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Lutero era una persona piadosa y un alma atormentada. Tenía razón, como Erasmo y otros intelectuales de la época, en la necesidad de la reforma de la Iglesia de su tiempo, pero, disputando, disputando y luchando con la incomprensión, el centro de su enseñanza y predicación, el verdadero motor de la Reforma llegó a ser afirmar la justificación por la sola fides y no también por las obras del hombre pecador. La distancia entre Dios y el hombre sería tan grande que, en orden a la salvación, cualquier cosa que realice el ser humano es sencillamente irrelevante. Este descubrimiento —que está sin duda vinculado a la psicología y la angustia existencial de Lutero— parece que tiene ya raíces en los años de su primera docencia.

«Yo no le amaba, yo más bien odiaba al Dios justo que castiga a los pecadores. En silencio, sin blasfemar contra Dios, me encolerizaba contra él. Como si no fuera suficiente que nosotros, miserables pecadores, estuviéramos perdidos ya para la eternidad por el pecado original, nos veíamos encima oprimidos por todo tipo de calamidades a través de los diez mandamientos». Y sigue más tarde: «Noche y día medité estas palabras hasta que al final, por gracia de Dios, presté atención al contexto: ‘La justicia de Dios se revela en él de la fe hacia la fe, como está escrito: el justo vive de la fe’. Entonces entendí que la justicia de Dios por la que vive el justo es un don de Dios, esto es, la fe […]. Enseguida tuve la sensación de experimentar un nuevo nacimiento, de entrar en el paraíso con las puertas abiertas de par en par. Inmediatamente, toda la Escritura brilló con una luz diferente. Empecé a recorrer las Escrituras de memoria y encontré muchos otros términos con el mismo significado: la obra de Dios, esto es lo que Dios obra en nosotros; el poder de Dios por el que nos hace poderosos; la sabiduría de Dios que nos hace sabios… Por ello, quería exaltar este nombre dulcísimo, la justicia de Dios, tanto como lo había odiado antes. Esta frase de Pablo fue para mí la entrada en el paraíso».

La cita es bastante larga, pero significativa, pues incluye un conjunto de rasgos clave del pensamiento de Lutero y la teología de la Reforma. Sobre todo, el rechazo de la razón para comprender verdaderamente el mensaje de Dios, y el valor, en cambio, de la actitud existencial: «Es imposible armonizar fe y razón… Hay que abandonar la razón, sin conocerla siquiera, aniquilarla del todo; de lo contrario no se puede entrar en el cielo». De ahí también, el rechazo de la escolástica que incluye, por ejemplo, a Aristóteles —»Virtualmente, la entera Ética de Aristóteles es el peor enemigo de la gracia… En breve, todo Aristóteles es para la teología, lo que es la oscuridad para la luz»— y el «pobre Santo Tomás de Aquino, que no entendió una palabra ni de Aristóteles, ni del Evangelio». Peligroso camino intelectual.

Y concluye: «Creo simplemente que es imposible reformar la Iglesia a no ser que el derecho canónico, la teología escolástica, la filosofía, la lógica, tal como ahora se enseñan, se enraícen profundamente… de modo que el puro estudio de la Biblia y de los padres de la Iglesia sean restaurados». La reforma necesaria en la Iglesia tenía que hacerse desde sus principios íntimos que no eran otros que la Palabra de Dios, el Evangelio, que se contenía en la Sagrada Escritura, que era per se certissima, apertissima, sui ipsius interpres omnium omnia probans iudincans et illuminans.

En 1520 Lutero publica tres obras y, especialmente en una de ellas —De Captivitate Babylonica Ecclesiae—, discute la autoridad del papa, el celibato eclesiástico, los sacramentos, de los que solo acepta el Bautismo y la Cena, etc. En este momento es cuando Erasmo, y otros con él, se dan cuenta de que la Reforma se ha roto y ha comenzado otra cosa, la herejía.

Este mismo año, con el decreto Exurge Domine, el Papa le amenaza con la excomunión. Lutero quema el decreto, pero el príncipe Federico de Sajonia maniobra y consigue que se escuche a Lutero en Alemania. El emperador Carlos V le espera en Worms. Allí acude Lutero como en una procesión triunfal entre la admiración de la gente. Y ante el emperador pronuncia la defensa que concluye con unas conocidas frases: «A no ser que sea persuadido por el testimonio de la Escritura o por una razón clara (ya que no confío ni en el Papa ni en los concilios por sí solos, pues es bien conocido que han errado a menudo y que se han contradicho entre sí), estoy vinculado por las Escrituras que he mencionado y mi conciencia está cautiva por la palabra de Dios». Lutero invoca solo dos fuentes de autoridad: la Palabra de Dios contenida en las Escrituras y la conciencia personal. No acepta ninguna otra mediación. Y así hasta el momento mismo de la muerte. Cuando se le pregunta: «¿Queréis morir constante en la doctrina y en el Cristo que habéis predicado?», con voz tenue pero perceptible responde: «Sí».

Al final de la asamblea de Worms, Lutero es condenado. Se le declara prófugo y hereje y sus escritos son prohibidos. En este momento es cuando propiamente se debería fechar el cambio de la reforma en cisma y herejía. Es el 25 de mayo de 1521, exactamente cinco días después de que Ignacio de Loyola fuera herido en la batalla de Pamplona, iniciando así su conversión.Los escritores españoles del siglo posterior no dejaron de subrayar la coincidencia y el contraste entre los inicios de la herejía alemana y los cimientos españoles de la Contrarreforma.

Lutero no sufrió los embates de la persecución porque el príncipe Federico lo había escondido en su castillo de Wartburg. Mientras tanto, el entusiasmo por la Reforma —así se sigue llamando en Centroeuropa— va extendiéndose por las regiones alemanas. En Wartburg, Lutero trabaja en la traducción al alemán del Nuevo Testamento, que realiza desde el texto griego que Erasmo había publicado en 1516. A finales de 1522 se imprime este Nuevo Testamento; más tarde, con la ayuda de Melanchthon y de otros discípulos, traducirá toda la Biblia, que irá acompañada de introducciones y comentarios. La Biblia había sido traducida ya antes al alemán, pero desde la Vulgata latina. Lutero se propuso una traducción no literalista, sino adecuada al lenguaje hablado por el pueblo y un tanto explicativa y parafrástica cuando se encontraba con textos directamente relacionados con el punto central de su enseñanza: la justificación por medio de la fe, el contraste entre Ley y Evangelio. En todo caso, una obra monumental que significa la mayoría de edad del idioma alemán.

La vida sigue. Lutero abandona pronto el refugio del castillo pues la región en que vive se adhiere al entusiasmo reformista y, por tanto, no corre peligro. Muchos clérigos y monjas escapan de la clausura. En 1925, Lutero contrae matrimonio con una antigua monja cisterciense exclaustrada, Catalina de Bora, con la que tuvo seis hijos. En 1530, el emperador Carlos V convoca una asamblea en Augsburgo. Aunque Lutero no acude porque pesa sobre él la pena de excomunión, su discípulo Felipe Melanchthon presenta ante el emperador la confessio augustana, una profesión que sostienen también los príncipes. (De aquí parece que viene la denominación de protestante: del término protestari, testificar, dar testimonio, usado en el documento).

La asamblea de Augsburgo supone una cierta pacificación mediante la cual protestantes y católicos pueden vivir,al menos legalmente, unos al lado de los otros. Lutero sigue enseñando en Wittenberg, donde fue decano hasta su muerte, y despliega una actividad vertiginosa: predica y canta en alemán, idioma en el que compone también una liturgia, escribe dos catecismos, uno breve y otro más detallado, se ejercita en disputationes teológicas. Como fruto de esta actividad se producen también bochornos de Lutero: las invectivas contra los judíos —y contra los turcos—, la justificación de la bigamia del príncipe Federico, la opción por los nobles en las disputas con los campesinos, que se habían levantado precisamente en nombre de las palabras del reformador, y, sobre todo, las Tisch-Reden, las conversaciones de sobremesa, de las que toman notas sus discípulos y en las que el ingenio de Lutero se vuelve sarcástico, grosero y zafio, especialmente cuando habla del papa.

Desde 1530, la rebelión se ha ido extendiendo. En 1534 Ignacio de Loyola funda la Compañía de Jesús, como Legión del papa, pero ese mismo año Enrique VIII de Inglaterra, que poco antes había escrito una obra contra Lutero en defensa de los siete sacramentos, rompe con Roma y ejecuta a Tomás Moro. En 1536, Calvino publica las Institutio Christianae Religionis y su reforma produce un inimaginable baño de sangre. En la cristiandad se instaura una guerra no solo doctrinal entre católicos y protestantes y entre las diversas iglesias protestantes entre sí.

El 18 de febrero de 1546, Lutero muere en Eisleben, su pueblo natal, donde había acudido a mediar entre los condes de Mansfeld. Desde allí su cuerpo fue trasladado a Wittenberg, donde le enterraron en la iglesia del castillo. Cuando el año siguiente Carlos V entró en la ciudad, prohibió a sus soldados tocar la tumba, honrando de esta manera a quien había sido su adversario.

La producción intelectual de Lutero es inmensa. La edición crítica de Weimar ocupa 121 volúmenes, unas 80.000 páginas, tamaño folio. La edición se inició en 1883 y se ha terminado en 2009. No hay propiamente ningún texto sistemático que proponga una teología acabada. Sus escritos, como su vida, tienen un carácter más bien testimonial. Sus discípulos, Philip Melanchthon, Martin Chemnitz y Matthias Flacius Illyricus, intentaron sistematizar su pensamiento desde una perspectiva taxonómica, polémica o hermenéutica. Pero era ardua empresa. Ya desde la época luterana, cada cuerpo o ciudad libre tenía su corpus doctrinae. A fin de acabar con las disputas, los príncipes luteranos promovieron en 1580 el Liber concordiae, la Concordia, que reúne los artículos de fe de los protestantes. Incluye tres credos, el niceno, el de los apóstoles y el atanasiano; las confesiones de Augsburgo, en latín y en alemán, con ligeras diferencias (1530), y la Apología de la confesión redactada por Melanchthon (1531); los artículos de Esmalcalda de Lutero (1537) y el Tratado acerca del poder y la primacía del Papa (1537); el Catecismo mayor y el Catecismo menor del reformador (1529), y otros textos y testimonios menores. Los protestantes actuales entienden que en la confesión de Augsburgo se contiene aquello en lo que todos coinciden. De todas formas, el establecimiento de las oposiciones fe-razón y Escritura-Tradición compaginan muy mal con los avances científicos de la crítica histórica del siglo XIX y la hermenéutica del siglo XX. La esencia del cristianismo de Harnack echaba por tierra los cimientos sobre los que se habían asentado la pie-dad y la doctrina  protestantes. Cuando Erik Peterson, un autor protestante más tarde recibido en la Iglesia católica, le hizo notar a Harnack que, según lo que afirmaba, el principio católico era el correcto, Harnack no pudo sino contestarle que era verdad. Pero esto no lo soluciona todo. Razones tiene el corazón que la razón no entiende.

Por parte católica, la respuesta teológica a Lutero fue el Concilio de Trento que, con gran enfado de Lutero, se convocó en 1545. A la convocatoria no quiso acudir ningún protestante. Desde el punto de vista doctrinal, Trento acogió todo lo «católico» que había en la Reforma, convirtiéndolo en doctrina de la Iglesia. Desde el Concilio Vaticano II, el diálogo ecuménico hacia la unidad está bastante más expedito. El principio sobre el que se asienta este diálogo ecuménico puede resumirse en dos verbos: conocerse y comprenderse. Intelectualmente se puede en-tender que gran parte de las diferencias entre luteranos y católicos vienen de malentendidos y que es posible andar el camino inverso: reducir la herejía a cisma. No pocos teólogos protestantes, comenzando por Dietrich Bonhoeffer, han reclamado un principio de autoridad como el católico, para que la Reforma pueda sobrevivir.

La posibilidad ecuménica se entiende, por ejemplo, leyendo el acuerdo firmado en 1999 por el presidente del Concilio Pontificio para la Unidad de los Cristianos y el presidente de la Federación Luterana Mundial sobre la doctrina de la justificación. El documento, que afirma la doctrina de la justificación de una manera perfectamente ortodoxa para católicos y protestantes, supone que las condenas de Trento no se aplican a quienes aceptan la doctrina tal como se expresa en el documento y viceversa. De manera parecida se está trabajando en un documento sobre la Eucaristía. Es deseo de ambas partes llegar al final sin que eso suponga la aniquilación del otro.

Si Lutero se hubiera dado cuenta de que la pistis es la fe del que confía y, por eso cree, asiente a una verdad (fides), hubiera entendido lo de Santiago: «La fe, si no va acompañada de obras, está realmente muerta. Alguno podrá decir tú tienes fe, y yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin obras, y yo por mis obras te mostraré la fe. ¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien, pero también los demonios lo creen, y se estremecen» (Jac. II, 17-19). Si sus contradictores hubieran caído en la cuenta de que la sola fe (de la que habla tanto la Escritura, según señaló Lutero) es fe que compromete a obrar en consecuencia, no se hubieran rasgado las vestiduras tanto por el disparate. Y lo mismo ocurre con el libre examen: un texto puede decir varias cosas, aunque no cualquier cosa. Hay camino por andar.

Melanchthon decía en el servicio funeral de Lutero, su maestro:

No me querellaré con quienes afirman que Lutero era quizás demasiado rudo; me refugiaré más bien en aquellas palabras de Erasmo usadas por él tan a menudo: Dios nos ha prescrito un médico duro y amargo para estos días porque la enfermedad que se había presentado era grave.

Director del Departamento de Sagrada Escritura. Facultad de Teología. Universidad de Navarra