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Mi preocupación concierne, en última instancia, a la responsabilidad que tenemos todos, ciudadanos y dirigentes políticos, de hacer un buen uso del lenguaje político. Quiero justificar esta llamada a la responsabilidad a través de una reflexión que se sitúa en el plano de la filosofía política; más específicamente, por una reflexión centrada sobre la fragilidad del lenguaje político, en tanto que forma particular de empleo del lenguaje. De entrada, reconozcamos el anclaje de nuestra empresa en lo que la tradición filosófica, desde Sócrates hasta la teoría del discurso, ha designado con el término «retórica», donde la retórica, más allá incluso del discurso político, constituye ya un empleo frágil del lenguaje. Quisiera precisamente mostrar por qué es un empleo particularmente frágil cuando penetra en la esfera política.


Comencemos pues por decir por qué la retórica constituye un uso frágil del lenguaje. Ella debe esta desgracia a su situación ambigua – a medio camino entre el nivel más elevado de la demostración racional y el argumento francamente sofístico-, por la cual designo la construcción hábil de sofismas que apuntan a extorsionar a un auditorio en favor de una mezcla de falsas promesas y verdaderas amenazas. Es entre la seguridad de la prueba y el uso perturbador de argumentos hábiles en donde se despliega la retórica. Aquella retórica de la cual Aristóteles decía que era la «antístrofa de la dialéctica», es decir, según él, la apelación a los argumentos solamente probables. Es éste, de entrada, el problema que se sitúa entre la demostración y el sofisma.


Antes de intentar caracterizar la política en función del uso del lenguaje, me gustaría recordar, después de Platón y de Aristóteles, de Hobbes y Rousseau, de Kant y de Hegel, de J. S. Mili y de Rawls, el lugar que la política ocupa en la vida humana, y más precisamente en relación a la acción humana. Quisiera insistir sobre el hecho de que la acción humana reviste su significación primera solo cuando está coronada por las actividades relativas a la búsqueda de un buen gobierno, sea de la ciudad, de la nación o la humanidad entera.


Para demostrar esta circularidad entre el plano político y el plano práctico tomado en el sentido más amplio, me gustaría recurrir al concepto, muy del gusto de Hannah Arendt, de espacio público de aparición, que ella identificaba con el espacio político. A través de él, esta pensadora de lo político quería decir más o menos lo siguiente: antes de toda determinación específica en términos de Estado, es decir, finalmente de dominación, la ciudad humana constituye el medio de visibilidad requerido por las actividades que caracterizamos por prácticas tan elaboradas como los oficios y las profesiones, las artes y los depones, los juegos y las actividades de esparcimiento. Si nosotros debemos poder ejercer con toda seguridad esas actividades, tenemos necesidad de un espacio público bien ordenado, en el seno del cual los intereses y los fines particulares están unidos a los intereses profesados en común por cualquier entidad colectiva, que llamamos pueblo o nación, o incluso humanidad. En el mejor de los casos, se trata de una relación de convergencia; en un caso menos favorable, de subordinación; y en el peor de los casos, de impugnación y finalmente de subversión. La comunidad de intereses y de fines que está aquí en cuestión y que nos permite identificar una entidad colectiva, precisamente en tanto que comunidad, constituye el primer umbral de dominio político, antes incluso de que la distinción entre gobernantes y gobernados —la relación de dominación- intervenga y determine el nivel estatal de esta comunidad. En este sentido es en el que los griegos hablaban de la polis y de la politeia. Le corresponde en Hegel la noción de Sittlichkeit, o moral concreta, en la que el Estado constituye la estructura una y diferenciada a la vez.


La existencia de tal espacio público y de tal comunidad de intereses y de fines plantea una alternativa decisiva para toda la antropología de la acción humana. ¿Podemos, con Locke, Mili y más recientemente Nozick, concebir la existencia de un sujeto individual, portador de poderes y de derechos relativos a esos poderes, «antes» de la intervención de la sociedad, y considerar el aparato institucional de la sociedad como un instrumento extrínseco a esos derechos previos? ¿O bien debemos, con Aristóteles, Hegel y Marx, considerar como arbitraria esta representación de un sujeto portador de derechos, fuera de todo vínculo comunitario, y tener la dimensión política por constitutiva del ser mismo del hombre obrante? Como Hannah Arendt nos ha ayudado a reconocer, la elección entre estas dos interpretaciones de la pertenencia política del sujeto humano no es in diferente en lo que concierne al estatuto de las obligaciones que resultan de ella. En la primera perspectiva, todas las obligaciones respecto de la comunidad son condicionales, es decir, relativas a un consentimiento revocable del individuo. En la segunda, esas obligaciones son irrevocables, por la simple razón de que solo la «mediación» de la comunidad de pertenencia permite desplegar las potencialidades humanas.


No dudo en señalar mi preferencia por la segunda interpretación, por las razones extraídas de la antropología del obrar. El atomismo presupuesto por la primera interpretación carece en efecto de bases antropológicas. Es una construcción hipotética que representa la proyección retroactiva de la adquisición de la evolución social, a saber, la promoción del individuo autónomo a la cima de la jerarquía de valores de la sociedad humana1. Por el contrario, solo una antropología que hace lugar a las nociones de capacidad de obrar, de disposición, de desarrollo, de cumplimiento, puede dar cuenta del hecho de que las capacidades que tenemos a justo título por inmediatamente dignas de respecto solo se pueden desplegar dentro de un cierto tipo de sociedades; por consiguiente, su desarrollo no se puede dar en cualquier sociedad política. Es decir, si el individuo deviene humano solo bajo la condición de ciertas instituciones, entonces la obligación de servir esas instituciones es ella misma una condición para que el agente humano continúe desarrollándose2.


No es pues inocente profesar una u otra concepción relativa al origen (en sentido más lógico que cronológico) de la política. Una vez más, si el individuo se considera como originariamente portador de derechos, tomará a la asociación y todos los cargos que se derivan de ella por un simple instrumento de seguridad al abrigo del cual perseguirá sus bienes egoístas y considerará su participación como condicional y revocable. Si, por el contrario, se tiene por endeudado de nacimiento respecto a las instituciones, que son las únicas que le permiten devenir un agente libre, entonces se considerará como obligado respecto a esas instituciones, obligado muy particularmente a hacerlas accesibles a los otros.


El concepto de autoridad política no tiene otro origen ni otro sentido. La autoridad designa la contrapartida de la obligación nacida de la pertenencia a un espacio político, a saber, la obligación de obedecer las reglas comunes que son la condición del desarrollo de las capacidades en virtud de las cuales el hombre se considera como humano. Dicho de otro modo, no es lícito que el individuo recoja los beneficios de su pertenencia a la comunidad sin pagar los cargos. Pertenecer desarrolla una obligación, en la medida misma en que las capacidades cuya expansión está condicionada por esta pertenencia son en sí mismas dignas de respeto.


Este argumento no sirve para legitimar cualquier tipo de régimen político. Se limita a decir, negativamente, que no hay agente libre fuera de un cierto medio asociativo; positivamente, que el individuo debe tener cuidado de la forma de sociedad en tanto que todo indivisible, por lo mismo que ésta autoriza el desarrollo de las capacidades que hacen al hombre digno de respeto.


La relación recíproca entre las capacidades inmediatamente dignas de respeto y la institución política que mediatiza la actualización de esas capacidades permite a la teoría política no caer en el exceso contrario al atomismo político, exceso que merecería el término de «holismo». Sí, la política se inscribe sobre el trayecto de la realización de lo humano en tanto que tal; no es pues extrínseca a la humanidad del hombre. No, la política no es la invención de lo humano y sí importa qué institución política es «buena». Si el individuo no es originariamente portador de derechos subjetivos, no obstante su ser social desarrolla esas capacidades que hacen de él un agente inmediatamente digno de respeto. Esa relación recíproca, en virtud de la cual la teoría se mantiene a igual distancia del atomismo que del holismo, ha encontrado su expresión más adecuada en el concepto de «reconocimiento» que está en el centro de la filosofía política de Hegel en la época de Jena y que ha conservado una posición mayor en los Principios de la filosofía del derecho del período berlinés del filósofo. Este concepto de reconocimiento solo puede ser formulado en la época moderna. Supone un desarrollo social, cultural y moral tal que la autonomía haya devenido el concepto dominante de la auto-interpretación del hombre obrante. No que el individuo lo sea de un modo intemporal y absoluto, como lo pretendían los pensadores del siglo XVIII. La autonomía forma precisamente parte de la Sittlichkeit del hombre moderno. Es un valor público, aun cuando coloca al individuo en la cima. Y ella no prospera más que en las constituciones políticas que reconocen la autonomía como un valor tal. El reconocimiento es así un fenómeno de doble entrada: que la autonomía individual no puede prosperar más que en una forma de sociedad donde su valor es reconocido tiene como contrapartida el reconocimiento por parte del individuo de una deuda respecto a las instituciones políticas sin las cuales el individuo moderno no habría visto la luz; nuestro «vínculo» a esa sociedad no es pues ni condicional ni opcional, sino que tiene valor de obligación.


Ha llegado el momento, después de haber considerado la dimensión política de la acción humana, de situar al «lenguaje» en la vida política. Para hacerlo, ahora voy a caracterizar la política por su propia manera de «usar» el lenguaje. Sabemos que toda acción puede ser llevada al lenguaje en la misma medida en que hablar es una suerte de acción. Es claramente el caso de los actos de discurso del género de la promesa, la orden, la advertencia, como lo ha mostrado el filósofo Austin en How to do things with words. ¿Cómo se aplica este rasgo al lenguaje político en particular? ¿Qué «cosas» hace? ¿Qué hace a la fragilidad de este hacer?


Se ha comenzado a responder la cuestión cuando se ha propuesto considerar esta fragilidad como ligada al funcionamiento retórico de ese lenguaje. Antes de entrar en detalles, permítaseme decir con alguna insistencia que esta fragilidad retórica, lejos de condenar al lenguaje político, lo confía sobre todo a nuestro cuidado y a nuestra protección y nos invita a velar para que funcione tan bien como sea posible, estando dado al nivel de argumentación que le es propio (a saber, una vez más, el nivel retórico, que lo sitúa en la zona vulnerable entre la prueba rigurosa y la manipulación falaz).


Quisiera ahora examinar el funcionamiento retórico en tres niveles sucesivos. De entrada, el de la deliberación política, con su aspecto necesariamente conflictivo; después, el nivel más elevado de la discusión sobre los fines del «buen» gobierno, donde una insuperable pluralidad de fines agrava la fragilidad del lenguaje político; finalmente, en el plano más elevado, el del horizonte de valores en el seno del cual el proyecto mismo de un buen gobierno atañe a la representación de lo que nosotros tenemos por la verdadera vida, por la vida «buena». De un plano al otro, el lenguaje político parece convertirse cada vez más vulnerable al mal uso.


I EL DEBATE POLÍTICO


En lo tocante a la deliberación, situémonos en el marco de las democracias occidentales modernas, caracterizadas por un Estado de derecho en el cual las reglas de juego «son» objeto de un consentimiento amplio. Se puede decir que, en un Estado tal, el lenguaje político está esencialmente implicado en las actividades de deliberación pública que se despliegan en un espacio libre de discusión política. La noción de «publicidad» es aquí la noción cardinal, no en el sentido de propaganda, sino en el sentido de espacio público. La primera conquista de las democracias es la constitución de un espacio público de discusión, con su corolario obligado: la libertad de expresión, donde la libertad de publicar, en el sentido usual del término, afecta a la prensa, a los libros y al conjunto de los grandes medios de comunicación. En este espacio público se confrontan las corrientes de opinión más o menos organizadas en partidos. Esta confrontación pone en juego la segunda noción importante para nuestra reflexión sobre el lenguaje, a saber, la articulación entre «consenso» y «conflicto». Lejos de oponerse, dichas nociones se reclaman mutuamente y se complementan. Por un lado, la democracia no es un régimen político sin conflicto, sino un régimen en el cual los conflictos son abiertos y además negociables. Eliminar los conflictos —de clases, de generaciones, de sexos, de gustos culturales, de opiniones morales y de convicciones religiosas- es una idea quimérica. En una sociedad cada vez más compleja, los conflictos no disminuyen ni en número ni en gravedad, sino que se multiplican y se profundizan. Lo esencial, como se lo ha sugerido, es que se expresen públicamente y que existan reglas de juego para negociarlos. Es aquí donde los conflictos requieren el consenso en la misma medida en que ese consenso hace posible la negociación. Ahora bien, ¿cómo negociar los conflictos sin acuerdo sobre las reglas comunes del juego? De esta situación resulta para el lenguaje político un constreñimiento fundamental que define el marco de lo que he llamado, para abreviar, «deliberación pública». El lenguaje político funciona mejor en las democracias occidentales modernas como lenguaje que confronta las pretensiones rivales y que contribuye a la formación de una decisión común. Es pues un lenguaje a la vez conflictual y consensual3.


De ahí su extrema vulnerabilidad. Aquí son confrontados numerosos criterios que manifiestan un primer grado de indeterminación en el espacio público de discusión. Estos criterios intervienen en la motivación de las elecciones necesariamente partidarias canalizadas por los órganos de una discusión organizada: partidos, sindicatos, grupos de presión, sociedades de pensamiento, con sus órganos de prensa y su aparato de publicidad (en el sentido indicado antes). Bajo este régimen, el conflicto no es un accidente, ni una enfermedad, ni una desgracia; es la expresión del carácter no decidible de modo científico o dogmático del bien público. No hay lugar donde ese bien sea percibido y determinado de modo tan absoluto que la discusión pueda ser tenida por concluida. La discusión política no concluye, aunque pueda dar lugar a una decisión. Pero toda decisión puede ser revocada según los procedimientos aceptados y ellas mismas tenidas por indiscutibles, al menos a nivel de la deliberación donde nosotros nos situamos.


Ahora bien, otra discusión permanece abierta en otro nivel: una discusión de más largo alcance y susceptible de afectar en un plazo más largo a la estructura del espacio de discusión, una discusión que descansa sobre lo que llamamos el régimen (como se habla de «Antiguo Régimen»). Este nivel es el de los fines del «buen» gobierno.


II LOS FINES DEL «BUEN» GOBIERNO


Aquí se descubre una fragilidad más grande. Se expresa de un modo más visible en las controversias en torno a palabras clave, tales como «seguridad», «prosperidad», «libertad», «justicia», «igualdad». Estas palabras alimentan la discusión en torno a lo que se considera que son los «fines» del «buen» gobierno. Ellos se perfilan indefectiblemente en el horizonte de la discusión regulada en un Estado de derecho como las democracias occidentales modernas. Son entonces términos emblemáticos los que dominan desde lo alto la deliberación política. Sin embargo, ellos conciernen a la discusión política cotidiana solo cuando ponen en cuestión el consenso mismo sobre cuyo fondo se desarrollan los debates políticos. Su función es la de justificar no la obligación de vivir en un Estado en general, sino la preferencia por un forma de Estado, por una «constitución», en el sentido amplio que se encuentra en Aristóteles y Hegel.


Esos términos emblemáticos tienen una connotación emocional que va mucho más allá de su significación estrictamente literal. Por esa razón se prestan tan fácilmente a la manipulación y ofrecen armas a la propaganda, más que argumentos para la discusión. Admitido esto, la filosofía política no debe renunciar a su tarea de clarificación ni, sobre todo, a su esfuerzo por reconocer la validez de la cuestión a la que esas palabras clave pretenden responder, a saber, la cuestión de los fines del «buen» gobierno. Es decir, esos conceptos tienen una historia respetable, solidaria a la reflexión fundamental de los grandes pensadores políticos: Platón, Aristóteles, Maquiavelo, Hobbes, Locke, Rousseau, Kant, Hegel, Marx, Tocqueville, Mili… Repuestas a su historia conceptual, resisten a lo arbitrario de los propagandistas que les querrían hacer decir cualquier cosa. Arrojarlos pura y simplemente del lado de las evaluaciones emocionales irrecuperables para el análisis es consentir precisamente los malos usos ideológicos, en el peor sentido de la palabra. Por el contrario, la tarea es desgajar sus nudos de sentido, precisamente en tanto que términos apreciativos relativos a los fines del «buen» gobierno.


Lo que ha podido hacer creer que esos conceptos no podían ser salvados es que no se han tomado en cuenta dos fenómenos mayores que una filosofía de la acción de tipo hermenéutico está preparada para reconocer: a saber, en primer lugar, que cada uno de esos términos tiene una pluralidad de sentidos irreductible; en segundo lugar, que la pluralidad de fines del «buen» gobierno es quizá irreductible; dicho de otro modo, que «la» cuestión del «fin» del buen gobierno es quizá indecidible. En lo que concierne a la polisemia de términos tales como «libertad», «justicia», «igualdad», ella es reconocida por Aristóteles en las primeras líneas de su tratado sobre la Justicia en la Ética a Nicómaco, libro V; ahora bien, si esta polisemia es tan suprimible como lo dice Aristóteles, es necesario prever que tal significación parcial, digamos, de la libertad, recubre tal significación parcial de la igualdad, mientras que tal otra repugna enteramente a otra significación parcial del término adverso. Pero es la irreductible pluralidad de los fines del «buen» gobierno lo que debe detenernos más; ella significa esencialmente que la realización histórica de un valor no puede ser obtenida sin perjudicar a otro; que lo trágico de toda acción humana es que no puede servir a todos los valores a la vez. Si tal es el caso, y yo creo que lo es, el carácter a la vez fragmentario y conflictivo del pensamiento político tiene con qué irritar la voluntad de totalización de los espíritus dogmáticos, la cual se encuentra paradójicamente del mismo lado que la ideología en tanto que representación global, simplificadora y esquemática del espacio público de discusión. Ahora bien, que la simplificación ideológica sea inevitable depende de la finitud esencial de la acción en general y de la acción política en particular. En la acción, es necesario primero elegir, después preferir, luego excluir. El constreñimiento es más grande en el campo político. Aquí, ninguna práctica puede satisfacer a todos los fines a la vez; por consiguiente, cada constitución expresa una escala de prioridades irreductibles la una a la otra en virtud de razones contingentes, tributarias de una coyuntura geográfica, histórica, social y cultural, no transparentes a los agentes políticos del momento. Por esa razón, un equilibrio perfecto entre al menos tres de esas ideas —la justicia, la libertad y la igualdad- es una pretensión quimérica donde se atestigua el lado trágico de toda acción. Quien una vez ha reconocido la inconmensurabilidad de fines perseguidos por la acción política está listo, no para salir del campo de la confrontación política, sino para penetrarlo con un sentido de la medida, la cual prepara a su vez para ejercer un respeto más grande por la fragilidad de la verdadera vida, de esta vida «buena» respecto a la cual el «buen» gobierno constituye la figura más aproximada que sea accesible a nosotros, animales políticos.


III. LA CRISIS DE LEGITIMACIÓN


El tercer nivel de la práctica política que propongo considerar concierne al horizonte de valores en virtud de los cuales la proyección de lo que es tenido por el «buen» gobierno reúne la representación de la vida «buena». No es solo a la ambigüedad que el lenguaje político es confrontada, sino a la ambivalencia. La ambigüedad consistía en que las principales palabras de la práctica política, desde la idea de seguridad hasta la de igualdad, tenía más de un sentido y que sus significaciones parciales estaban condenadas alternativamente a recubrirse o a oponerse. La ambigüedad podía ser respondida con un cuidado más atento de la pluralidad de las significaciones de cada uno de los términos emblemáticos y de la pluralidad de sus relaciones mutuas. La ambivalencia constituye un fenómeno más grave, a saber, que los hombres puedan por buenas razones amar y detestar las mismas cosas, apreciar y reprobar los mismos valores. Es el caso para los valores que definen menos las constituciones —en el sentido de Aristóteles y Hegel- que las elecciones más fundamentales que deciden acerca de la «forma de sociedad» o, si se prefiere, de la «identidad» del hombre moderno, común a los regímenes democráticos occidentales. La cuestión es menos de vínculo (¿por qué debo obedecer al Estado?) que de legitimidad (¿me reconozco en esta forma de sociedad?). Se ha dado el nombre de «crisis de legitimación» a la sospecha que cae sobre las orientaciones globales de la sociedad moderna, detrás de una interrogación dirigida por Habermas al capitalismo de las sociedades industriales avanzadas, después extendidas al conjunto de las sociedades nacidas de la propia elección del crecimiento ilimitado y del consumo sin límites. A este criterio no escapan los regímenes socialistas asociados, de buena o mala gana, al destino de las democracias occidentales. Lo que está en cuestión es la modernidad o, más exactamente, la auto-interpretación del hombre moderno. Por consiguiente, este hombre ha llegado a detestar lo que ama, sin haber encontrado una alternativa creíble a la forma de sociedad que define su identidad.


Que detestamos lo que amamos es algo de lo que conocemos los síntomas. Hemos elegido el crecimiento, poniendo así la prosperidad sobre el mismo plano que los valores más antiguos de libertad, justicia e igualdad. Pero, recordando la condena de Aristóteles en la que los Antiguos sancionan la pleonexia, el frenesí de poseer siempre más, nos sorprendemos de la invención ilimitada de necesidades artificiales que introducen el «mal infinito» en el deseo. Se puede leer, en los Principios de ¡a filosofía del derecho de Hegel, una descripción sin ilusiones de los efectos de esta pleonexia que, de vicio, ha devenido si no virtud, en todo caso destino, bajo el signo de lo que Hegel llama el «Estado exterior» o el «Imperio de las necesidades». Nos ponemos entonces como románticos trasnochados a deplorar el aplastamiento de la espontaneidad, la ruina de las comunidades tradicionales, la pérdida de la memoria cultural y la pérdida de interés por la cosa pública que llamamos «despolitización» y que va a la par de una total privatización de los fines y de las prácticas. Pero no dejamos por lo mismo de amar el proyecto de sociedad en el cual percibimos los efectos perversos. ¿No es a la elección del crecimiento y de la sociedad de la abundancia a la que debemos la conquista de un espacio privado, condición material misma de la autonomía moral? ¿Cómo nos opondríamos al acceso de las masas a los bienes de consumo antiguamente reservados a una minoría? Lo que se llama «individualismo» designa a la vez esta conquista y el precio en perjuicios de esta conquista. Este discurso es tan conocido que mezcla el elogio y la deploración. Se conservan aún los síntomas. ¿Cómo es la «interpretación de sí» que subyace a esos síntomas?


Aquí es necesario volver al plano de la antropología fundamental en su dimensión histórica y simbólica. Es, en efecto, a largo plazo cuando es necesario reponer la interpretación de sí de la identidad moderna y la ambivalencia que la caracteriza hoy. Lo que acabamos de llamar «individualismo» ha nacido con el proyecto de domino ejercido de entrada respecto a la naturaleza sobre la base de la cosmología científica triunfante en el siglo XVII. Es el mismo proyecto que, con las Luces, se ha extendido a la historia humana y luego a la esfera política. Robert Koselleck, en Die Vergangene Zukunji, señalaba no hace mucho la aparición en el vocabulario del siglo XVII de la expresión Machbarkeit der Geschichte, la historia objeto del «hacer humano». La autonomía moral, proclamada por Kant, pertenece al mismo ciclo de la dominación: dominio de la naturaleza, dominio de la historia y de la política, dominio de sí. Es este dominio puesto de relieve por el desarrollo tecnológico el que se expresa en la auto-interpretación del hombre moderno como individuo autónomo. Por tanto, es esta misma auto-interpretación la que se vuelve hoy contra ella y produce esta «identidad escindida», hecha de entrelazamientos entre una actitud positiva respecto a su propio logro y una conciencia crítica con ella misma. Todo sucede como si el dinamismo de la dominación hubiera superado su propio fin y pagado su triunfo con un precio cada vez más inaceptable. Los síntomas evocados antes no son más que los efectos más visibles de esta paradoja: a la identidad del hombre moderno pertenece la creación conjunta de un espacio público de deliberación y de decisión y de un espacio privado de vida familiar y de intimidad (pero también, excediendo este doble fin, la desafección simultánea por la práctica política y por los vínculos afectivos en la familia nuclear). El mismo hombre que se descubre autónomo, se descubre solo. Es esta coincidencia entre la culminación de un gran designio y su rebasamiento patológico la que produce la ambivalencia moderna. Todo esto ha sido dicho, mejor de lo que podemos hacerlo nosotros, por Horkheimer y Adorno en su crítica a la Aufklärung, para ellos, el desencantamiento del mundo, sobriamente registrado por Weber, expresa el desencantamiento de la razón conducida de su estatuto de sabiduría práctica a su función instrumental. Que casi todos nuestros contemporáneos se piensan de entrada como consumidores, después como trabajadores y, solo finalmente como ciudadanos, no es más que el signo más notable, más caricaturezco, de la autodecepción de un gran proyecto.


¿Cuál es en esta situación la tarea de la filosofía, más particularmente, de la filosofía política? La primera tarea es la de tomar una conciencia más audaz de esta condición del hombre moderno y de su identidad. Reconocer que «pertenecemos a una sociedad que tiene una tendencia a minar las bases de su propia legitimidad»4 constituye un acto de sinceramiento que condiciona todas los emprendimientos ulteriores. La segunda tarea es la de tomar una medida más «relativa» de la forma de sociedad que es hoy objeto de una confianza minada. Después de todo, esta forma de sociedad ha aparecido en Occidente en una época relativamente reciente. Esta relativización debe ir más lejos, me parece, que un retorno a la herencia de la Aufklärung simplemente liberada de sus perversiones; no es que niegue el propósito de Habermas cuando declara que el proyecto de la Aufklärung está inacabado – yo acepto de buena gana que la autocrítica que hoy atraviesa la autocomprensión del hombre moderno es producto de la crítica que, en última instancia, define la Aufklärung, después de todo, la crítica moral que dirigimos a esta sociedad procede en gran parte de los ideales que la han engendrado. Pero un retorno al «puro» ideal de la Aufklärung no parece hoy suficiente. Para liberar esta herencia de sus perversiones, hace falta relativizarla, es decir, colocarla de nuevo sobre la trayectoria de una historia más larga, enraizada por un lado en la Torah hebraica y el Evangelio de la Iglesia primitiva, y por otro en la ética griega de las Virtudes y la filosofía política apropiada. Dicho de otro modo, es necesario saber «hacer memoria» de todos los comienzos y recomienzos y de todas las tradiciones que se han sedimentado sobre su zócalo. Es en la reactualización de las herencias más antiguas que la de la Aufklärung —y menos agotadas que esta última- donde la identidad moderna puede encontrar los correctivos adecuados para los efectos perversos que hoy defiguran los logros irrecusables de esta misma modernidad.


Terminemos con una observación que prolongará hasta el tercer nivel la reflexión sobre la que concluía el análisis de los fines del «buen» gobierno en el segundo nivel. Si los valores resultantes en este segundo nivel son equívocos (o, sobre todo, plurívocos) e irreductiblemente múltiples, por una razón de mayor peso lo serán los que enlazan los fines del «buen» gobierno a las representaciones de aquello que hace a la vida (privada y pública) «buena». Resulta así que no hay saber absoluto que ponga fin a la polémica concerniente a los fines últimos y, por consiguiente, a la relación del «buen» gobierno con la vida «buena». Éste fue precisamente el error – o , sobre todo, el crimen- del totalitarismo al querer imponer una concepción «unívoca» de lo que creía ser un hombre nuevo, de eclipsar los titubeos históricos de la comprensión de sí por una organización autoritaria de poderes, puesta al servicio de esta concepción unívoca. Mi defensa final será en favor del reconocimiento de una «indeterminación última en cuanto al fundamento del poder de la Ley y del Saber, y al fundamento de la relación del uno con el otro bajo todos los registros de la vida social»5. La democracia, según Claude Lefort, nace de una revolución a nivel del simbolismo más fundamental del que proceden las formas de sociedad. Es el régimen quien acepta sus contradicciones hasta el punto de institucionalizar el conflicto. «La democracia se revela así como la sociedad histórica por excelencia, sociedad que, en su forma, acoge y preserva la indeterminación, en notable contraste con el totalitarismo que, edificándose bajo el signo de la creación del hombre nuevo, se dispone en realidad contra esta indeterminación, pretende detener la ley de su organización y de su desarrollo y se diseña secretamente en el mundo moderno como sociedad sin historia»6.


Todo lo que puede ser dicho respecto a la fragilidad del lenguaje político resulta de la acumulación de las debilidades del lenguaje en los tres niveles de su uso político: irreductible conflicto a nivel de la deliberación política en el seno de un Estado de derecho; invencible pluralidad de fines del «buen» gobierno; indeterminación del horizonte de valores en el seno del cual el proyecto del «buen» gobierno reúne las representaciones de la vida «buena». La extrema fragilidad del lenguaje político, para siempre alejado del saber incontrovertible, explica su vulnerabilidad al mal uso sofístico de la retórica: pues el lenguaje político «es» retórico no por vicio, sino por esencia. Lo que le da su límite también le ofrece su grandeza. El hombre no tiene un mejor órgano para interpretarse a sí mismo como animal político. Solo entonces una deontología de la medida y del respeto, aceptada por todas las partes del juego político, puede preservarlo de las perversiones propias de su funcionamiento retórico. ¡Una «buena» retórica es posible!


1 Cfr. Louis Dumont: Essais sur l’individualisme, Éd. du Seuil, 1984.
2 Este argumento dirigido contra el atomismo político está notablemente desarrollado
por Charles Taylor: «Atomism in Philosophy and the Human Sciences», en
Philosophical Papers, Cambridge University Press, 1985, págs. 187-210.
3 N o es casualidad que un número considerable de trabajos en ciencia política, en
el sentido preciso y estrecho que se ha dicho, descanse sobre las actividades deliberativas,
tales como procedimientos de regateo -bargaining- o procedimientos
electorales. La madurez de nuestras democracias se juzga sobre la claridad, la
complejidad, la precisión de esos «procedimientos» y la deontología que regula su
ejercicio.
4 Charles Taylor: «Legitimation Crisis», en Philosophy and the Human Sciences,
Cambridge University Press, 1985.
5 Tomo prestada esta declaración de Claude Lefort: Essais sur le politique, Éd. du
Seuil, París, 1986.
6 Ibid. pág. 25.