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La libertad de expresión gusta a muy poca gente. Estamos a favor de que los demás expresen sus ideas cuando coinciden con las nuestras. Nos indigna más la censura a quien tiene una opinión similar a la nuestra. Si su visión nos resulta más lejana, o si nos ofende, es fácil encontrar excusas o formas de relativizarla. Si nuestro adversario habitual sufre una censura o reproche y su caso genera una polémica, también somos más propensos a desconfiar de la justicia de la reclamación: vemos cómo se utiliza para movilizar a los suyos y la lógica posicional contamina la evaluación.

Christopher Hitchens recordaba lo que debía la civilización a tres condenados por blasfemia: Sócrates, Jesucristo y Galileo. Cuando uno se imagina como abogado de la libertad de expresión, querría defender a gente así: un poco desesperantes en su obstinación pero admirables

Por otra parte, la discusión sobre la libertad de expresión siempre es una discusión sobre sus límites. Las ideas que tienen problemas para circular suelen ser ideas impopulares. Christopher Hitchens recordaba lo que debía la civilización a tres condenados por blasfemia: Sócrates, Jesucristo y Galileo. Cuando uno se imagina como abogado de la libertad de expresión, querría defender a gente así: un poco desesperantes en su obstinación pero admirables. Sin embargo, en sociedades liberales modernas, no suele ser así. A menudo defiendes el derecho a decir una imbecilidad. Con frecuencia quien dice esa imbecilidad te resulta profundamente desagradable. No es lo mismo imaginarse defendiendo a Giordano Bruno o Miguel Servet frente a tribunales que encarnan el oscurantismo que abogar por una gamberrada de mal gusto, por la libertad de contar chistes machistas o racistas, por extender ideas cafres o directamente odiosas, en general por el derecho a decir idioteces.

En momentos de desazón, uno puede recurrir a una vieja máxima: la defensa de la libertad de expresión es independiente del valor de lo que se pretende expresar, como decía también Hitchens. Un argumento clásico, que viene de John Stuart Mill, habla de la necesidad de conocer la opinión contraria cuando hay un consenso. De lo contrario, no solo no impedimos a los otros que oigan lo que no nos gusta. También nos hacemos prisioneros de nuestra opinión del momento.

ARGUMENTOS AD HOMINEM

Otra parte debería tranquilizar a quienes se identifican con una visión progresista: han ganado las batallas principales. La libertad de expresión permitió impulsar muchas causas identificadas por el progreso, defender sus argumentos. Ahora algunos, cuando han ganado, se muestran más reacios al debate. Una forma habitual de señalarlo es decir: «ya está superado». Siempre que se dice es falso, y se dice porque es falso: el objetivo es acallar al que tiene una visión distinta. En el caso de los nuevos identitarismos, hay algo un poco desconcertante. Es una visión del mundo preocupada por la ternura, por la sensibilidad. Estar expuesto a unos argumentos o a unas experiencias o al relato de unas experiencias o de unas ficciones pueden desencadenar un trauma. No importa la intención del «agresor»; importa la ofensa que percibe la «víctima». Al mismo tiempo, los debates no son nunca un intercambio de ideas, un intento de persuasión más o menos racional, con todas sus imperfecciones y malentendidos. Son solo una relación de poder.

Nunca ha sido una lucha justa, porque el único argumento relevante de toda discusión, como explica Emmanuel Carrère, es el argumento ad hominem. El argumento ad hominem sirve para deslegitimar las opiniones divergentes, y luego para silenciarlas. Siempre ha sido así, y ahora vamos a hacerlo nosotros porque somos víctimas (o hablamos en nombre de las víctimas) y tenemos el poder. Es llamativo lo implacable que resulta esta cosmovisión obsesionada por la sensibilidad.

Una de las cosas curiosas de lo que se ha denominado cultura de la cancelación es que inspira un debate nominalista y una polémica sobre su mera existencia. ¿Qué es exactamente? Podría ser una atmósfera social donde se penaliza a personas, generalmente célebres, por haber actuado de una forma que se considera inapropiada. No es exactamente censura; como ha explicado Ricardo Dudda, es más bien una forma de ostracismo. Entre quienes han sufrido este ostracismo hay depredadores sexuales condenados, pero también gente que ha tenido un comportamiento poco adecuado y lo ha admitido, o que lo ha negado, o que ha sido declarada inocente o cuyo caso ha sido sobreseído, o contra la que no ha habido una denuncia sino un artículo o un rumor. Otras veces un tuit o una declaración desafortunada justifica ese castigo.

El ostracismo postula un presente continuo –cualquier cosa que hayas dicho en el pasado puede servir para que caigas en desgracia–, obedece a razones mutables –el pecado va cambiando, y cambia muy rápido además– y es arbitrario

La penalización no tiene un procedimiento legal: es una especie de turba digital que a veces tiene otras consecuencias (un despido, aislamiento social). Ha habido momentos donde esto ha tenido más efectos: en la irrupción del Me Too, por ejemplo, los castigos eran severos ante transgresiones muy distintas. Se ha extendido también a quien tiene opiniones que no gustan a un grupo: a críticos de algunos aspectos del movimiento trans (como la escritora J. K. Rowling), o a estudiosos que señalaban datos que apuntaban a que la violencia no era la forma más eficaz de luchar por la justicia racial (como el analista David Shor). Cubre mucho terreno, y pierde especificidad. El ostracismo postula un presente continuo –cualquier cosa que hayas dicho en el pasado puede servir para que caigas en desgracia–, obedece a razones mutables –el pecado va cambiando, y cambia muy rápido además– y es arbitrario –puede pasarte pero puede que no, hay cosas que se castigan y otras más graves que pasan inadvertidas: las dos últimas características tienen que ver con la falta de proceso. Complican la definición, que en todo caso describe un clima de absolutismo moral o intolerancia, exhibicionismo moral y cierto adanismo que cree, de manera más o menos implícita, que el mundo puede ser mejor si lo empezamos de nuevo.

Hay otros que dicen que la cultura de la cancelación simplemente no existe. Los casos, numerosos, son anécdotas. La prueba de que no existe es que quienes la denuncian escriben en medios o participan en tertulias. Su reacción exagerada se debe al temor a perder un privilegio, el monopolio de la palabra. Las dos proposiciones subyacentes de esta postura son que la cultura de la cancelación no existe y que quienes la denuncian merecerían ser cancelados como los protagonistas de los casos que hablan. A su vez, quienes denuncian esa cultura porque creen que limita la libertad de expresión, al proscribir opiniones inconvenientes, dicen que ellos pueden permitirse hacerlo precisamente porque gozan de una posición relativamente cómoda, mientras que otros que están en un lugar más desprotegido pueden tener miedo de hablar.

Otra de las preguntas que se plantean al hablar de la cultura de la cancelación es si realmente es algo distinto. La tendencia censora se da en todos los grupos humanos. Otros aspectos tampoco parecen tan originales: silenciar un argumento apelando a la poca moral de quien lo emite no es exactamente una novedad en la historia del debate público. La falacia por asociación, uno de los recursos preferidos de la cancelación, tampoco es original: dices algo que podría parecerse a lo que dice alguien estigma tizado, has tenido relación con alguien estigmatizado. La condena al ostracismo por las opiniones equivocadas no es algo nuevo, aunque el liberalismo ha intentado crear un sistema institucional para canalizar los desacuerdos y un sistema procedimental para determinar si un discurso o una conducta se salen de lo aceptable.

Ese sistema de filtros y una cierta confianza más o menos bienintencionada en las bondades de la discusión, o de cierta ironía con respecto a las propias opiniones, se ven asaltados. Pero ahora no vemos las formas clásicas de limitación del discurso (que se siguen produciendo, también en democracias, y tienen consecuencias a menudo más graves). Lo que vemos es una presión, a menudo ejercida a través de redes sociales, que tiene algo de estampida.

Disney puede retirar algunas películas de su canal infantil o cancelar contratos con estrellas poco ejemplares y rodar películas en Xinjiang, donde el gobierno chino tiene a centenares de miles de uigures encerrados en campos de concentración

La cultura de la cancelación rechaza el liberalismo pero se lleva bien con el capitalismo. Las grandes empresas, cuando retiran una obra o la «contextualizan», buscan realizar un control de daños. Todo depende un poco de la atención: Disney puede retirar algunas películas de su canal infantil o cancelar contratos con estrellas poco ejemplares y rodar películas en Xinjiang, donde el gobierno chino tiene a centenares de miles de uigures encerrados en campos de concentración.

Muchos de los castigados eran gente popular en sus círculos. Hay ese placer, sádico y masoquista a la vez, de derribar a un ídolo. Uno se siente bien al contribuir a la caída del inmoral y quizá cuando pasen unos años se sentirá bien al perdonarlo. A menudo ese comportamiento no ha sido tan lejano al tuyo: has vivido en ese ambiente sexista o racista, has sido ciego a la falta de la diversidad, no has querido ver la humillación o el abuso. El celo tiene algo de culpa; el condenado, de chivo expiatorio. Otro componente es la cultura de la celebridad: los escándalos de Hollywood siempre han sido interesantes, y el enfoque va cambiando con los tiempos: seguir los avatares de los famosos nunca es mero cotilleo, sino que vemos en ellos los problemas sociales y extraemos lecciones morales.

Una de las cosas que más han cambiado es la debilidad de las instituciones. Estos casos han empezado a producirse sobre todo en ambientes estadounidenses, de entrada en universidades y más tarde en empresas que comparten con ellas muchas cosas, desde el público a cierta visión del mundo, como medios de comunicación y editoriales. No es exactamente una guerra entre la izquierda y la derecha (parte de la derecha diría que ya había sido cancelada hace mucho, y que los críticos que ahora se alarman no dijeron nada), sino entre una sensibilidad más o menos liberal, generalmente de centro izquierda, y una algo más absolutista. En muchos aspectos hay un acuerdo: además del componente del adanismo, no deberíamos descartar el narcisismo de la pequeña diferencia.

Pero una cuestión básica tiene que ver con la dependencia económica. Ocurre en universidades bastante homogéneas políticamente, donde los alumnos pagan mucho dinero por entrar y son clientes de lujo. Los medios no tienen la autonomía financiera que tuvieron en otras épocas. Los mediadores están en crisis porque el acceso y la emisión de información es más sencilla, y las formas tradicionales de ingresos han variado, de forma que eres más dependiente de suscriptores y por tanto de tu propia línea ideológica. Así, los medios o las editoriales son más susceptibles a reaccionar ante las presiones de lectores. Muchas veces el impacto económico no es tan grande, pero una minoría movilizada puede asustar a una empresa.

Una paradoja del mundo woke, como ha señalado David Rieff, es que no tiene una visión económica propia. Empleados de editoriales protestan porque se publique a Jordan Peterson o a Woody Allen, pero no por la desigualdad de salarios en su empresa. El propio Rieff señala la hilarante paradoja de una derecha desconcertada. Durante decenios, explica, la derecha se burlaba de la izquierda por exigir que el capitalismo tuviera conciencia social. «Lo que no anticiparon es que una buena conciencia podía ser buena para el negocio.» El capitalismo suele vencer, a veces para sorpresa de sus críticos y defensores tradicionales.

En el celo de los críticos de la cultura de la cancelación hay otra paradoja. Por un lado, consideran que la nueva intolerancia amenaza, con dogmatismo y mentalidad literal, la libertad de expresión que valoran y de la que a menudo viven. Por otro, ahora no solo hay que defender el derecho a contar un chiste desagradable, sino por ejemplo el derecho a decir que el sexo biológico existe o a argumentar que la conducta moral de un autor no anula el valor de su obra. El mundo quizá parezca más bobo, pero también es más fácil situarse, la posición es más intuitiva y la lucha es más cómoda.

Como ha recordado David Jiménez Torres, en España la cancelación no es solo eso que se asoma en el futuro y llega desde Estados Unidos. Conocemos la cancelación del terrorismo

La cultura de la cancelación también tiene que ver con otro elemento. Hay una discrepancia generacional. A veces se debe a una diferencia de visiones, pero también hay una lucha por el poder. Algunos de los directores y gerentes que han cedido a las presiones lo han hecho por temor a ser castigados. Lo woke, la visión del mundo que justifica esta versión de la cultura de la cancelación, es, como ha dicho Alfred Reed Jr., un proyecto para diversificar la clase dirigente. Tiene algo de revolución cultural –persigue la sustitución de una élite por otra– y en ese sentido también hay que situarla en su proporción: las campañas de linchamientos han causado daños personales y profesionales, pero son infinitamente menos graves que otras formas de exclusión que hemos conocido. Como ha recordado David Jiménez Torres, en España la cancelación no es solo eso que se asoma en el futuro y llega desde Estados Unidos. Conocemos la cancelación del terrorismo. En algunos ecosistemas culturales –es decir, económicos– artistas y escritores críticos con el nacionalismo han sido marginados o expulsados.

El lingüista John McWhorter ha dicho que la mejor forma de enfrentarse a la cultura de la cancelación es la manera de rechazar el ataque de un tiburón: darle un puñetazo en la nariz. Es una metáfora y McWhorter no recomienda la violencia física. Más bien aconseja no echarse atrás para aplacar a los indignados. Es más fácil decirlo que hacerlo, como probablemente ocurra en el caso del tiburón, pero algo más de resistencia institucional habría evitado muchos episodios desagradables y habría atenuado la difusión de un clima intelectualmente empobrecedor.

EL CHOQUE CON LA REALIDAD

Algo que cambiará es el choque con la realidad. Las grandes luchas simbólicas pierden algo de vigencia cuando aparece la realidad: la guerra de Ucrania muestra que muchos de nuestros debates son fútiles y propios de gente acolchada. Por otra parte, también hemos visto inaceptables defensas de la cancelación de obras y artistas rusos, y Vladímir Putin ha criticado la cancelación como ejemplo de un Occidente decadente y perverso.

Otro choque con la realidad es el que sufren todas las morales absolutistas. Personalmente, sabemos protegernos muy bien de su evidencia. Pero los demás te ven, y no es tan fácil engañarlos a ellos. Así, si una de las características de la cultura de la cancelación es la eliminación del matiz –todas las transgresiones merecen condena, lo que dijiste en el pasado te castiga hoy, el mal comportamiento del artista anula absolutamente el valor de sus cuadros–, poco a poco, conforme pasan los años y siguen en puestos de poder, irá creciendo el aprecio de la gradación. En parte ya lo estamos viendo. Algunos pecados no son tan graves, están sacados de contexto, hay amores y amoríos en los lugares de trabajo que no se pueden reducir solo a una cuestión de poder y entusiastas linchadores se arrepienten de que las cosas hayan llegado tan lejos, no vaya a tocarles a ellos. La tormenta de mierda –soberano, decía Byung-Chul Han parafraseando a Carl Schmitt, es quien determina la shitstorm– ha perdido efectividad: hemos descubierto que uno puede sobrevivir, y también que hay vida en otra parte.

Se pueden prever dos efectos negativos: una especie de  respuesta cultural contraria a la visión progresista, que utiliza los elementos más kitsch y sensibleros al servicio de una concepción reaccionaria. Y luego la falta de diversidad ideológica y  sociocultural de espacios universitarios, que introducirá algunos marcos de la visión identitaria como una forma de sentido común entre las élites. A veces lo que falta de verdad entre los defensores y los críticos de la cancelación es precisamente un debate.

De momento vemos muchas mesas redondas donde personas que piensan exactamente lo mismo denuncian que la cultura de la cancelación y lo woke amenazan el libre intercambio de ideas entre quienes ven el mundo de forma distinta, y apologistas de la cancelación que reproducen en su vida privada y profesional los mecanismos de poder que reprochan en los demás.

Traductor, escritor y editor. Columnista de "El País", y director de la edición española de "Letras Libres".