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Death in Venice, de Benjamin Britten (Gran Teatre del Liceu, Barcelona, 27.5.08)

Los Buddenbrook, de Thomas Mann
Traducción de Isabel García Adánez. Edhasa, 2008, 884 pp.

Los Mann, dirigida por Heinrich Breloer (DVD. Avalon. Alemania, 2001, 315 min.)

Robert Musil y Thomas Mann no tuvieron una relación fácil. El primero, después del éxito de su obra inicial, vivía en la precariedad más absoluta, enfrascado en la redacción de El hombre sin atributos, una novela interminable que le absorbió los últimos trece años de su vida. El segundo alcanzó la fama con su primera novela, Los Buddenbrook, por la que le otorgarían casi treinta años después el Premio Nobel de Literatura. Quizá fue porque, desde el comienzo, se reconocieron como competidores. Deseaban ser visitados por las mismas musas, aquellas que alumbraron los caminos de la bildungsroman en las primeras décadas del siglo XX. Sin embargo, aquellas novelas perseguían un anhelo común: la resurrección de un hombre contracorriente, enfrentado a la nueva sociedad alumbrada con el nuevo siglo, la del predominio de lo material sobre lo espiritual.

«Considerar a la bondad como una forma peculiar del egoísmo; relacionar las emociones con las secreciones internas; establecer que en el hombre, de diez partes, ocho o nueve son de agua; declarar que la célebre libertad moral del carácter no es otra cosa que un fenómeno automático y accesorio del librecambio; pretender que la belleza dependa de la buena digestión y de una ordenada distribución del tejido adiposo; calcular estadísticamente las cifras de las concepciones y de los suicidios para demostrar que actos, al parecer los más libres del hombre, se escapan a su albedrío […] semejantes ocurrencias, que en cierto sentido desenredan el truco de la prestidigitación de las ilusiones humanas, crean siempre una especie de conjetura, favorable en orden a adquirir una acepción específicamente científica». El mundo de hoy tiene ese inconfundible aire enfático y fatuo de la Kakania por la que Musil hace discurrir a su antihéroe. Casi de la misma forma, Mann dibuja al último de los Buddenbrook, al desubicado Hanno, que no puede reprimir un sentimiento de hastío frente a los intentos de su padre por convertirle «en un comerciante muy hábil y ganar mucho dinero». «Ésos eran los escrúpulos que sentía, esa especie de resistencia desesperada y opuesta a su naturaleza escrupulosa que se veía obligado a vencer a diario, en la vida práctica, cuando, una vez más, no alcanzaba a comprender, a superar, cómo es posible analizar una situación, tomar conciencia de ella y, sin embargo, aprovechar la coyuntura sin avergonzarse. Ahora bien, aprovecharse sin mostrar vergüenza, se decía, indica que uno vale para abrirse camino en la vida».

Sin embargo, sus destinos se unirían al ser dos de los escritores que se vieron obligados a exiliarse ante el ascenso del nacionalsocialismo. Ya en 1932, cuando lo inevitable estaba ya a la vuelta de la esquina, Thomas Mann se sumó sin ambages a la fundación de la Robert Musil Society en Berlín. Ese mismo año afirmó que lo que se había publicado de El hombre sin atributos era la novela contemporánea más importante que se había escrito.

Por las obras de Mann desfilan hombres que, a la luz de aquellos tiempos, se revelaban sin valor ni provecho alguno: Christian y Hanno Buddenbrook, Gustav von Aschenbach, Hans Castorp, Adrian Leverkühn. Quizás porque en lo más íntimo de aquel mago que les dio vida también había un hombre sin atributos que pugnaba con el hombre burgués y acomodado. Como Thomas Buddenbrook, el senador y cónsul que hereda el gran negocio familiar, que se procura una buena posición social, pero que, tras la muerte de sus padres, acaba consumiendo sus días hastiado ante una vida que ha sido constante apariencia y representación. «La absoluta falta de entusiasmo por algo que de verdad le apasionase, el empobrecimiento y la desolación que reinaban en su interior —una desolación tan profunda que se traslucía en un estado de pesar casi permanente y tan indeterminado como angustioso—, unidos a un implacable sentido del deber y a la firme determinación de seguir mostrando la máxima dignidad por todos los medios y guardar las “apariencias”, habían transformado su existencia en eso: en algo artificial, conscientemente forzado, por lo que cualquier palabra, cualquier movimiento, cualquier acción que implicase el más mínimo contacto con otras personas, se convertía en una agotadora e irritante actuación teatral».

I

Más de cien años después de estas líneas, corren el riesgo de ser desprovistas de sus atributos. La capacidad actual por quedarse en la superficie, la acendrada aversión a desentrañar la complejidad de un pensamiento, condiciona aún hoy la percepción y comprensión de la obra de autores como Thomas Mann. Buena prueba de ello es Muerte en Venecia, donde es difícil encontrar una opinión que sea algo más que el relato donde un artista maduro se dedica a perseguir por Venecia a un jovencito sin que llegue a tocarle ni dirigirle la palabra.

Obras inspiradas en él, como la película de Luchino Visconti (1971) o la ópera de Benjamín Britten (1973) también resultan interpretadas en un único sentido. La obra de Mann es una invitación permanente a no quedarnos en las frases literales que leemos. Hay una historia detrás de la historia formal, el acceso a un mundo interior que, desde luego, no es fácilmente inteligible. Pero en sus escritos, se confiesa seguidor de la «óptica doble», un estilo que pretende ser comprensible tanto para los más rudos como los más refinados. Dice su biógrafo Hermann Kurzke, en Thomas Mann. La vida como obra de arte (Galaxia Gutenberg, 2003) que «para los rudos hay una cara exterior suficientemente comprensible. Para los refinados, los sofisticados, y en los casos más extremos, incluso sólo para él mismo (pues seguro que hay pasajes más que suficientes cuyo sentido más profundo nunca podremos descifrar), hay un estrato más profundo únicamente reservado para los iniciados».

Este año subía por primera vez al escenario de un teatro de ópera español la obra del compositor británico Benjamin Britten, Death in Venice. El primer reto del director de escena germano Willy Decker consistía en conseguir esa atmósfera de tensión psicológica, latente, nunca resuelta hasta el final del relato, sin caer en lo fácil, en composiciones teatrales obvias que soslayaran el carácter simbólico de la obra de Mann. Sus propuestas escénicas anteriores así lo atestiguaban. Estamos ante uno de los grandes de la dirección escénica europea, muy en la línea germana de teatro conceptual, que sugiere más que muestra.

La Muerte en Venecia vista en Barcelona es una producción de gran excelencia escénica, con hallazgos e ideas teatrales muy estimables, como por ejemplo el cuadro que representa a la ciudad leyendo las últimas noticias, intentando encontrar alguna pista sobre el rumor que corre ya de boca en boca: una epidemia de cólera asola Venecia. O también la escena del teatro de guiñol, un teatro dentro del teatro, una manera de contar la obsesión de Aschenbach por todo lo que le ha ocurrido desde que un caluroso día llegase al Lido, huyendo de la fría Múnich. La parodia del grupo de músicos, ya muy cerca del final, es otro de los momentos geniales de esta producción.

Sin embargo, Decker nos ha querido trasladar un Aschenbach desesperado, que presiente su perdición. Hay algo de pesimismo vital en este personaje que crea la música de Britten y que se encarga de subrayar el director germano. «Las palabras no vienen». A diferencia del relato de Mann, el protagonista no es un escritor consagrado, sino un artista que tiene enormes problemas para dar curso a su obra. Nos lo muestra una enorme mesa con que se abre la ópera, atestada de papeles descartados.


Death in Venice de Britten en el Gran Teatre del Liceu © Bofill

Esta desesperación remite a la lectura de la película de Luchino Visconti, donde el protagonista era un compositor, director de orquesta, que atraviesa por un periodo de confusión artística. Sus conciertos acaban siempre con el más sonado de los fracasos. Se impone una ruptura, una huida que permita poner tierra de por medio y volver con fuerzas renovadas. Pero Aschenbach nunca volverá de ese viaje.


Death in Venice de Britten en el Gran Teatre del Liceu © Bofill

En realidad, la muerte es el gran presentimiento del relato, la gran sombra que acompaña al protagonista a todas partes. El aire funerario de las góndolas inspiró a Mann esa imagen que tan bien se plasma en la producción de esta ópera, con un gondolero siniestro, con chistera, que conduce en silencio a Aschenbach hasta el Lido, como si fuera la reencarnación de Caronte, aquel barquero de la mitología clásica que conducía las almas de los muertos al remoto territorio del Hades.

Ya en el hotel, nuestro escritor camina siempre con pasos cortos, enfundado en un traje oscuro, que contrasta con la blancura del vestuario de los demás huéspedes. Una de las escenas más sorprendentes es la enorme vulgaridad con la que se sustancia el encuentro con Tadzio, que en modo alguno puede suscitar la reflexión sobre la belleza clásica del relato. Hasta que aparece la madre, que en esta producción encarna la actriz Francesca Pisanello. Distinguida, elegante, bellísima, recuerda a la encarnación misma de una época ya próxima a su fin, como el personaje de Gerda Arnoldsen en Los Buddenbrook o la Mariscala en el Rosenkavalier straussiano. Visconti también nos ofreció una imagen inmortal de aquel modo de vestir, de comportarse, tan próximo a desaparecer tras la Gran Guerra, en la personalidad de la actriz Silvana Mangano.

 

El apartado musical está excelentemente defendido por Hans Schöpflin, en uno de sus papeles fetiche, muy bien acompañado por Scott Hendricks y la voz de Carlos Mena en su intervención como Apolo. Sebastián Weigle consigue una lectura muy acorde con la producción, en otra ópera de un compositor que el Liceu parece haber encontrado la senda de la excelencia, como el Billy Budd que pudo verse en este mismo escenario hace unas temporadas.

Decker mantiene a lo largo de toda la ópera un gran ritmo en escena, con cuadros llenos de simbolismo. Pero como no podía ser de otro modo cuando se trata de Muerte en Venecia, se deja deslizar en ocasiones hacia lo estrictamente morboso, corriendo el riesgo de que gran parte del significado de la obra permanezca tristemente escondido.

 

II

«La rectitud, el equilibrio es lo principal para mí. Siempre habrá personas en las que esté justificado ese constante interés por sí mismas, esa constante observación de sus sentimientos: poetas capaces de recrear una vida interior privilegiada en acertadas y bellas palabras, y de enriquecer con ello los sentimientos de los demás. Pero nosotros no somos más que simples comerciantes, querida mía; el resultado de nuestra introspección es insignificante hasta un punto descorazonador […] no tenemos más remedio de sentarnos a trabajar y hacer algo de provecho». Thomas Buddenbrook aparece en la imaginación de Thomas Mann como un hombre con ideales prácticos, esos mismos que detestaba tanto su abuelo, el viejo Johann.

No tendría tiempo de ocuparse en cosas sin una aparente utilidad. Por eso recela de las clases de música que su hijo, Hanno, recibe a instancias de su madre, una consumada violinista. La belleza, aquella que saturó los sentidos de Aschenbach en Venecia, consume las fuerzas del joven Buddenbrook, las mismas que necesita para enfrentarse a la vida todos los días. «Entonces se apoderó de él aquella sensación de abatimiento absoluto que tan bien conocía. De nuevo sintió cuánto dolor produce la belleza, cómo desemboca en el más profundo sentimiento de vergüenza y anhelante desesperación y, a pesar de todo, consume también todo el valor y la capacidad de subsistir en la vida corriente».

 

Buddenbrooks. Verfall einer Familie (Los Buddenbrook. Decadencia de una familia) fue publicada en 1901 por un joven escritor de apenas veinticinco años. Cuando le concedieron el Nobel, en 1929, con tres obras más a sus espaldas, no imaginaría que esta extensa novela fuese la mencionada por el jurado de la Academia Sueca para concederle tan distinguido galardón: «Principalmente por su gran novela, Los Buddenbrook, que ha conquistado un reconocimiento cada vez mayor como una de las obras clásicas de la literatura contemporánea». Hasta nosotros ha llegado una nueva traducción editada por Edhasa a cargo de Isabel García Adánez, que también tradujo para la misma editorial La montaña mágica. La intención ha sido la de presentar un texto fiel al original que permite, al lector en español, apreciar todos los matices del estilo del gran autor alemán.

Desde el primer capítulo de esta novela, se constata la capacidad observadora de Mann, acreditada en sus relatos anteriores. El comienzo se fragmenta en capítulos cortos, que hacen avanzar la historia a un ritmo frenético, para detenerse en aquellos momentos que serán decisivos para la vida de los personajes. Una colección de momentos yuxtapuestos, que casi presagia la forma de contar del, por aquel entonces, incipiente cinematógrafo. La voracidad observadora del escritor destila una fina capa de ironía. En las páginas de esta novela nos encontramos un experto en crear atmósferas («Las velas se iban consumiendo lenta, lentamente, y a veces, cuando la corriente de aire inclinaba sus llamas hacia un lado, un suave olor a cera se extendía por la mesa») a partir de la subjetividad de los personajes y de ese narrador omnisciente que entra y sale de sus mentes.

 

«Todos los personajes tienen algo de mí. Un artista que no revele toda su individualidad es un siervo inútil. Pero, ¿cómo puedo revelarme a mí mismo sin revelar, al mismo tiempo, el mundo que me rodea? Los Buddenbrook son mi sueño», nos dice el escritor en un momento de Los Mann, la serie producida por la televisión bávara y ganadora de varios premios audiovisuales. Al igual que con Musil, Thomas Mann mantendría una relación tensa con su hermano, Heinrich, también escritor como él. Los celos profesionales también se extenderían al resto de la familia, donde dos de sus hijos, Klaus y Erika, iniciarían su propia trayectoria artística. Sin embargo, el paso del tiempo acabaría por reencontrar a la familia, con la excepción de Klaus, a quien las musas han abandonado definitivamente, una vez concluida la guerra mundial.

Robert Musil morirá sin cumplir su empeño de terminar El hombre sin atributos. La muerte le sorprenderá en el cuarto de baño de su habitación en Roma. Encima de su escritorio quedaron las últimas notas de esta novela que, quizá, estaba predestinada a que no terminase nunca. En aquellas páginas sigue viviendo el matemático Ulrich, el hombre sin atributos, acompañado de la bella Diotima, cuyo nombre tomaría Musil de este poema de Hölderlin:

 «Ven,gozo de la musas celestiales, que antaño reconciliabas
 a los elementos, y apacigua el caos de estos tiempos.
 Sosiega las airadas discordias con celestes melodías de paz,
 hasta que en los mortales pechos lo divino se unifique;
 hasta que aquella antigua naturaleza humana, grande y tranquila
 resurja, poderosa y más serena, de esta época agitada».
Periodista y crítico musical