro ideológico refleja el empobrecido debate público que acabo de describir. Hoy el debate público en una charleta tecnocrática que no inspira a nadie y que, cuando lo inflama la pasión, se convierte en un concurso de gritos donde se lanzan consignas ideológicas y ni siquiera se escuchan los argumentos de aquellos con los que se está en desacuerdo. Uno de los motivos que me ha impulsado a actualizar el libro ha sido el querer cambiar los términos que definen el actual espectro ideológico. No existe consenso sobre conceptos como justicia o libertad. Para la izquierda y la derecha significan cosas distintas. Con demasiada frecuencia el debate partidista acaba siendo una trifulca. De eso es de lo que tenemos que alejarnos.

P. Como conocedor del escenario político español, quisiera preguntarle por algunos planteamientos más de fondo. En su opinión, la izquierda debería ofrecer una visión positiva del patriotismo. ¿Cómo se articula ese sentimiento en un mundo que durante décadas apostó por estructuras supranacionales?

R. En las últimas décadas, el centroizquierda ha evitado hablar de patriotismo y ha permitido que la derecha se apropie de él. Es fácil de entender: el patriotismo de derechas rechaza la inmigración por considerarla una amenaza para los trabajadores autóctonos. Ese fue el argumento al que recurrió Trump para impedir la entrada de personas procedentes de México y América Central. Como resultado, el centroizquierda ha tendido a asociar el patriotismo con la hostilidad hacia los que vienen de fuera y ha evitado hablar del tema. Eso, a mi juicio, es un error. El centroizquierda necesita articular un sentido de comunidad nacional. Apelar a un sentido de pertenencia a partir experiencias históricas compartidas y los símbolos que le dan expresión y remiten a obligaciones mutuas, como la sanidad pública, la educación o la vivienda. Un patriotismo arraigado en la solidaridad como alternativa. El patriotismo es un sentimiento demasiado potente para dejárselo a los partidos xenófobos ultranacionalistas.

P. La derecha ha sabido sintonizar con legítimas reclamaciones de la clase obrera, aunque también ha dado alas al populismo. ¿Algo que alegar?

R. Desde 2016, el centroderecha está siendo desafiado por el populismo autoritario de derechas. Y en muchos lugares, incluido Estados Unidos, ha empezado a desplazar al centroderecha tradicional. Ésta tiene que decidir si se pronuncia en contra de las exigencias racistas y sexistas —como han hecho algunas figuras en mi país y en otros países europeos— si no quiere verse dominada. Como observador externo veo que España se ha manifestado en contra de la tendencia general en Europa en las elecciones generales. Es una señal alentadora. Está por ver si otros países de la UE y EE. UU seguirán su ejemplo.

P. En 15 años hemos sufrido tres crisis globales: la económica de 2008, la de la COVID y la invasión rusa de Ucrania. Paradójicamente, esta guerra ha unido a todo el continente —incluido el Reino Unido posBrexit— frente una amenaza común. Está claro que la guerra es sinónimo de muerte y destrucción, pero me pregunto si Europa ha encontrado por fin el propósito moral compartido que usted y el presidente Vaclav Havel reclamaban en su libro.

R. Es cierto que la guerra en Ucrania ha actuado como una poderosa fuerza integradora de las democracias occidentales. Pero, ¿se extenderá más allá del apoyo a Ucrania? Esa es una pregunta difícil. Para que el proyecto europeo tenga éxito es necesario cultivar un sentido de ciudadanía común. No para reemplazar a la identidad nacional, sino para que la gente vea que su voz se oye en del Parlamento Europeo o la Comisión Europea. En los años 90 ya se hablaba del déficit democrático de la UE. Eso me preocupó entonces y me preocupa ahora.

P. Usted insiste en la necesidad de crear plataformas para la conversación pública que no acepten el modelo de negocio basado en la publicidad con el que operan las empresas tecnológicas. En los últimos dos años Facebook ha pasado a ser Meta y ha lanzado Threads para competir con Twitter, ahora X. Esta ha cambiado de propiedad, de política y de logo. Zuckerberg y Musk se retan públicamente a pelear. ¿Cómo valora la huida hacia adelante de los gurús de la tecnología y su ‘panem et circenses’ del siglo XXI?

R. Una causa de la polarización y del descontento actual en relación a la democracia del que hablábamos antes tiene que ver con las profundas desigualdades provocadas por la globalización neoliberal. Pero otra causa está en las redes sociales, que nacieron con la promesa de unir al mundo y paradójicamente lo han dividido como nunca antes. Su modelo de negocio se ha convertido en un peligro. Por un lado, porque promueve la indignación más incendiaria y no encierra en burbujas de opiniones afines en lugar de animarnos a deliberar, argumentar, razonar, debatir, relacionarnos con las personas con las que no estamos de acuerdo. Y por otro, porque atenta contra la privacidad del usuario. En lo que respecta a la protección de datos he de reconocer que la UE lo ha hecho mejor que EE. UU.

P. Al final del epílogo de El descontento de la democracia, escribe: «La política es una negociación constante entre lo necesario y lo posible». Dedica esas páginas al reto de actuar frente a la crisis climática. ¿Qué factor podría ser decisivo para que el mundo decidiera trabajar en la misma dirección?

R. Existe la tentación de pensar que la solución contra el cambio climático puede ser completamente tecnológica, pero eso sería un error. No podremos abordar el cambio climático a menos que encontremos cómo restaurar nuestra capacidad de razonar juntos sobre los grandes desafíos que tenemos, y el climático es uno de los mayores. Durante las últimas cuatro décadas hemos permitido que el debate público fuera desplazado por la fe tecnocrática. Pero los mercados y la tecnología por sí solos no resolverán la crisis climática. Necesitamos un tercer elemento: la democracia. Y por democracia me refiero a la implicación no solo de científicos y expertos, sino también de los ciudadanos, incluidos aquellos que trabajan en industrias relacionadas con los combustibles fósiles, como la minería, o la agricultura. Que no confían en las élites y con razón, porque han visto que casi todos los beneficios de la globalización se los ha llevado un 20% que está por encima de ellos. Gran parte de la reacción populista contra las élites que hemos visto, especialmente en Europa, ha sido desencadenada por el intento de reducir las emisiones de carbono de arriba abajo. Lo vimos con los chalecos amarillos en Francia y lo hemos vuelto a ver recientemente en los Países Bajos cuando el Movimiento Campesino-Ciudadano ha protestado contra las restricciones al uso de fertilizantes en ausencia de foros de debate público que incluyan su participación. Necesitamos articular formas de participación en las que los trabajadores en transición hacia la economía verde tengan la confianza de que no se convertirán en perdedores igual que lo fueron de la globalización.


Foto: Luiz Munhoz para el festival Fronteiras do Pensamento. El archivo se publicó originariamente en https://flickr.com/photos/61838152@N06/14104701140 En dominio público bajo licencia CC-BY-SA-2.0


Artículo publicado originalmente en © El Mundo. Reproducido aquí con autorización.