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En nuestro día a día, muchas de las conductas que llevamos a cabo son habituales. Como explica Wendy Wood, psicóloga de la Universidad de Southern California, los hábitos ocupan algo más del cuarenta por ciento de nuestra vida diaria. No resulta difícil de creer: siempre estamos hablando de que deberíamos hacer más ejercicio físico, dejar de fumar, o tener una dieta más sana. Somos ‘criaturas de hábitos’, como defiende Scott J. Danes.

Por ser un rasgo con gran presencia en nuestro comportamiento, nos cuesta trazar una línea clara que distinga al hábito de otros tipos de conducta

El problema surge cuando queremos explicar qué es un hábito. Precisamente por ser un rasgo con gran presencia en nuestro comportamiento, nos cuesta trazar una línea clara que lo distinga de otros tipos de conducta. El ciudadano de a pie puede vivir con ello, pero resulta intolerable para el investigador: el objeto de estudio debe ser definido con claridad y ser distinguido de términos similares.

Desde los años ochenta del siglo XX, la psicología experimental comenzó a interesarse por el hábito, gracias sobre todo a las investigaciones de Anthony Dickinson, de la Universidad de Cambridge. Partiendo de sus experimentos en roedores, este psicólogo estableció la dicotomía entre acciones dirigidas a un fin –o acciones propiamente dichas– y hábitos –simples respuestas a estímulos–. Los segundos han quedado etiquetados como pautas fijas del comportamiento, automáticas, que escapan al control consciente y que, por lo tanto, no están dirigidas a la consecución de un fin. Las primeras, como es lógico, tienen las características opuestas: son flexibles, conscientes, reflexivas y permiten orientar la conducta a un objetivo.

¿Cómo eran los experimentos que permitieron alcanzar estas conclusiones? De modo sintético, se enseñaba al animal a apretar una palanca cuando quisiera agua. Esto sería una acción dirigida a un fin: el animal tiene sed, quiere agua, y aprieta la palanca. Sin embargo, cuando el animal, como consecuencia de haber apretado la palanca cientos de veces, lo seguía haciendo aunque ya estuviera saciado, o incluso aunque bebiera algo nocivo, estaba desplegando una conducta habitual: había adquirido un automatismo o hábito.

En décadas posteriores, hasta nuestros días, este concepto de hábito se ha trasladado a la investigación neurocientífica en seres humanos; así, los ejemplos paradigmáticos de hábito son las adicciones –en las que la persona afectada consume la sustancia o el producto aun en contra de su voluntad–; las compulsiones –conductas repetidas ajenas a un fin–; o los deslices en las acciones –empleando un ejemplo ‘clásico’: cuando sacamos el móvil para ver la hora, pero terminamos leyendo nuestros mensajes sin llegar a mirar el reloj en la pantalla–. Este ejercicio de ‘operacionalización’, como se denomina en la jerga de la psicología experimental la simplificación de un concepto para poderlo estudiar empíricamente, es loable y ha contribuido a conocer mejor los hábitos.

Sin embargo, es insuficiente para el ser humano.

Es innegable que ciertas conductas que llevamos a cabo son rutinarias, automáticas, inconscientes y no dirigidas a un fin, como los ejemplos mencionados más arriba, y muchos otros que no tienen que ver con lo patológico. Sin embargo, también es evidente que somos capaces de realizar conductas habituales que, correctamente adquiridas, ayudan a que alcancemos los fines que nos proponemos y flexibilizan nuestra conducta. Los defensores del hábito como automatismo o rutina suelen poner como ejemplo la conducción de un vehículo, aduciendo que, si uno está habituado a conducir en España, al viajar a Reino Unido esos automatismos no le servirán, y tendrá que aprender a conducir por la izquierda. Sin embargo, esto es falso: si bien llevar un coche ‘por el otro lado’ supone una readaptación técnica, las habilidades aprendidas permiten flexibilizar la conducta según la nueva situación y llevar el vehículo sin problema. No es necesario volver a aprender a conducir.

Poco a poco, los automatismos adquiridos se irán transformando en una actuación flexible y emotiva, que podrá incluso alcanzar la cumbre de la interpretación musical: la improvisación

La flexibilidad conductual que permiten los hábitos humanos va aún más allá, algo que se aprecia con claridad en la interpretación musical. Pongamos por caso una persona que empieza a tocar el piano: en primer lugar empezará a aprender rutinas, escalas, tocando cada nota con uno de los dedos para adquirir ciertos automatismos motores. Sin embargo, estos se irán volviendo cada vez más complejos, y será imprescindible que el pianista novel entienda la dinámica interna de la música –por ejemplo, las tonalidades– para enriquecer su interpretación. Poco a poco, los automatismos adquiridos se irán transformando en una actuación flexible y emotiva, que podrá incluso alcanzar la cumbre de la interpretación musical: la improvisación. Los hábitos bien adquiridos, así, son un aprendizaje que pueden llevar a la creatividad. En contraposición a las conclusiones de las investigaciones con animales, el hábito puede estar orientado a un fin; más aún, ayuda a conseguir fines cada vez más complejos: interpretar escalas, canciones complejas, e incluso crearlas sobre la marcha.

Nuestro proyecto de investigación “Los hábitos del ser humano: enriquecimiento cognitivo, flexibilidad y creatividad”, financiado por la Fundación Ciudadanía y Valores (FUNCIVA), tiene como objetivo esclarecer la relación entre estos rasgos de la conducta humana. Sin duda, el hábito del animal es un automatismo, pero en el ser humano puede llegar a ser la base del proceso creativo.

(El autor es investigador principal del proyecto: “Los hábitos del ser humano: enriquecimiento cognitivo, flexibilidad y creatividad”, financiado por FUNCIVA)

Investigador del Grupo Mente-Cerebro, Instituto Cultura y Sociedad (ICS), Universidad de Navarra.