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Muchos mueren demasiado tarde y algunos mueren demasiado pronto. Todavía suena extraña esa doctrina: «¡Muere a tiempo¡». 
F. NIETZSCHE, Así habló Zaratustra (1,21) 
El último enemigo que será destruido es la muerte. 
SAN PABLO 1 Corintios 15,26
Separadas exactamente por un año, los medios se han hecho eco de dos noticias que vamos a comentar. La más antigua la protagonizó el veterano político liberal Taro-Aso, nacido en 1940 y actual vicepresidente de Finanzas del gobierno japonés, al cuestionar en una reunión del Consejo Nacional de Seguridad Social, celebrada en enero de 2013, la proliferación de maniobras de reanimación e intervenciones terapéuticas destinadas a prolongar la vida. Según recogía la prensa, en su intervención había declarado que «[los viejos] se ven obligados a vivir cuando quieren morir… Y que, si le ocurriera a él, se despertaría sintiéndose mal al saber que el tratamiento lo había pagado el Gobierno». Pero aún fue más lejos y dejó claro que «el problema no tiene solución a menos que les permitamos que se den prisa para morirse» (goo.gl/PdsF6D). La segunda noticia la recogía —a toda página en enero de 2014— el diario El País bajo el titular «Crónicos y agudos pugnan por una cama de hospital en Canarias» (goo.gl/4YnaHP); luego, el cuerpo de la noticia explicaba que el presidente de esa comunidad autónoma culpaba a las familias de bloquear el sistema sanitario por no recoger a 400 ancianos dados de alta. Estoy seguro de que el lector advertido coincidirá conmigo en que ninguna de las dos noticias son una novedad. 
Por un lado, los familiarizados con los asuntos de la tercera edad conocen la polémica suscitada en 1984 por el abogado y polígrafo Richard Lamm, entonces gobernador de Colorado (EE UU), cuando declaró que frente al mantenimiento artificial de la vida en los ancianos, estos tenían el deber de morirse («the elderly ill have got a duty to die and get out of the way»). Con su propuesta, formulada sin duda de manera poco afortunada, como luego se aclaró (goo.gl/ex4cw1), no pretendía acabar con los viejos para que dejasen paso a los jóvenes, sino hacer una crítica al «imperativo tecnológico» que gobierna la medicina y que impide admitir que la vida es finita y no se debe mantener a cualquier precio. 
FIGURA 1 
Evolución de la población española ≥ 65 años (1900-2030) 
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Por otro lado y desde hace ya décadas, nuestra Sanidad asiste imperturbable al espectáculo consistente en ver cómo, cuando llega un puente o unas vacaciones, los ancianos son abandonados en las plantas de nuestros hospitales o en las urgencias. Conforme ha ido pasando el tiempo, el número de ancianos ha crecido (fig. 1) y, probablemente, también los abandonos. Digo «probablemente» porque la métrica de estas cuestiones, como la de tantas otras, no parece que preocupen mucho. 
FIGURA 2 
Evolución del Sistema para la Autonomía y Atención a la Dependencia (SADD) entre agosto de 2008 y diciembre de 2013 
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La situación que reflejan ambas noticias es en gran medida consecuencia del empecinamiento en querer remediar los asuntos sociales y personales a base de médicos, pastillas y hospitales. Esto es, medicalizando aún más una sociedad en la que todo está dispuesto para ir al médico (de cabecera) cuantas veces se desee para que nos prescriba toda suerte de medicamentos y pruebas, incluso más de lo que es necesario (véase «¿Es posible que tengamos un exceso de atención sanitaria?», goo.gl/gD7C2E). Lo que nos impide reparar en la otra cara de esta hipertrofia: la insuficiente atención a las personas dependientes (fig. 2). 
Situación que se ve coadyuvada por el hecho de que España es una de las naciones donde sus ciudadanos esperan casi todo del Estado. 
FIGURA 3 
Con relación a las personas más necesitadas y desfavorecidas, a su parecer, ¿quién tiene, en primer lugar y ante todo, la obligación de protegerlas y ayudarlas? 
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En efecto, así lo ha ratificado, por ejemplo, un reciente trabajo (goo.gl/pZfvWe) dirigido por J. J. Toharia en el que se constató que una innegable mayoría de ciudadanos (fig. 3) cree que es el Estado el que en primer lugar y ante todo tiene la obligación de proteger y ayudar a las personas más necesitadas. Creencia que también ha confirmado un estudio comparativo llevado a cabo por la Fundación BBVA en diez países europeos (goo.gl/P92Aaf), en el que se desveló que el porcentaje de españoles (e italianos) que piensa que las instituciones públicas tienen la responsabilidad principal de garantizar su nivel de vida es, en promedio, casi 25 puntos más elevado que en los otros países estudiados (fig. 4). Ambas investigaciones nos ayudan a entender mejor el porqué de la indiferencia de muchas familias para con sus mayores o los más necesitados. Largos años de complicidad entre políticos populistas y ciudadanos adictos al facilismo han tenido su efecto. Hoy no solo está ínsita en la mente del español medio la idea de que es el Estado del bienestar el principal encargado de resolver casi todos sus problema, sino que merced a esa filosofía hemos llegado a situaciones tan irracionales como la que se muestra en la figura 5. 
FIGURA 4 
¿Con cuál de estas afirmaciones está más de acuerdo? 
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Pero, como dice el refrán, «el que mucho abarca poco aprieta». Así, el último Informe Anual del Defensor del Pueblo (2012; goo.gl/mPBPje) ponía de manifiesto que, dentro del amplio capítulo de las prestaciones sociales, sus actuaciones estuvieron «particularmente centradas en los asuntos de Dependencia, tanto referidas a demoras en el reconocimiento de esta situación o en la emisión del Programa de Atención Individualizada (PAI), como al régimen de cobertura por la Seguridad Social de los cuidadores no profesionales en el entorno familiar» (p. 218). Y añadía también que para atender las numerosas quejas recibidas sobre prestaciones sociales hubieron de realizarse investigaciones en «más de 60 organismos, encuadrados en 33 administraciones: las 17 CCAA, las dos ciudades autónomas, una diputación foral, 12 municipios, además de la Administración General del Estado» (p. 218), una buena muestra del dédalo burocrático que hemos urdido en España, curiosamente, con la justificación de acercar la Administración al ciudadano. 
FIGURA 5 
Gasto anual del SNS en recetas y ventas anuales de tabaco, juegos y loterías 
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Ya en su apartado específico (8.5) sobre la Ley de Dependencia (Ley 39/2006), que es la que más concierne al cuidado de nuestros mayores, el mencionado Informe recogía valoraciones como estas: «[las] quejas son admitidas a trámite en un alto porcentaje, pues acreditan situaciones de demora objetiva» (p. 225); «esta Institución ha considerado necesario formular diversos recordatorios del deber legal de resolver las solicitudes formuladas de forma expresa y en los plazos previstos legalmente» (p. 226); «se han detectado problemas en la falta de notificación a los interesados de actuaciones que conllevan la paralización del expediente» (p. 226); «se ha constatado un considerable incremento de quejas en las que los ciudadanos manifiestan su disconformidad con la revisión y disminución de las cuantías que venían percibiendo en concepto de prestación económica» (p. 227); o «se deben mencionar las quejas relativas a las dificultades que encuentran las personas dependientes cuando deben desplazar su residencia a una CA diferente de aquella en la que le fue reconocida la situación de dependencia» (p. 227). 
A favor de lo que se acaba de exponer milita el Informe de Fiscalización de la Gestión de la Ley de Dependencia (goo.gl/BeHXnC), aprobado por el Pleno del Tribunal de Cuentas en su sesión de 21 de marzo de 2013, ya que incidía en las mismas denuncias del Defensor del Pueblo, aunque esta vez avaladas por números. Así, por ejemplo, en sus páginas se decía que «el total de personas fallecidas por las que el Imserso estaba pagando indebidamente a las CCAA ascendía a 41.205 personas» (p. 79); que «había 1.363 beneficiarios duplicados que generaban un doble abono por parte del Imserso a las CCAA» (p. 128); que a 31 de diciembre de 2010 «las CCAA tardaban una media de 262 días en reconocer a las personas en situación de dependencia su derecho a recibir una prestación», en Canarias (p. 124) el plazo se elevaba a 577 días (dato que da otra perspectiva a la denuncia del presidente de esa CA que comentamos al principio de este escrito); o que la calidad de «la información del SISAAD [Sistema de Información del Sistema para la Autonomía y Atención a la Dependencia] dificultaba el cumplimiento de… la realización de estadísticas para fines estatales en materia de dependencia» (p. 29). 
(Entiéndase esta prolijidad como la forma que tiene el autor de cumplir con su deber de informar al lector.) 
La dificultad de nuestros representantes —en plena época del Big Data— para promover y utilizar estadísticas fidedignas no solo nos condena a soportar intervenciones y debates donde únicamente se pontifica, sino que hace muy difícil la identificación de políticas realistas basadas en datos objetivos, o advertir y corregir desviaciones en las ya instauradas. La figura 5, a la que recurro por segunda vez, es un claro ejemplo de que urge replantearnos, cuando menos, algunos aspectos de la financiación de las prestaciones sociales, especialmente en un país —pese a la crisis— con una renta per cápita de más de 22.000 euros. No tiene ninguna justificación que un individuo que se gasta cuatro o cinco euros diarios en tabaco, ocupe todos los meses el tiempo de una consulta para que le receten medicamentos cuyo precio equivale al de un paquete de cigarrillos. En otras palabras, no se puede pedir que se haga política ignorando los principios, pero tampoco es admisible impulsar o perpetuar políticas que den la espalda a las estadísticas (bien hechas), al rico conocimiento que brindan las ciencias e, incluso, al sentido común. 
FIGURA 6 
Evolución del coste (total y por financiador) de la Ley de Dependencia (2009-2013) 
 
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La Ley de Dependencia llegó en un mal momento. Fue aprobada en diciembre de 2006, cuando ya se avizoraba el pinchazo de nuestro boom económico y las familias estaban empeñadas hasta las cejas (su deuda pasó de representar un 69% de su renta disponible en el año 2000 a un 131% en 2007). Esta senda, la del endeudamiento, fue inmediatamente seguida por las Administraciones públicas y nada hace pensar que se vaya a abandonar en los próximos años. La caída de los ingresos fiscales y la prioridad desmedida que se le da a la Sanidad han hecho que la De-pendencia esté escasamente financiada. El copago de sus beneficiarios ascendió en 2013 a un 20% del coste total (véase fig. 6). Sin embargo, con solo un poco de imaginación, podría haberse abocado más dinero público a esta prestación social. De acuerdo con los datos disponibles, durante el año 2013 el gasto en medicamentos con un PVP de cinco euros o menos ascendió en toda España a 1.587 millones de euros, de los cuales unos 1.300 millones debieron corresponder a recetas generadas en el SNS (he asumido que estas representan el 80% del total). Con esta cifra en mente y sin perder de vista la figura 5 (es la última vez que la cito), cabe preguntarse: ¿qué hubiera pasado si se hubiera desfinanciado dichos medicamentos? 
Pues que esa cantidad (unos 1.300 millones) podría haber engordado —casi en un 25%— el presupuesto público dedicado al sistema de atención a la Dependencia. Y con ello se habría estrechado considerablemente, sino borrado, el hiato que produce la diferencia entre las personas con derecho reconocido a la Dependencia y las que de facto lo disfrutaban (véase fig. 2). 
Todos sabemos que no es nada fácil introducir medidas como la expuesta en el párrafo anterior. Pero esta resistencia puede vencerse con más debate público y con la voluntad de no seguir ocultando la realidad en la que estamos (y en la que vamos a estar), que es distinta a la que hemos conocido en los últimos lustros. La falta de crecimiento, el desempleo, el endeudamiento y la demografía (se estima que en cinco años el 20% de nuestra población habrá cumplido los 65 años, véase fig. 1) va a hacer difícil allegar los recursos públicos a los más necesitados sin que el resto tenga que pagar un oneroso coste (de hecho ya lo está pagando). 
El estancamiento nos ha llevado a un escenario de «suma cero», donde lo que ganan unos es lo que pierden otros. En un mundo así todo se hace muy complicado, ya lo estamos viendo a nivel macro. Hasta hace poco la financiación de todas las CCAA crecía, porque la economía también lo hacía y, además, había un amplio margen para endeudarse. Pero la situación ha cambiado radicalmente. Hoy, lo que ingresan unas CCAA es lo que pierden otras. Ahí están los «argumentos» que emplea la Generalidad catalana —y que tan rápidamente han calado en amplios sectores sociales— para justificar su programa de independencia. Nos hallamos inmersos, pues, en un conflicto de reparto geográfico. Pero, a no mucho tardar, esta tensión descenderá a lo micro y ciertos grupos sentirán que les están quitando sus cosas para dárselas a otros. 
Son muchas las preguntas, por lo tanto, a las que hay que responder y no podemos seguir dejándolas como en tantos asuntos sin contestar o, al menos, sin intentarlo. Sin salirnos del ámbito de la tercera edad, ni pretensión alguna de exhaustividad, se pueden anotar las siguientes: ¿Cómo deben interrelacionarse la familia y la sociedad en cuanto al cuidado de las personas mayores? ¿Sobre quién debe recaer la principal responsabilidad? ¿Debemos ser los hijos los cuidadores de nuestros padres?, ¿hasta dónde estamos obligados con ellos?, ¿cuáles son los fundamentos morales o jurídicos de dicha obligación? ¿Es justo, por ejemplo, que la sociedad se apoye activamente en la labor de las mujeres que trabajan, atienden su hogar y, luego, por la noche o los fines de semana cuidan de sus familiares dependientes o enfermos? ¿Puede considerarse un fin de la medicina prolongar la vida a los ancianos? ¿Deben utilizarse los recursos sanitarios para alargarles la vida o, por el contrario, para lograr que el mayor número posible de individuos alcance una duración natural de la misma? ¿Debemos seguir pagando medicamentos o servicios públicos que la mayoría de los ciudadanos puede costearse, mientras descuidamos la atención debida a los dependientes? ¿Dónde debería poner la sociedad más recursos para los ancianos: en alargarles la vida o en cuidarles y aliviarles el sufrimiento? ¿Deberían los grandes dependientes «darse prisa por morir»? Etcétera. 
Las soluciones ideadas por los planificadores y los políticos para el elenco de responsabilidades que ha asumido nuestro Estado del bienestar siempre han estado guiadas por el igualitarismo y la normalización. Hemos construido unos sistemas de protección social de corte «industrial» muy propensos a ofertar «talla única» (y gratuita) para todos. Esta concepción, quizá, pudo estar justificada al principio, en los años cuarenta, cuando las sociedades y sus necesidades eran mucho más homogéneas y se estaba reconstruyendo Europa. Hoy, sin embargo, se echa en falta, en una sociedad tan diversa como la actual, un Estado del bienestar más flexible y menos industrial y burocratizado, capaz de ofertar un espectro de proveedores y servicios mucho más amplio. Ya que cada ciudadano espera —y debe tener— una respuesta a sus necesidades. 
La medicina moderna y otros factores concomitantes han contribuido a un alargamiento de la vida sin precedentes, incluso podemos mantenernos vivos con enfermedades incurables, algo impensable hace solo medio siglo. Logro que ha hecho a muchas personas dependientes de cuidados en casa o en una institución. Pero como las familias cada vez son más pequeñas (según los últimos datos del INE en España hay 4,2 millones de hogares unipersonales y 1,7 millones de personas de 65 años o más que viven solas, goo.gl/3zCdhX), el número de jóvenes que pueden cuidar personalmente a sus mayores u ofrecerles una residencia también se ha reducido mucho. Consecuentemente, no nos va a quedar más remedio que aprender a vivir con el paradójico resultado de nuestro éxito. 

 

Coordinador del Área de Antropología de la Medicina del Centro UCM-ISCIII de Evolución y Comportamientos Humanos. Director de DENDRA MÉDICA. Revista de Humanidades.