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El retrato de la llegada de inmigrantes a nuestro país está ya bastante definido. Publicados ya los datos provisionales del censo antes del verano, contamos con la sexta oleada de datos sociodemográficos sobre los inmigrantes que han llegado, lo que nos permite conocer con bastante profundidad la magnitud del cambio. De esos datos hay dos lecciones que se pueden aprender: el tremendo beneficio que han supuesto para nuestro país y el fracaso, ya no sé si tremendo, de nuestro procedimiento de entrada de inmigración legal.

La inmigración puede decirse ya que es, fuera de toda duda, el shock positivo más importante que ha tenido lugar en la economía española desde la unión monetaria. Está detrás de nuestro crecimiento económico, aunque no en la magnitud de las cifras que se han publicado recientemente, de la fortaleza de nuestra demanda interna y del consumo, pilares de este ciclo de buenas noticias, del mantenimiento del valor de la vivienda y del desarrollo de muchas empresas en España. La estrategia de muchas compañías en los noventa de salir al exterior, especialmente hacia mercados menos maduros como el Latinoamericano, se ha visto transformada por una vuelta al interés por el mercado interno, que presenta también altas rentabilidades. La inmigración ha dado también un respiro a la Seguridad Social, aunque ni mucho menos ha resuelto el problema, y ha mejorado sustancialmente los ingresos por impuestos (con una recaudación, por ejemplo, del IVA creciendo al 20% ) .

La inmigración ha actuado en uno de los aspectos más positivos que estamos viviendo en esta etapa de ciclo económico: la incorporación de la mujer al mercado de trabajo. A falta de un sistema de guarderías y ayudas a la maternidad como tienen otros sistemas de bienestar europeos, la inmigración está siendo la red que permite a la mujer (porque las tareas del hogar siguen sin ser cosa de dos) desarrollarse profesionalmente. Nos preocupamos porque las mujeres entren en los consejos de administración sin subrayar que podrán hacerlo si cuentan con una persona, habitualmente inmigrante, que cuida a un familiar mayor, atiende a los niños o simplemente simplifica las tareas de un hogar. Este fenómeno, especialmente significativo en las ciudades, se ha visto acompañado en el campo por una presencia cada vez más numerosa de inmigrantes que ha detenido la despoblación y ha cubierto, de nuevo, los trabajos que abandonamos los nacionales: desde la agricultura hasta los médicos de pueblo.

La inmigración no sólo presenta ventajas económicas, sino que ha supuesto una inyección de vida a nuestra sociedad. U n a sociedad que caminaba hacia un envejecimiento acelerado (estimaciones de Naciones Unidas a finales de los ochenta nos situaban en el país más envejecido del planeta para la primera mitad de este siglo), con lo que eso supone de falta de actitud emprendedora, de defensa del status quo, de rechazo a los cambios, se está viendo transformada por un colectivo que quiere comerse el mundo porque está sedienta de oportunidades. Pensemos por ejemplo, que en una ciudad como Madrid, uno de cada cuatro jóvenes es inmigrante, lo que asemeja esta ciudad, más que cualquier otro aspecto, a ciudades como Londres o Nueva York.

Este panorama sustancialmente positivo tiene sombras. Como toda transformación, y al ritmo que en este caso está teniendo lugar, conlleva costes, beneficiados y perjudicados. Aunque sólo fuera por la edad y por la situación económica, no es casual que el porcentaje de inmigrantes reclusos no cese de crecer, ni que nuestro precario sistema de bienestar esté sufriendo una carga adicional a veces insoportable.

Basta con pensar que ese conjunto de prestaciones que lo forman están dirigidas a atender a los más desfavorecidos, y en esa categoría caen de forma inmediata la mayoría de los que llamamos inmigrantes económicos. Sin embargo, los acontecimientos que estamos viviendo en estas últimas semanas merecen que nos detengamos a analizar el fiasco que supone nuestro procedimiento de recibir inmigrantes.

La mayoría, la inmensa mayoría de los inmigrantes que están transformando nuestra sociedad, han entrado como inmigrantes ilegales, se han pasado meses cambiando de acera cuando veían a la policía y han pagado precios exorbitados por un pasaje a España. No podemos engañarnos. No es posible solventar el problema de la inmigración ilegal si no funcionan los mecanismos de la inmigración legal. Hoy no es posible blindar un país como España, aunque estuviéramos dispuestos a tener un ejército como el americano (que por cierto, después de triplicar los recursos humanos y materiales en la frontera, cuenta con once millones de inmigrantes irregulares, de los cuales 465.000 tienen orden de expulsión); ni hay gobierno capaz de expulsar a un millón o a medio, que más da, de inmigrantes irregulares. Los accidentados vuelos a Senegal recuerdan demasiado a aquellos que fueron tan criticados a Quito y que evidentemente no resuelven nada porque la magnitud del flujo es muy distinta. La inmigración irregular no se detendrá porque haya pronunciamientos más o menos duros por parte de las autoridades públicas, porque el principal efecto llamada es la conferencia que realizan los que han llegado explicándoles las diferencias entre los dos mundos. Vivimos en la frontera con mayor diferencia per cápita del mundo, con una de las economías que más crece de la zona euro (lo que les reduce este pequeño problema a italianos y griegos).[[wysiwyg_imageupload:1437:height=131,width=200]]

La inmigración podrá gestionarse, y no vivir a sobresalto de cayuco, cuando existan vías efectivas para que la gente emigre. Hoy no existen. Los canales de la inmigración regular son el contingente —irrelevante si miramos las cifras— y la regularización extraordinaria o permanente vía el nuevo reglamento (que requiere tres o cinco años). El contingente parece un invento soviético y resulta un atentando a cualquier principio de la economía. ¿Cómo es posible pensar que un sistema por el que los empresarios — e n nuestro país la mayoría pequeños— a través de sus interlocutores sociales tiene que manifestar cuántos trabajadores necesitan dentro de doce meses, puede funcionar? Sólo funciona, y con dificultades, e n la agricultura porque nuestra PAC contiene elementos de economía planificada; pero en el resto de actividades este sistema es tremendamente ineficiente. De facto, la vía fundamental de entrada es la regularización que supone el incentivo perverso. El al que consigue rización que supone el incentivo perverso. El premio al que consigue tocar tierra. Mientras la piedra angular para acceder al «paraíso» de vivir con papeles sea demostrar que has estado en España (aunque sea a través de una orden de expulsión), la inmigración irregular no se detendrá.

Aunque parezca paradójico, es preciso abrir vías de entrada legales que permitan ofrecer una alternativa a los que quieran venir, y al menos controlar el número de inmigrantes. U n a vía con sentido podría ser la de extender los visados de búsqueda de empleo, como un camino que no va asociado desde el principio con un puesto de trabajo. Este es el camino por el que parecen dirigirse las reformas en Francia o en Estados Unidos, donde —junto a mayores dificultades para la regularización— se facilita el acceso de los colectivos que se consideran más necesarios para el país.

El Gobierno no lo tiene fácil ya que ha calado el mensaje de que nuestra política de inmigración es laxa (basta con ver las aclamaciones con las que era recibido Zapatero en los Cetis de Melilla), y las percepciones no se cambian de la noche a la mañana. Es verdad que incentivando a los gobiernos de los países de origen se consiguen éxitos, que desgraciadamente caducan tan rápido como los titulares que los anuncian. Conseguir el apoyo de Senegal sólo traslada el problema un país más abajo, como ocurría antes con Marruecos. Hacen falta políticas de largo plazo, y aguantar contra viento y marea.

Director de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada (FEDEA)